por Eduardo Montes-Bradley
Epígrafe: Conde Giussepe “Peppino” Greppi (1819 – 1921)
Establecer la identidad de un personaje literario es un afán baladí que ensayo cuando no logro resistir la tentación. Se trata de un pasatiempo como cualquier otro. Quienes coleccionan sellos postales lo saben mejor que nadie. A mi las estampillas dejaron de interesarme cuando me di cuenta que las de San Marino tenían un valor inversamente proporcional a su atractivo. Hubo campos de experimentación. Un buen día descubrí la deconstrucción de personajes y desde entonces soy un aficionado.
Se trata de encontrar en alguna novela un personaje sospechoso de haber sido fundado a partir de un símil concreto, real. Lo que sigue es un trabajo de investigación que busca desnudar el ardid, la patraña del autor. Cuanto más sutil el transformismo, más compleja la deconstrucción. Estas últimas son las figuritas difíciles, las que demoran la culminación del álbum de una novela. Las primeras, saltan a la vista: Catherine Barkley en “Adiós a las armas” es Agnes von Kurowsky. Fácil, está en Wikipedia. Esa es una figurita que todos tienen. No me refiero a Agnes, sino a su avatar. Ese creado por Hemingway para hacer con él lo que con Agnes no pudo porque no se animó o porque la inglesa tenía otros planes. Como se sabe, Catherine (también Agnes) era enfermera en un tiempo en que las mujeres vestidas de blanco y cofia ocuparon –con justa razón- un lugar de privilegio en las fantasías masculinas. Esas fantasías son las que llevan a Hemingway a buscar un acercamiento con von Kurowsky. Lamentablemente la inglesa no está muy interesada en el tema y pasa del futuro suicida. Hemingway, ni lento ni perezoso inventa para sí algo muy parecido a la enfermera a la que llama Catherine y con la que hará lo que se le de la gana oculto debajo de la piel (uniforme) del teniente Henry. Otra figurita fácil. Si Catherine es Agnes, el teniente Henry es Hemingway el abuelo de mi disléxica y muy deliciosa Margo.
NdA. Margo, y no Margaux Hemingway, a propósito de lo cual evoco puntualmente la escena que tuvo lugar el día que la nieta me contó la historia:
INT- NOCHE. SANTA MONICA. DEPARTAMENTO DE Miss HEMINGWAY.
Es un ambiente único, dividido por dos paneles. Del lado oeste el cuarto, baño y cocina. Es un primer piso por la escalera en un edificio moderno a escasos cien metros de la playa. Grandes ventanales. Por suerte no hay gato. Del otro un amplio living que frecuentan los amigos. Dos bibliotecas, escasas fotos, al menos dos: Una de Papa Hemingway pescando, otra del escritor con las nietas Margo, Mariel y Joan. Hay otra de su padre Jack.
MARGO
(desde el sillón)
Según papá fue el vino que tomaron
con mami el día que me concibieron.
No me parece interesante tener el nombre
de una denominación de origen.
Margó me parece mejor.
Menos etílico, más sensual.
CORTE A NEGRO.
Según Wikipedia la historia fue exactamente al revés. La verdad es que no se a quién creerle, aunque pareciera tener razón la enciclopedia. Si Margo fue nombrada por el vino debió haber sido Margaux y no Margo. Creo haber dicho que la nieta era disléxica. Tal vez ella misma estuviera diciendo una cosa por otra. De cualquier modo yo siempre la llamé Margó, que en inglés suena igual que Margaux y no se presta a confusión.
Agnes, como se sabe, resistió los encantos de Papa H. y tras intentarlo con otro acabó esposada a un tercero (o cuarto). Según mis cálculos fui seguramente un número en la cuenta de Margo, una cuenta que se interrumpe abruptamente por razones de fuerza mayor el día que se suicida. Sin ir muy lejos es la misma razón por la cual Catherine no sale viva del hospital en Montreux donde no murió Agnes. Margo murió, seis días antes de mi cumpleaños.
The Washington Post: Margaux Hemingway, 41, the archetypal leggy supermodel and sometime movie actress who came from a family noted for accomplishment and tragedy for generations, was found dead July 1 in Santa Monica, Calif.
