• QUILITO

Novela de Carlos María Ocantos

I

Pampa se había quedado dormida, acurrucada en el umbral. Envuelta su monstruosa cabeza en el refajo de bayeta amarilla, que había levantado por detrás al sentarse; un pie montado sobre el otro, como para prestarse mutuo calor, calzados ambos en gruesos zapatos claveteados; las manos debajo del delantal blanco, dormía sobre la dura piedra, como sobre un cómodo colchón de muelles. ¡Pobre Pampa! Cansada del fregoteo de platos, del bruñido de cuchillos y del lavado de vasos, de traer y llevar, de bajar y subir, de salir y de entrar, había obtenido la promesa de acompañar a la señora a una visita de intimidad aquel día, lo que le serviría de pretexto, para ver las calles y quizá la plaza de la Victoria; pues con ser 25 de Mayo, fiesta patria, había Tedéum, rifa, parada militar y qué sé yo. Soñaba la india en las lindas cosas que vería: tanta bandera; tanta gente endomingada; los niños, con traje de terciopelo, muy orondos, agarrotados los dedos por los guantes; las niñas, de blanco, unas con banda azul y otras no; las personas que se agolpaban a las ventanas del Cabildo, donde el transeunte es asaltado por una, dos o tres señoritas, que le meten por las narices, como si dieran a oler una pastilla, la cedulita de la rifa, y le marean y le cercan, y le siguen y le persiguen, repitiendo:

—¡Caballero! ¿una cedulita? ¿una cedulita, caballero?—como muletilla de mendigo.

Detrás de la reja, majestuosa y cómodamente sentadas, dos matronas, tan gordas, que casi no caben las dos de frente, con las costas repletas de papelillos en la falda, despachan su mercancía, echando de vez en cuando por aquella boca un ¡Caballero! que más parece un bostezo, que un llamado. Luego, los vendedores de naranjas, de silbatos y de globos; la corriente humana que no cesa de circular, engrosada por los torrentes que cada bocacalle vomita sobre la plaza; los soldados, tan marciales, en fila, los ojos sobre el jefe, que recorre la línea a caballo, dejando ondear al viento su penacho azul y blanco; las músicas, que tocan; el cañón, que truena; los cohetes, que estallan; las campanas, que vibran, y por último, el Presidente, que pasa, a pie, camino de la Catedral, en medio de los acordes graves y solemnes del himno nacional, precedido, rodeado y seguido de brillante cortejo.

Pampa hacía sonar, con fruición, en el bolsillo de su vestido de lana nuevo, los centavos que le diera el patrón para la rifa, cuando alguien la llamó.

—¡Pampa! que tienes que lavar las medias del niño, y traer azúcar del almacén y limpiar el espejo de la sala, que está perdido de moscas.

Y vuelta al trajín, sin una queja, encerrada en su mutismo de salvaje, no desbastada aún. Y las medias quedaron lavadas, y se trajo el azúcar y se limpió el espejo; pero, entonces, faltaron fósforos y hubo que poner un remiendo.

En el patio de la cocina, el último de la casa, tan frío que la humedad trazaba verdosos arabescos en la pared sin cal, trabajaba la chica febrilmente. Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelta en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas; en las habitaciones altas, las del niño, se oía el chasquido del cepillo.

—¡Pampa!—chilló allá arriba una voz atiplada.

Y como la muchacha tardara en contestar, el cepillo salió disparado de las alturas y, rebotando contra los peldaños de la escalera, vino a caer en medio del patio.

—¡Voy, niño, voy!—- dijo la india sin asustarse, como acostumbrada a aquella singular forma de llamamiento.

—A ver si te mueves, ¡china salvaje!—chilló de nuevo la voz atiplada.

Y cayó otro proyectil, un frasco vacío, que explotó como una bomba. La muchacha echó a correr escalera arriba, a tiempo que salía del comedor misia Casilda, con su cara de muñeca sin expresión, tan rosada y lustrosa que de porcelana parecía, y el pelo partido al medio y recogido detrás de las orejas, ennegrecido y pegado a la frente por el cosmético.

—¿Qué hay? ¿qué escándalo es éste? La cocinera se mostró en la puerta de su santuario, limpiando sus manazas en el sucio delantal.

—¡Pues el niño, señora!—dijo en su jerga endiablada.

Ya la india bajaba la escalera, con un cubo en la mano. Naturalmente, ¿quién había de ser sino ella? Siempre que el niño llama, ha de incomodársele. En concluyendo de servirle, a poner la mesa, que ya es tarde, y la salida queda para otro día.

Está bien; ¡ya no saldría Pampa! Entró en el comedor, sin chistar, y puso la mesa con el orden y simetría de siempre: en la cabecera, el cubierto de don Pablo Aquiles; en el lado de la derecha, el de misia Casilda, y a la izquierda, el del niño; luego, los vasos, el pan, la servilleta... nada olvidaba, y si, por acaso, cometía una torpeza, allí estaba la muñeca de porcelana, vigilante en el sofá. Entretanto, había obscurecido ya; se encendió luz, y el comedor apareció tan pobre, tan frío y desmantelado, que más hubiera valido no encenderla: la calva de don Pablo Aquiles, sentado delante de la apagada chimenea, resplandeció como bruñida patena, y las frutas, aves y peces de los cromos que adornaban las paredes, se animaron con la crudeza de sus colorines. Daba la chica la última mano a su tarea, cuando sonó, de nuevo, la voz atiplada en las alturas.

