por Eduardo Montes-Bradley
"El director de cine y escritor Eduardo Montes-Bradley, realizador de “El gran simulador”, film que no pudo ser estrenado en la Argentina, narra en esta crónica sus incursiones en territorio boliviano, particularmente en Santa Cruz de la Sierra, donde está por realizar su próximo documental. Bolivia, en su opinión, es un país condenado a la extinción, como Yugoslavia, como Checoslovaquia." Guillermo Piro
La primera imagen que me viene en mente cuando pienso en Bolivia, es la de una mujer sentada en la vereda de la calle Cangallo, junto a la entrada del supermercado Disco. Por aquel entonces, yo tenía siete años y la vendedora de limones unos cuarenta. Curiosamente, hoy ya no existe ninguna calle Cangallo, el supermercado “Disco” desapareció, yo ya no soy el que era, seguramente la mujer tampoco. La segunda referencia que tuve de Bolivia fue cuando la muerte del Che. Pocas veces después volví a oír de ese lugar. Alguna vez en 1978 desde la ventanilla de un Boeing 707 de Braniff International Airways y a doce mil metros de altura sobrevolé Santa Cruz; luego La Paz. Ya no existen ni Braniff ni los Boeing 707. Alguna vez pensé que Bolivia podía ser una melodía de Simon & Garfunkel en el Central Park. Simon & Garfunkel tampoco existen. Según dicen, en poco tiempo es Bolivia lo que va a desaparecer, y mi paciencia tiene un límite. Antes de que todo se vaya al garete, antes de que el país se fraccione y pase a convertirse en otra cosa, tengo que conseguir el sello boliviano en mi pasaporte para sumar a un álbum que llevo de países en extinción: ¿Yugoslavia, Checoslovaquia y la URRS? Las tengo. La decisión estaba tomada.
Viajé a Salta con el propósito de reunirme con el Negro Ramírez y Guille. La idea era llegar hasta Aguas Blancas, a orillas del Bermejo, y cruzar al otro lado y hacer una película en Bolivia sobre la desintegración. Una vez sellado mi pasaporte, seguiríamos tras las huellas de Castelli y el Ejército Auxiliar del Norte. Esos caminos condu-jeron alguna vez a los centros de poder, hoy conducen a ninguna parte. Si todo sale bien, llegaríamos a Potosí en un par de días. Me gusta la idea de sacarle plata a una mina a 4.824 metros sobre el nivel del mar y respirar la falta de oxígeno. I can’t wait.**
Aguas Blancas, a orillas del Bermejo, es un lugar curioso. El ómnibus que nos trajo desde Salta se detuvo en la terminal. Nunca más apropiado el nombre. Ahí no hay más que gente en interminables filas esperando pasar por la aduana para embarcarse en chabolas o cruzar con el agua al cuello. Llevan huevos, miles de huevos, cargados en carros que jalan como orientales disputándose cada palmo del trayecto. En cualquier frontera latinoamericana uno puede hacerse a la idea de qué es lo que no puede conseguirse del otro lado. En Bolivia faltan huevos. Nosotros vamos por otra fila, más diligente, más rá-pida, donde no hay huevos. Los equipos de filmación llaman la aten-ción al vista. El hombre de uniforme pregunta adónde vamos y le res-pondo que a Bolivia, y eso pareciera ser suficiente. ¿Adónde más po-dríamos haber ido? Después: la barranca. Los que vienen cargados dan vuelta los carros y en lugar de jalarlos tratan de frenarlos para que los huevos no terminen pasados por agua. Junto a la orilla los (nos) esperan las embarcaciones a motor o a remo. Los que no tienen para el pasaje cruzan a pie. Dicen que cuando el río viene cargado muchos no lo consiguen. Un poco más al Este pueden verse grupos que cruzan eludiendo migraciones. Algunos días más tarde, a mitad de camino, en un lugar llamado Camargo, conocí a Weimar Dueñas López. Weimar me contó que durante casi seis años vivió en Argentina ahorrando pa-ra regresar y comprarse una casa. Precisamente allí, en Aguas Blancas, lo detuvieron y lo despojaron de todo. Dice Weimar que los gendarmes le robaron mil quinientos dólares, pero que lo que más le dolió fue que le hicieran lavar y cepillar caballos durante tres días. Weimar afir-ma que ahora que tiene trabajo no piensa ni sueña con hacerse la Argentina. Dice Weimar, también, que a las muchachas que regresan por Aguas Blancas no las ponen a cepillar caballos.