Tres días después de su muerte recibí una carta fechada en París cuyas líneas aún no consigo descifrar. En aquel papel con el monograma del Hotel George V, Margó hablaba de unas las montañas de picos nevados que decía ver desde la suite que habíamos ocupado en alguna oportunidad que hoy se me escapa. No creo que desde la suite del George V puedan verse “cumbres nevadas”, “bellas como la luna”. Mucho menos en verano. Doy fe.
Nunca pude resolver el enigma.
Papa H., con mejor suerte, resuelve el conflicto que supone la rotunda negativa de Agnes ultimando a su avatar en las últimas páginas de su novela. Más aún, no satisfecho con la eliminación física de la protagonista Hemingway se carga al hijo que no fue (aunque el orden fuera inverso). Si pudiera enmendar mi novela, esa que escribo sin darme cuenta, vería de introducir algunos cambios para que el final se adapte a mis pretensiones del modo en que Hemingway adapto las suyas en “Adiós a las armas”. Supongo que eso es ser realista, lo demás es resignación.
Pero yo quería hablar de mi afición a la deconstrucción de personajes; a figuritas fáciles y difíciles. A las primeras ya me referí, entre las segundas se encuentra el conde Greffi que aparece en el capítulo XXXV para despertar sospechas. Mi instinto me dice que detrás del anciano hay un alguien que merece ser exhumado. ¡Finalmente una intriga digna!
A principios del otoño de 1917, Hemingway (18) se hospeda en el Grand Hotel Stresa. Lo hace en compañía de John W. Miller Jr., también voluntario y conductor de ambulancia. NdA. Descartar sospechas: Hemingway y Miller son sólo amigos. En la novela, el teniente Henry llega en busca de Catherine, pero la verdadera Catherine, es decir Agnes, ha quedado en Milán cambiando compresas a los heridos que llegan de a miles del frente austríaco. Durante aquellos días junto al Lago Maggiore, Hemingway conoce al (o se reencuentra con) conde Giuseppe Greppi (94).
Dice el abuelo de Margo: “Greffi fue un contemporáneo de Matternich y era un anciano de cabello y bigotes blancos y excelentes modales.” Seis fotografías que pudo hallar del distinguido caballero dan cuenta del parecido. Si Catherine Barkley fue avatar de Agnes von Kurowsky, Greffi lo fue del conde Giuseppe Greppi.
¿Quién va a ganar la guerra?, pregunta el teniente americano, “Italia”, responde el conde:
“¿Por qué?”
“Porque son una nación joven.”
“¿Las naciones jóvenes siempre ganan las guerras?”
“Mientras son aptas”
“Y después…”
“Se vuelven naciones viejas”
“Usted dijo no ser un hombre inteligente…”
“Eso no fue producto de la inteligencia. Eso fue cinismo.”
Por momentos Greppi me recuerda a Borges. Cuando el teniente le pregunta si acaso contempla la idea de una vida más allá de la muerte, el viejo responde: “Todo depende del tipo de vida”. El diálogo podría ser un homenaje a Chesterton en “What's Wrong with the World”. Sin embargo, Greppi es un aristócrata, Borges un burgués y ambos parecieran compartir cierto agnosticismo respetuoso, cínico y mordaz: “… si alguna vez se vuelve usted devoto”, advierte Greppi al teniente Henry “rece por mí si acaso hubiera muerto. Lo mismo le estoy pidiendo a otros amigos. Yo hubiera querido llegar a mi edad siendo devoto, pero lamentablemente no se han dado las condiciones.” Greppi fue uno entre pocos, y se me ocurre que Hemingway no lo pudo haber sabido hasta el día en que leyó su obituario en The New York Times.
Milán, Italy, May 9, 1921. --Count Greppi, Italy's centenarian statesman, died late yesterday, it was announced today. The Count went to the races, as was his won, but was taken ill on returning home and died shortly afterward.
Su compañero circunstancial de billar en la riviera del Maggiore había sido uno de los hombres más distinguidos de Europa, y acabaría convirtiéndose en el anfitrión de Hemingway en Europa. A cambio de escuchar pacientemente las andanzas cortesanas del notable, Hemingway se beneficiaría con los privilegios de una agenda extraordinaria de contactos. No quiero decir con esto que oír de los encuentros del conde con María Luisa, segunda esposa de Napoleón, fueran en lo absoluto una condena. Todo lo contrario. Los cuentos sobre su ministerio en Constantinopla debieron ser no menos fascinantes que aquellas otras en la corte del régimen de Napoleón III o donde fuera que hubiera esgrimido sus encantos. Debería revisar mi archivo para determinar en que momento los destinos de Carlos Ma. Ocantos y el conde se cruzan. Pudo haber sido en Copenhague, tal vez en Oslo.