—¡Voy, niño, voy!—repitió maquinalmente Pampa.

Y escabullóse del comedor y subió a saltos la escalera del patinillo y volvió a bajar y a subir con los zapatos del niño y la ropa del niño y la camisa del niño... El cielo estaba obscuro y a intervalos los cohetes estallaban con alegre estampido, trazando en el espacio un reguero de fuego y deshaciéndose en fantástica lluvia de colores.

Pampa salió a la puerta de la calle y se sentó en el umbral. ¿La dejarían tranquila, ahora? El niño acababa de vestirse, los señores charlaban en el comedor; la mesa estaba puesta; ya que no la plaza, ni las niñas de banda azul, ni las señoras de la rifa, ni tanto detalle curioso del animadísimo cuadro que ofrece aquel día de las fiestas patrias, vería los cohetes desde la puerta; y era mucho, si la dejaban. La casa era de estas bajas, trazada según el patrón antiguo, que la piqueta del progreso va ahuyentando del centro de la ciudad: una puerta y dos ventanas a la calle; el zaguán recto hasta el fondo, cortado por dos patios embaldosados y el comedor abriendo sus puertas sobre ambos; y a la derecha, cuatro o seis habitaciones en fila; plantas y aljibe en el primer patio, la escalerilla de las piezas altas en el segundo, cuyo maderamen pintado de verde se ve desde la calle. Las pinturas murales del zaguán; los figurones de las cornisas; el caprichoso enrejado de las ventanas; el alegre color del frente, ya azul, ya verde, ya rosa, en su nota más tenue y apagada, da un aire coquetón al conjunto, que se convierte en interesante y misterioso, si el transeunte es impresionable y ve, detrás del visillo alzado de la sala, dos ojos criollos, que ven sin mirar y hablan sin voz. Desgraciadamente, en esta casita de la calle de Moreno, en cuyo umbral se había sentado Pampa, no se veía tras los visillos más que la figura acartonada de misia Casilda, en las tardes de los días festivos... La calle, con ser central y la hora temprana, estaba desierta; el frío era crudísimo. Miraba al cielo la pequeña india, como en éxtasis; los cohetes subían tan alto, que parecía iban a agujerear la negra bóveda. El chico del almacén salió para un recado, y al pasar echó la zarpa a los pelos ásperos de la muchacha, verdadera diadema de cerda, y la obsequió con un tirón, a guisa de saludo.

—¡Malo!—dijo ella.

—¡India!—dijo él.

Y se alejó, sacando la lengua. Al rato volvió.

—¡India, Pampa, china fea!—dijo adelantando la zarpa de nuevo.

Ella le pidió castañas; él la dió un puntapié. Y se marchó, soplándose los dedos: tanto frío hacía. La muchacha acabó por sentirlo: abrigóse como pudo, pegada a la pared, y cerró los ojos, para contemplar mejor las cosas lindas de la plaza: tanta bandera, tanta gente endomingada, los globos, la música y los cohetes... La fatiga del trabajo diario la venció y quedó dormida, en el umbral, dando al olvido el servicio de la mesa. Y como siempre que soñaba, veía a su madre, perdida, como sus hermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujo con fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestado de curiosos; sobre la cubierta el montón de indios sucios, desgreñados, hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado, cohibidos y temblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del marido; las madres, apretando a los hijos junto a los senos escuálidos y tratando de ocultar a los más grandes bajo sus andrajos... Y un militarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al reparto entre conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer del marido, al hermano de la hermana, y lo que es más monstruoso, más inhumano, más salvaje, al hijo de la madre. Todo en nombre de la civilización. Porque aquella turba miserable es el botín de la última batida en la frontera...

Detrás de los cristales de la puerta del comedor, apareció una sombra: la señora Casilda escudriñaba en la obscuridad; pero estaba la chica tan arrebujada, tan perfectamente escondida dentro de su refajo y enroscada, por así decirlo, sobre el umbral, que era difícil distinguirla. La señora repiqueteó con los dedos sobre el cristal y Pampa dió un salto, despertada bruscamente por este llamamiento, que ella conocía bien.

—¡Voy, niño, voy!—barbotó medio dormida.

Ambos puños en los ojos, entró sin darse mayor prisa. ¡Vamos! no la dejarían tranquila nunca.

En el comedor, don Pablo Aquiles ocupaba todavía el sillón y misia Casilda había vuelto a sentarse en el sofá, sus manos de cera extendidas sobre la falda negra; se esperaba al niño, a Quilito, que había subido a su cuarto y nunca acababa de bajar a comer. La cocinera asomó dos o tres veces su cara encendida.

—Espere usted que el niño baje—decía la señora con su voz de flauta.