Desde el momento en que llegamos fuimos presa de la fauna local, mosquitos casi imperceptibles me dejaron las piernas como frontón de tiro, lo que explicaría que los locales no anduvieran en bermudas. Las sonrisas de los nativos lo dicen todo: el gringo es un nabo. Nelson Rivera López, piloto del transbordador, me aclara: “Son muy diminutos los upiteros, se meten por todos lados, señor”. Los upiteros son tenaces y chupan hasta diez veces su volumen en sangre. Pienso en Jorge Massetti corriendo entre los matorrales enfrentando junto a sus compañeros la resistencia upitera y la gesta revolucionaria vuelve a ganar mis respetos. No creo que Massetti se haya perdido en el monte salteño, como cuenta la leyenda. Creo que se lo morfaron los jejenes o que lo volvieron loco y terminó arrojándose desde el barran-co a las rocas. La revolución tiene sus bemoles. Pienso en Massetti pero también en Guevara, Butch Cassidy, Castelli y Belgrano. Cómo puede ser que ninguno haya dejado constancia de este flagelo. Se me ocurre que, a veces, y por hacerse los machos, los hombres dejan fuera del relato detalles mínimos.
Al otro lado del río está Bermejo, una suerte de Tijuana, puerto libre para que los argentinos vengan y compren, y en Bermejo hay de todo –de todo menos huevos. Busco dónde sellar mi pasaporte, y nada. Esto no es Bolivia, Bolivia queda saliendo de Bermejo, camino a Tarija. La avenida costanera es un caos. La villa se extiende hacia el interior atestada de mercados de ropa china, perfumes truchos, pilas, zapatillas, brocados, alfombras, artesanías, devedé truchos, cedé tru-chos. Buscamos un hotel de cinco estrellas y nos conformamos con una. El edificio era como un laberinto de pasillos y escaleras. En uno de esos pasillos me cruzo con una nativa de cabellos como la crin de una yegua que pasa el lampazo sacándoles brillo a los baldosones. De una de las habitaciones sale una pareja. La mujer, de unos setenta a-ños va de colla; él de civil: traje gris, camisa y corbata. Algo parecido sucede en las calles de Amman, donde alguna vez vi a una mujer cu-bierta por el velo acompañada por un hombre tan de civil como el que acababa de cruzarme. Es curioso cómo la tradición suele ir del brazo del hombre.
Me calienta la pendeja que limpia los pisos. No sé si es la crin de yegua o el lampazo, pero hay algo que definitivamente me atrae de la situación. En eso estábamos cuando creí reconocer el olor del humo del cigarrillo de Billy Grant, un olor penetrante, dulce como la melaza de maple acaramelado. Billy Grant, a quien no había vuelto a ver desde mis días en Nicaragua, me sorprendió por detrás como si el tiempo no hubiera transcurrido. Estaba igual que siempre, un clon de Stuart Whitman con tiradores:
—“This is gonna get ugly kiddo” –dijo señalando los titulares del diario local en el que se hablaba de la toma del aeropuerto de San-ta Cruz. Venía con hambre atrasado y a punto de desmayarme. Grant sugirió que fuéramos al mercado, y eso fue lo que hicimos. En el tra-yecto el veterano me contó que no trabaja más para la “agencia”, que después de la explosión en el compound**de los marines en Beirut tuvo una revelación y que ahora se consideraba un neomarxista. “Mano de obra desocupada”, pensé. A poco de andar, encontramos un chiringui-to que pintaba bien para el tentenpié. Desde los parlantes de la radio junto al mostrador brotaban incontenibles los ladridos del Chaqueño Palavecino interrumpidos por las noticias:
“Unidades de la Fuerza Aérea boliviana tomaron esta madrugada el aeropuerto ViruViru. Fuentes cercanas al go-bierno precisaron que la terminal está copada por soldados y policías que no permiten el ingreso a periodistas. Algunos funcionarios y personal civil denunciaron haber sido tratados como terroristas”.
—“Si volvemos al banzerismo estamos perdidos” –aseguró Grant segundos antes de hundir la jeta en lo que quedaba de su tamal–. “Evo tiene miedo y se le nota, García Linares; en cambio, la tiene clara. Pero los yanquis le dieron la espalda, como lo hicieron con Allende. This ain’t good politics kiddo... Desde Washington el Leadership Institute alimenta la fragua con la esperanza de partir Bolivia al medio. Divide y vencerás, lo de siempre”.