Las excentricidades del conde mantuvieron en vilo a la nobleza Lombarda durante medio siglo. Dicen que como parte de las celebraciones de su centenario, le habría regalado a su valet la suma de 100.000 francos, prometiéndole otras 500.000 si llegara a vivir hasta cumplir los 105. Hasta dónde he podido informarme fue un hombre afortunado, heredero de una banca prodigiosa. The Saturday Review, en su edición del 26 de mayo de 1900, comenta la aparición de La Rivoluzione Francese del Conte Giuseppe Greppi. (Milano. Ulrico Hoepli. 1900. 5.50 lire). El libro reúne una cantidad considerable de cartas escritas por Paolo Greppi desde Francia en tiempos de la Revolución. La mirada sobre los acontecimientos que conmovieron al mundo de quien debió haber sido el abuelo del conde, es francamente conmovedora y reconfortante.
Leonardo Sciascia asegura que Giuseppe Greppi conoció a Stendhal. Me gusta la idea de que hubiera intimado con uno de los precursores del realismo en Europa, y también con Hemingway, uno de sus últimos exponentes de la misma corriente en América. Por momentos esa extensión me recuerda a Ocantos que pudo estrechar la mano de Sarmiento en algún pasillo y esquivar la de Evita en otro.
El encuentro entre Hemingway y Giuseppe Greppi tuvo lugar a finales de septiembre de 1917; la primera edición de “Adiós a las armas” aparece publicada trece años más tarde. Durante aquellos años se suceden las muertes de tres al menos cuatro italianos notables: Enrico Caruso, peritonitis en Napoli (1921), Rudolph Valentino, pleuritis en un hospital de Nueva York (1926) y Sacco y Vanzzetti que al grito de "Viva l'anarchia!" y "Farewell, mia madre" se dejaron freír, sin dios, sin patria y sin patrón a manos del estado de Massachusetts (1927). Giuseppe Greppi es la otra cara de la moneda, un italiano que en los Estados Unidos de principios de siglo pareciera imposible. La cuestión Italiana tenía una gravitación concreta en la vida social en la costa Este de los Estados Unidos. Greppi no era un zapatero anarquista, tampoco Valentino, mucho menos Caruso. Ni obrero, ni galán, ni jilguero. Quizás dandy, definitivamente sabio. Hemingway se refiere a Greppi de la siguiente manera: “Se preserva en perfecto estado, nunca se casó, se acuesta a dormir a media noche, fuma y bebe champagne”
“Adios a las Armas” fue escrito en 1928, en pleno de resurgimiento de clase de la inmigración italiana… Pienso en voz alta. Los italianos que figuran en las noticias de los diarios de por entonces no son como su amigo Greppi. Son como una manta hecha de retazos de los que se nutren prejuicios comunes: delincuentes y mafiosos, miembros de sociedades secretas, chupasirios, devotos de San Genaro, mujeres de negro, hombres de negros, sicilianos duros como la arcilla, mangiagatti, calabreses camorreros. Los que no descreían y ponían bombas, creían y se arrodillaban. Ninguno de los dos era bien visto, salvo entre los irlandeses, sus hermanos de fe. Pero convengamos que los irlandeses también los despreciaban, no por católicos sino por haber llegado tarde, por mediterráneos. Los polacos que también eran católicos y vivían en los mismos barrios que los irlandeses y los italianos, despreciaban a ambos por igual y mucho más a los judíos. Nueva Inglaterra, en aquellos años, debió haber sido una fuente inagotable de excusas. Fin del exordio.
Tal vez fue el instante en el que Hemingway lee la noticia de la muerte del viejo en el New York Times en el que decidió escribir el capítulo XXXV donde encontré al viejo que acabó por convertirse en la figurita que me faltaba. Ya vendrás otras.
INT. DIA. FLORIDA. CASA EN LA PLAYA. SALA.
La Royal Arrow de escribir sobre el estante, Papa H. de pie, a un costado el diario doblado en la página donde se destaca el titular “Count Greppi, oldest diplomat, dies at 102”. Hemingway escribe.
CHAPTER XXXV
“Catherine went along the lake to the little hotel to see Ferguson and I sat in the bar and read the papers.