Entretanto, don Pablo Aquiles volvía al tema que tanto le preocupaba: su inasistencia al Tedéum. ¿Cómo presentarse a la luz del día con un frac descolorido, deshilachado y remendado? ¿y la galera color de cucaracha, con golpes de grasa atornasolados? ¿y el pantalón, con rodilleras y flequillo? ¿y las botas, con puertas y ventanas, para comodidad de los dedos y recreo del calcetín? ¡Siquiera fuese permitido ir a tales solemnidades en traje de paisano, con chaqué o chaqueta, pantalón a cuadros y sombrero hongo! Pero su traje de ceremonia estaba verdaderamente indecente, más gastado por el tiempo y la polilla, que de haberle llevado a cuestas; la chistera no sufría ya la plancha, porque había perdido el pelo y las botas estaban en manos del remendón de la esquina, por más que decía Quilito, y era peritísimo en la materia, que el becerro no sienta al frac y el charol, de no ser nuevo, no sirve para maldita la cosa. Y vaya un modesto empleado de ochenta pesos al mes, que tiene que sostener una familia, y dar carrera al hijo único, que, por tratarse con lo más granadito de la sociedad, está obligado a presentarse con decencia; vaya, digo, un empleadillo de éstos, a mandarse hacer un frac cada dos carnavales y a gastarse la asignación mensual para cigarrillos del niño en botas de charol, con que poder ir a cortejos oficiales. En el Ministerio, habíale recomendado el jefe que no faltara.

—Vargas, que no deje usted de venir. Vargas, que ya sabe usted que a S. E. le complace que vengan todos los empleados.

Prometió ir, pero no fué. No fué, porque no pudo; porque los ochenta pesos de su sueldo no le alcanzaban para comer, pagar la casa... y las cuentas de Quilito, la esperanza y el orgullo de la familia. ¿Qué le diría el jefe al día siguiente? Iba a entrar en la oficina sin hacer ruido, tratando de no llamar la atención, y sin chistar se sentaría en su despacho y trabajaría hasta las seis, sin levantar cabeza. Y si a la hora del te, en que pasan los negros con las bandejas repletas de tazas, venía el jefe, como de costumbre, a liar un cigarro y echar un párrafo, le daría cualquier excusa, porque él era hombre tan estricto en el cumplimiento de sus deberes, que consideraba falta grave haberle dicho que iría y no haber ido. Volviéndose a su hermana, más atenta a sus manos que a su discurso, exclamó:

—¿Quién diría que un Vargas, Casilda...?

No concluyó la frase, pero sobrada elocuencia tenía el movimiento melancólico de su cabeza. Cuando se ha tenido y ya no se tiene, el pan negro se hace más amargo y el blanco más deseado, y los Vargas lo habían comido sobre manteles de holanda...

—Ese Quilito que no baja—dijo impaciente la tía.

—Estará acicalándose para la función de gala—contestó don Pablo Aquiles,—ya que no ha podido ir su padre al Tedéum, que luzca el niño su frac nuevo en Colón.

El día anterior lo había pagado, juntando algunos picos sobrantes de meses atrasados, retardando la cuenta del almacén y del carnicero y pellizcando en la caja del Ministerio, gracias a la complacencia del habilitado y correspondiente recibo por adelantado de sueldos. Porque Quilito, un Vargas, no podía andar vestido de cualquier manera, sino como correspondía a su origen, y a sus relaciones y a su porvenir. Que en la chimenea faltara leña y carne en el puchero; pero la camisa de Quilito, el sombrero de Quilito, las botas de Quilito y el traje de Quilito, habían de ser de la más irreprochable elegancia y novedad. Y no se sufragaban sus gastos de coche y palco, porque lo proporcionaban sus amigos, hijos de millonarios todos, y por ende, riquísimos. ¡Válgame Dios! pensar que Quilito fuera a apolillarse en una oficina, se embruteciera en una estancia o se degradara en el comercio... ¡Un Vargas! El niño estudiaba leyes y sería abogado, y estamparía su título sobre plancha de bronce, en la puerta de calle, como muestra de sacamuelas. Y esto tenía que ser el punto de partida de sus brillantes destinos. Lo que no sabía el padre, ni lo sabía la tía, que le mimaba como no lo hubiera hecho su propia madre, es que el niño no parecía por la Facultad y seguía estudios menos académicos en aulas más favorecidas.

Siempre que don Pablo Aquiles volvía de la oficina, éste era el tema favorito de conversación con su hermana; sentado al lado de la lumbre, cuando había leña, y mirando melancólicamente los pajarracos de la pantalla de chimenea, cuando ésta estaba apagada. Pero en esta noche del 25 de Mayo, no era sólo su falta en el cortejo lo que le preocupaba: había tenido un encuentro aquel día, ¡y qué encuentro! en la calle Florida, en el sitio más frecuentado, cuando iba él más distraído; ¡cataplúm! la gente esa, la familia de Esteven, frente a frente, a pie, en la misma acera; la mamá y las dos niñas, tan esponjadas y orgullosas, que rebosaban de la acera. Aquí misia Casilda dejó de mirar sus manos, y se puso pálida, muy pálida.

—Y ¿qué hiciste?—preguntó ansiosa;—cruzarías la calle, sin mirarlas.