A Grant le habían lavado el cerebro, no hay nada más patético que un CIA vuelto evangelista-bolivariano. El imperialismo ya no es lo que era y las fantasías paranoicas del progresismo se hicieron presa de la desilusión. Mientras el gringo despotricaba contra el capitales-mo, yo me preguntaba por qué la propietaria del chiringuito pelaba naranjas antes de exprimirlas. No tiene sentido. Un poco más allá, junto a un muro en que puede leerse “Evo racista”, hay una olla sen-tada junto a su manta vendiendo limones. Billy Grant andaba con es-píritu de reclutar y yo no estaba con ánimo de sumarme a ninguna causa emancipadora, de modo que aproveché su ida al baño para per-derme en los pasillos del mercado en busca de una respuesta a la pre-gunta que comenzaba a obsesionarme: ¿Por qué los bolivianos pelan las naranjas antes de exprimirlas?
Esa tarde dimos con Newton Alvarez Toledo, el chofer que se ofreció a llevarnos en taxi a Tarija. El hombre dijo que pasaría a buscarnos por el hotel a las 5.00 PM y decidimos aprovechar las dos horas que nos quedaban en Bermejo para buscar un mapa de ruta y tirarnos a descansar en los sillones del lobby del hotel y fumar. Mapas no hay. Una vez más, las noticias por la radio:
“Una multitud liderada por Rubén Costas, gobernador de Santa Cruz, se volcó a las calles para manifestarse contra la toma del aeropuerto por parte de las tropas federales”.
Según la radio, el gobernador habría aprovechado la volteada para acusar a Chávez de golpista y no dudó en llamarlo macaco, rata, sinvergüenza y cobarde. Si se trataba de una pulseada para medir fuerzas, pareciera que Santa Cruz lleva las de ganar. Costas no parece interesado en los rumores y en la primera de cambio deja en claro que ni en la Rusia comunista, ni en la Alemania de Hitler, ni en la Cuba de Fidel, ni en el Chile de Pinochet hubo jamás lugar a reclamos autonómicos, dejando de ese modo en claro cuáles serían los paradigmas de Morales y su aliado venezolano. Interesante. Para el gobernador re-belde, la autonomía santacruceña es un reclamo que debilita la estra-tegia centralista y amenaza la acumulación de poder del inca de turno. Hablando del INCAA, el otro, el de Lima 319, acabo de recibir con-firmación verbal de que las autoridades de turno no darán reclamo a mi solicitud de apoyo al documental sobre Bolivia temiendo que se trate de otro ardid del imperio para debilitar la estrategia bolivariana. La cruzada maneja la caja, uno hace lo que puede. Días antes de mi llegada a Bermejo, Hugo Chávez advertía desde Cuba sobre la posibilidad de que Bolivia pudiera convertirse en un nuevo Vietnam; de ser así, Venezuela no permanecería de brazos cruzados, aseguró el macaco. Suena interesante. Quizás éste sea, después de todo, el prin-cipio de otro viaje.
A poco de andar la cuesta que nos aleja de la frontera, dimos con el puesto de migraciones y Newton Alvarez Toledo ofició de intérprete, lo que me pareció sumamente curioso, ya que todos hablá-bamos la misma lengua. No quise hacer demasiadas preguntas. Ahora tengo el sello que acredita mi paso por un país que está a punto de dejar de serlo. El viento sopla del cuadrante noreste y de repente todo se cubre de humo. Los upiteros no se dan por enterados y lanzan un ataque en masa. El humo, cada vez más denso, viene de la quema de sem-bradíos de soja que mantiene al chaco santacruceño en tinieblas du-rante esta época del año. En la medida en que los recursos naturales de los chacos santacruceño, chuquisaqueño, del Beni y Pando ganan pro-tagonismo, el antiguo poder minero del altiplano pierde sustento. En definitiva, ésa pareciera ser la madre del borrego.
Queríamos llegar a tiempo para cenar truchas en Tarija, veníamos en silencio, cada uno en lo suyo, un poco acojonados por la velocidad con la que Newton tomaba las curvas después de persig-narse. La fe resulta envidiable.
—“No se preocupe que la virgen viaja con nosotros”, aclara el hombre, besando la medallita de plomo que cuelga del retrovisor
—“Acá nadie viaja de arriba”, le digo; “si no paga, se baja”.
—“No diga esas cosas, a ver si todavía nos pasa alguito”, nunca se me había ocurrido pensar en la muerte como “alguito”.
Los pueblos se suceden entre plantaciones de naranja.
—“Antes de que terminaran la carretera, se tardaba una noche en llegar”,**asegura Newton. Todo cambia. Le pido a Newton que se detenga junto a un lapacho en flor. El hombre obedece. El árbol es extraordinario, amarillo. Un poco más adelante la banquina se puebla con gente de rasgos suaves que no se ajusta a los escasos requerimientos de la postal boliviana.
Continuará....