—Me quedé plantado—contestó don Pablo Aquiles.

La señora protestó. Siempre había de ser el mismo. Haberse hecho el indiferente, y seguir su camino, como si tal cosa, canturriando algo para darse aplomo; que, al fin y al cabo, quien debiera perderlo era ella, Gregoria, como mujer y casi cómplice del picaronazo de su marido. Pues ¡qué! no era la primera vez que ella se las había encontrado, no en la calle, frente a frente, sino en tiendas, lado a lado, viendo telas y regateando con el dependiente, como si no tuvieran lo poco suyo y lo mucho de los otros, total, una gran fortuna; y sin embargo, ella... tan tranquila. No tenía por qué ponerse colorada y a soberbia nadie le ganaba. Con esto, estaba misia Casilda tan agitada, que su cara de muñeca se había encendido, hasta el punto de hacer dudar de su aserto.

—Pero, Casilda—dijo don Pablo Aquiles,—es nuestra hermana, ¿podremos negarlo?

—Sí, lo niego; el parentesco no lo hace la sangre, sino el cariño, ¿qué quieres? yo soy así.

¿No era cosa que clamaba al cielo que, mientras ellos comían los mendrugos de la miseria, él, atado al potro de una oficina, esclavo de un sueldo miserable y expuesto el día menos pensado a un puntapié del ministro; ella, lidiando con el trajín de la casa, sin más criados que aquella indiecita y la italiana, remendando ropa, punteando medias y hasta fregando cacerolas, si era menester; Quilito, ese pobre muchacho, obligado, muchas veces, a hacer mal papel entre sus amigos, él, que nació entre encajes; los Esteven, ladrones de su fortuna, se regalen y se den la gran vida con lo que no es de ellos, con lo que han robado, sí, señor, robado? Daba a esta palabra tal acentuación, que parecía un latigazo. ¡Y luego, pretender perdón y olvido! Bastante se había hecho con evitar el escándalo, no acudiendo a los tribunales, contentándose con romper toda relación. En cuanto a Gregoria (no quería llamarla Goyita, como antes, porque no lo merecía), había demostrado tener menos corazón y menos entrañas que el bribón de don Bernardino; porque éste no tenía en sus venas sangre de los Vargas, y por eso la chupaba sin remordimiento, pero ella era Vargas por los cuatro costados, y sin embargo, le ayudaba a chuparla. ¿Había nunca pronunciado una palabra de reconciliación? ¿No se había mantenido encastillada en su orgullo, fulminando con su insolente desprecio a sus hermanos despojados?

Don Pablo Aquiles callaba, convencido de la verdad y justicia de aquellas lamentaciones. Y misia Casilda, tan bondadosa y tranquila siempre, una malva, según la expresión de sus amigos, honroso calificativo de que rara vez es merecedora una solterona, no podía estarse quieta, porque aquel tema de los Esteven la sacaba de sus casillas; movía los vasos, cambiaba los platos, con movimientos nerviosos, sin fijarse donde colocaba los objetos, hablando a borbotones. Seguro que aquella noche iban a Colón, como que tenían abono a palco bajo, con mucho relampaguco de piedras y mucho crujir de seda; entretanto, ellos comerían su carbonadita en paz y gracia de Dios y se acostarían a la hora de las gallinas, para no gastar mucha luz, pues el gas está cada día más caro. Aquí, una copa se quejó tan dolorosamente entre los dedos de la señora, que cayó partida en dos sobre el mantel, detalle en que no paró mientes misia Casilda, tan sobreexcitada y fuera de sí estaba. ¡Si le parecía que fué ayer la muerte de Pilar; la venta de la casa paterna, calle de Méjico; la desaparición de muebles, alhajas y efectivo entre las manos de don Bernardino, el albacea de la testamentaría, el depositario de la confianza de los tres herederos! ¡que fué ayer cuando quedaron casi sin techo, obligado él, don Pablo, a acudir a la influencia de los amigos, para calzar un empleíto, que ayudara a tirar adelante! que fué ayer cuando Esteven, con el luto todavía del suegro, se presentó en la casa, y después de mucho preámbulo y mucho carraspear, les mostró no sé qué papelotes y leyó no sé qué cuentas... total, que les entregó unos veinte mil pesos, la parte de la herencia que les correspondía; pues lo demás se había ido entre escribanos, abogados y papel sellado. Entretanto, los Esteven subían, subían y subían, como globo hinchado por el gas, y hoy era una casa en tal parte, y mañana dos y luego tres, coche, palco, caballos y mucho ruido y mucha bambolla. ¿De dónde salían estas misas? ¿Era de los negocitos del marido, de los picholeos equívocos, de la jugarreta de Bolsa? A otro, que no cuela. En dos años que duró el arreglo de la testamentaría, por el incidente aquel del pretendido hijo natural, don Bernardino había encontrado medio de acapararlo todo, de devorarlo todo, insaciable, como lobo hambriento. ¡Diríase que hay un Dios para los pícaros! Y don Pablo Aquiles que escuchaba, en silencioso coloquio con las cigüeñas de la pantalla, cerró el capítulo de las lamentaciones de su hermana, exclamando sentenciosamente:

—Lo que hay, Casilda, lo que hay, es que los pillos reciben su recompensa en este mundo y los buenos tienen que esperar al otro para alcanzarla, y según es ésta de problemática y aquélla de positiva, casi le vienen a uno ganas de encanallarse, ya que de los pillos es el reino de la tierra.

Catalina, la genovesa, avisó una vez más que la comida se pasaba.

—¿Y ese Quilito? ¿qué hace ese muchacho?

—Iré yo a llamarle—dijo la señora.

Salió y subió a las habitaciones altas, donde encontró al niño de la casa, a medio vestir todavía, plantado delante del armario de luna, a tirones con la corbata, que no conseguía poner a su gusto.

—Pero, ¡Quilito!—dijo la señora en la puerta,—¿acabarás?

—Entre usted, tiíta Silda, así me ayudará a atar la corbata.

Era él delgaducho y endeble, rubito y anémico, los ojos azules, muy grandes y muy abiertos, ojos de tonto o de inocente, como angelote de retablo; estatura, menos que regular; señas particulares, ninguna... al parecer. El cuarto era una liorna: las prendas de vestir se veían desparramadas por el suelo y sobre los muebles; todos los cajones abiertos y el espejo del lavabo tan salpicado del agua de la palangana, que parecía sudar de fatiga; un ligero tabique dividía la habitación en dos: la primera hacía las veces de despacho o pieza de estudio, con una mesa en el centro, en que andaban revueltos los libros y los papeles, advirtiéndose más novelas que textos y más álbumes de fotografías que cuadernos de apuntes; y la segunda, alcoba y gabinete a un tiempo, con el techo muy bajo y las puertas muy estrechas; todo modesto, casi humilde, pero aseadísimo, como que la escoba y el plumero de Pampa hacían maravillas, bajo la inteligente dirección de misia Casilda.

—Vamos a ver esa corbata—dijo la complaciente tía,—y acabemos de una vez, que tu padre espera.

Y mientras anudaba los lazos a su gusto, con tal esmero que ponía en ello sus cinco sentidos, el joven, con la cabeza echada atrás para facilitar la operación, se impacientaba porque aquello concluía nunca. Al fin estuvo listo, se miró y se remiró; ahora el chaleco, luego, el frac...

—¿Sabe usted, tía, que me ajusta un poco? ¡Qué sastres!

Entretanto, la señora había quedado parada delante de un grabado puesto en la cabecera de la cama, en lugar de la imagen de San Pablo, que yacía descolgada irreverentemente de su clavo. Y había por qué quedarse parado, pues el tal cuadrito representaba una dama en traje tan primitivo, que no podía darse más, ¡qué horror!

—Pero, ¡Quilito!—exclamó la tía escandalizada,—y aquí entra esa criatura y verá esta vergüenza.

Y él, sin volverse, muy tranquilo:

—Si es la Verdad, tía, o la Fuente, que no lo sé bien, ¿puede darse nada más natural?

Indudablemente, en cuanto a natural, lo era, y aun sobraba.

—¡Cómo estará Colón esta noche, tía!

¿Por qué no iba ella a la cazuela? Mucho calor y mucha gente, pero una noche de las fiestas Mayas no debe desperdiciarse. El tenía una butaca, que le había regalado, ¿a qué no sabía quién? ¡Jacintito Esteven! Este nombre hizo en la tía el efecto de una picadura. Si ya sabía que andaba en grande con el chico de Esteven, pero ella no se lo perdonaba, porque no debía olvidar que aquella familia era enemiga de la suya y la causante de la triste situación en que se hallaban.

—Pero, ¿qué culpa tiene Jacintito, tía Silda? Es un excelente muchacho, muy alegre y muy trabajador, a pesar de su fortuna; ¡ha puesto un escritorio de corretajes en la calle Piedad!

Con la tía Goya era otra cosa; él no la saludaba, y en cuanto a don Bernardino, no hacía aún dos días le había tomado la acera, dispuesto a armar camorra. Bien sabía Jacinto que él no podía verles, a causa de los disgustos de familia, pero no por eso eran menos amigos; todas las tardes se reunían en el escritorio, y allí discutían si debían entrar o no en la jugada bursátil del día. Porque él jugaba en la Bolsa, sí, señor, convencido de que la carrera de abogado no le sacaría nunca de pobre, y de que, después de mucho romperse la cabeza, alcanzaría un título, que no sirve de otra cosa, que para adorno del apellido, y se vería obligado a mendigar un empleo, que no conseguiría sino a fuerza de hacer antesala a mucho tipo con influencia y sin educación, y de gastar saliva y paciencia. El tenía que ser rico, abrigaba el firme propósito de serlo y lo sería. Y del modo más fácil, sin matarse trabajando, ni vaciándose el cerebro; sin que sufran ni los brazos ni los sesos; juego a la alza, sube el oro, gano; juego a la baja, baja el oro, gano. Y se necesita ser muy torpe y muy desgraciado, para que suceda lo contrario. Si la suerte le favorecía, bueno; si no... se pegaba un tiro. Tan cierto, como ahora es de noche.

Misia Casilda tomó a lo serio aquello y se asustó. ¡Vaya un bonito modo de pensar! Quién le metía a él en la Bolsa, sin experiencia y sin fondos, porque, sin duda, para comprar oro y comprar acciones, y jugar a la baja o a la alza, como él decía, se necesita tener con qué; lo mismo que en la ruleta de los garitos. El joven se rió.

—Pues no, no se necesita, y ahí está la gracia. Se da orden al corredor de comprar tanto o cuanto, y una vez hecha la operación y llegado el día de liquidar, se deducen las ganancias o las pérdidas, y en caso de mala suerte se paga o no se paga.

Perfectamente. Para pagar se necesita dinero y para no pagar, no tener vergüenza, y como ella sabía, que escaseaba tanto de lo uno, como le sobraba lo otro, pues no podía creerse otra cosa, le aconsejaba que se dejara de alzas y de bajas y se ocupara seriamente de sus estudios, que debían andar muy descuidados con aquella manía de la Bolsa, que le había entrado. Si no hay cosa mejor que ganarse el pan honradamente, por sus cabales, con tesón, sin impaciencias ni desfallecimientos, que así se va lejos, y de golpe y porrazo no puede hacerse nada bueno. Quilito volvió a reírse.

—Mire usted, tía, no de otra manera se hacen fortunas en Buenos Aires; ahí tiene a fulano, a zutano y a mengano: ¿dónde se han hecho ricos? ¿detrás de un mostrador? No, en la Bolsa. Ayer no poseían un centavo y hoy se les saca el sombrero. Yo quiero hacer como ellos y ser como ellos.

Bien se veía que el tal Jacintito le había imbuído aquellas ideas; ¡si siendo Esteven no podía ser bueno! Quilito ensayaba el frac delante del espejo. ¡Cuán equivocada estaba! era excelente... y luego tan cariñoso con sus hermanas, y Susana y Angelita se lo merecían todo, francamente. ¿No le parecía que los faldones no caían bien?

—Lo que no cae bien—replicó con acritud misia Casilda,—es tanto elogio de osa gente en tu boca.

—Convénzase usted, tía, que es porque no les conoce; los viejos serán todo lo que usted quiera, pero los hijos son diferentes.

Susana y Angelita eran las muchachas más bonitas de Buenos Aires, sin exageración; en Palermo no se veía nada mejor. Luego, con una educación de primera, amables, sencillas... Siguió ensartando alabanzas, hasta que la señora se impacientó.

—Mira, Quilito, que no seremos amigos, si no dejas ese tema; ya sabes cuánto me desagrada.

—¡Oh! tiíta Silda... ¡pues no faltaba más!

Estampó un beso sonoro en la lustrosa mejilla de la señora, acompañado de cariñosos palmoteos en la espalda.

—Eres un loco, ¿cuándo sentarás el juicio?

No le quitaba ojo, admirada de su aire desenvuelto y de lo bien que le caía el traje de etiqueta; la luz del gas le volvía más pálido y señalaba sus profundas ojeras, esa huella de las malas noches que no puede ocultarse. El, mientras hacía jugar el resorte del claque, ensayaba la petitoria de ordenanza, algo para llevar en el bolsillo, dos pesos siquiera, que le prometía devolver intactos; como después del teatro, es fuerza ir a tomar cualquier cosa al café y cuando llega el momento de pagar al mozo, es costumbre echar mano a la cartera, discutiendo con los amigos el mejor derecho a satisfacer el gasto, él, siempre que llegaba el caso, mostraba el billete sin soltarlo, mientras daba tiempo al vecino de saldar cuentas. ¡Qué papel iba a hacer aquella noche si no tenía dinero que mostrar! dos pesos siquiera... la tía era bastante rica, porque poseía su rentita de las cédulas hipotecarias y el alquiler de la casita aquella. ¡Buen alquiler te dé Dios! cien pesos, que el inquilino, un herrero con más hijos que días tiene el año, no le pagaba nunca, siempre llorando lástimas y pidiendo prórrogas. Sí, ¿pero las cédulas? eso es seguro.

—Tiíta Silda, se los devolveré intactos.

Así decía siempre, y luego venía con esto y con lo otro, pero con las manos vacías. ¿Qué había hecho de los veinte pesos de la semana anterior? Quilito, con la cara muy afligida, dijo que los había gastado en muchas cosas, en muchísimas cosas, en libros, por ejemplo... Bien está, le prestaría los dos pesos, pero con la condición que no había de tirarlos de mala manera. Y mientras el joven intentaba hacerla dar unas vueltas de vals, en señal de regocijo, ella le espetaba el sermoncito con que solía sazonar sus dádivas. Más seriedad y más contracción al estudio; la vida que llevaba, no era conveniente para un mocoso que no tenía pelo de barba; aquellas trasnochadas frecuentes, sobre todo, debían concluir, por su salud y por su nombre. Que no le viniera con dianas, que ella se sabía bien que a las tantas no se vuelve de la iglesia, y no pusiera en el duro trance a su padre de quitarle la llave de la puerta de calle que, por mal de sus pecados, había conseguido ella se le diera antes de cumplir los catorce años. Luego, ¡menos gastos! ¡si en aquella casa nunca se acababa de pagar sus cuentas! ¿se figuraba, acaso, que tenían algún tesoro escondido? Ni la rentita de las cédulas, ni el sueldo de don Pablo alcanzaban para cubrirlas. La situación de la familia no permitía aquellas ruinosas liberalidades, de que él abusaba; ¿a dónde iban a parar por aquel camino? El joven dió un bostezo.

—¿Tiene usted, tiíta, el dinero a mano?—preguntó.

Y mientras la señora buscaba en el bolsillo, él largó las botaratadas con que siempre respondía a tales prédicas: si no había que apurarse por tan poca cosa, cuando él trabajaba por echar los cimientos de la fortuna de la familia, y lo conseguiría en un dos por tres, porque además de sus operaciones de Bolsa, tentaba al demonio de la lotería, comprando un numerito en cada jugada. Ya verían cuando entrara por aquellas puertas, con la gran noticia: ¡el número tantos, su número, con tantos miles de miles de premio! ¡o en tal venta de acciones, han resultado cuántos millones de ganancia! todo así, de la noche a la mañana. Hacerse rico de otro modo, no tiene gracia. Se desloma uno sobre el yunque, suda el quilo, gasta su juventud, y cuando la mano tiembla y el cuerpo no puede tenerse en pie, alcanza el fruto de su trabajo, ¿de qué le sirve entonces? ¡para pagarse el responso y hacer gozar a los demás! No se vería él en ese espejo. Mascar mientras haya dientes, porque a boca desportillada sabe mal el mejor bocado. Pronto iba a cumplir veinte años: pues antes, mucho antes de cumplirlos, sería rico o por lo menos estaría en vía de serlo. Y entonces...

—¡No le digo a usted nada, tiíta, no le digo nada!

La señora le oía y se reía. ¡Qué cabeza más destornillada! era un tarambana, y nunca haría cosa de provecho, si no tenía más juicio y no dejaba de lado aquellas ideas de fortunas improvisadas, que le quitaban el sueño. Dióle el billete de dos pesos, que sacó de su cartera de tafilete, a tiempo que don Pablo Aquiles golpeaba las manos en la puerta del comedor, impaciente. Tía y sobrino bajaron la escalerilla, encontrando en el patio a Pampa, que pasaba con la sopera humeante en las manos; ya don Pablo Aquiles se había sentado a la cabecera de la mesa y desdoblaba con calma la servilleta.

—¿Qué es esto, caballerito? ¡cómo se hace usted esperar!

Minia Casilda ocupó su asiento, mientras Quilito sacaba los guantes del bolsillo interior de su abrigo, arrojando de paso una mirada a la mal provista mesa: el mantel, remendado a trechos, no alcanzaba a cubrirla; la vajilla era de loza, tan maltratada, que el borde de los platos parecía haber estado expuesto a los mordiscos de hambrientos canes; los cubiertos, desdentados los tenedores y gastados los cuchillos.

—Yo no como aquí—dijo el joven, enfundando las manos en sus guantes, como en el Café de París, con unos amigos.

¡Muy bien! ¿y para eso había hecho esperar tanto tiempo? ¡Ir a comer fuera, cuando la tía se había esmerado tanto en la confección de aquellos hojaldres, que olían deliciosamente, recién saliditos del horno! Quilito dijo que tenía un compromiso anterior con los tales y los cuales, citando media docena de nombres del más legítimo high-life, y mientras sacaba con negligencia un grueso habano y se disponía a encenderlo, añadió, dirigiéndose a su padre:

—Esta tarde encontré a tu jefe, el Subsecretario, y me preguntó si estabas enfermo; le dije que sí, ¿he hecho mal?

—No, señor, perfectamente.

¿De qué otro modo disculpar su falta? Ya se encontraría bueno al día siguiente, para preparar la mejor excusa. Tomó una fuente de manos de Pampa, y al colocarla sobre la mesa, insistió sobre aquello de los hojaldres:

—¡Ea, anímate, muchacho! que esto vale más que tus trufas del Café de París.

—Si él es muy francés—dijo la tía,—y desprecia estas cosas.

Don Pablo Aquiles le miraba sonriendo y no se hartaba de contemplarle; ¡qué buen mozo y qué elegante era! tenía los ojos de su madre, aquella Pilar tan amada, que tanto le había hecho sufrir, y también su genio, un polvorín de explosiones sin consecuencia. Entretanto, el joven había tomado pie del dicho de misia Casilda, para fundar sus teorías gastronómicas y anonadar con sus invectivas a la humilde cocina casera... mucha grasa, mucho aceite y ningún aparato; una fuente que se presenta en la mesa sin adorno, es como un comensal que se sienta en mangas de camisa. La señora empezó a toser, a causa del humo del cigarro; daban las siete.

—Buenas noches—dijo Quilito.

Y salió, haciendo resonar sus tacones sobre las losas del patio.

—¡Que te diviertas!—gritó el padre.

—¡Que no vuelvas tarde!—apuntó la tía.

Concluyó tristemente la modesta comida; con el último bocado se levantaron y Pampa entró a quitar la mesa. Siempre sucedía lo mismo, cuando faltaba el niño; era él el alma, la luz, el calor y la alegría de la casa, y sabía con su picante charla entretener a los viejos, que babeaban, escuchándole; ¡qué de cosas refería, qué ideas las suyas y qué pico de oro aquél!

—Casilda—dijo don Pablo Aquiles a su hermana,—voy a salir; cuidado con la reja del zaguán, y no dormirse hasta que yo vuelva, que no será tarde.

Abrigado en su ruso, que llevaba más de seis inviernos encima, salió a dar su paseíto higiénico de costumbre; podía él perder la sobremesa, y aún la lectura de los diarios vespertinos, pero no su paseo de digestión, que ocupaba lugar preferente en su programa de cada día.

Nadie hubiera dicho que era aquélla, noche de popular regocijo, en que se celebraba una fecha memorable, tales eran la soledad, la tristeza y el silencio de la calle. Verdad es que la casa de don Pablo Aquiles quedaba un poco al oeste y lejos, por lo tanto, del centro del bullicio, pero él pensaba lo que era en sus tiempos aquella fiesta: de día, pruebas, palo jabonado, rompe-cabezas en la Plaza de la Victoria, y fuegos artificiales, por la noche. ¿Qué digo en sus tiempos? hasta hace poco se cumplía idéntico programa. Pero, como si la ciudad se avergonzara de que el extranjero la vea celebrar sus solemnidades a la moda de aldea, aquellos populares festejos se han desterrado a los barrios extremos, y ha quedado la gran plaza solitaria y fría, en medio de los resplandores de sus luces de gas. Don Pablo Aquiles no estaba por estas innovaciones; pensaba en el entusiasmo que presidía entonces a las fiestas: en las pruebas, de día; en los fuegos, de noche, que servían de pretexto para animada tertulia, no de soldados y niñeras, compadritos y pilluelos, sino de damas principalísimas, que no tenían a menos descender de sus salones a la arena de la plaza. ¡Cuánta mirada de amor, cambiada entre dos volteretas del acróbata! ¡Cuánto pacto amoroso, sellado durante el colosal incendio de un castillo de colores! ¡Qué alegría entonces! los balcones ostentaban colgaduras y las ventanas ramos de olivo y de laurel; las músicas recorrían las calles, y el himno nacional resonaba en todas partes; dentro de su pecho, cantaba también el amor su himno y el nombre de Pilar aparecía asociado al de la patria en aquel día de tantas emociones. Después... los desengaños, la miseria, la vejez. ¿Qué mucho que le pareciera ahora, todo negro y todo triste? Pero él no lo atribuía al lente de su pesimismo, y se decía:

—O ya no hay patriotas, o el cosmopolitismo va ahogándolo todo.

Seguía su camino, apoyado en el bastón, mirando, con burlona sonrisa, los colgajos de las tiendas de carne y comestibles: las ramas de sauce de la puerta, los faroles de papel de la muestra y la vistosa exposición del escaparate; en las casas, muy pocas banderas se veían, pero conforme iba acercándose a las calles centrales, los establecimientos públicos y los comercios de lujo resplandecían de luces: en el borde de las cornisas, a lo largo de las columnas, en balcones y ventanas, ya en haces, ya sueltas, encerradas en bombas de cristal azul y blanco. Pero, la nota del entusiasmo popular no resonaba en parto alguna; el silencio y la falta de animación contrastaban con el alegre espectáculo de las iluminaciones. Hacía aquello el mismo efecto que un salón de baile, adornado y dispuesto para la fiesta, al que faltan los convidados. Con el estruendo de costumbre sobre el malísimo empedrado, pasaban muchos carruajes, cuyos cristales, empañados por el frío de la noche, dejaban apenas percibir la blanca forma de una dama de copete; y seguían los tranvías su trotar monótono, entretenido el conductor en regalar el oído de los viajeros con espantables sonatas de corneta.

Al entrar don Pablo Aquiles en la plaza de la Victoria, quedóse un rato, embobado como un chiquillo, mirando las luces y las banderas. Y cátate que cuando más distraído estaba, deslumbrada la vista por los resplandores del Cabildo y de la Catedral, sintió a su espalda el galopar violento de soberbio tronco y al volverse, vió a Quilito, a su hijo, seguir, pegado a la pared, el carruaje que pasaba. ¿Quién diablos iba en aquel carruaje? Vióle don Pablo llegar a Colón, abrirse la portezuela y bajar dos niñas de blanco, que al punto no reconoció, y luego... misia Goya y don Bernardino Esteven, llevando detrás, como cosido a sus talones, al mismo, al mismísimo Quilito. ¿Era casualidad? ¡Lo que le dió aquello que pensar! Volvióse mohino, con la boca amarga sin saber por qué, tan preocupado, que tropezaba en la acera con las bandadas de lindas muchachas, que se dirigían al teatro, ávidas de presenciar la función de gala. Echóse al medio de la calle, para caminar con más desembarazo.

Cuando llegó a casa, Pampa dormía otra vez en el umbral de la puerta.

II

Todos le han conocido, de lejos o de cerca, de vista o de oídas. Don Aquiles Vargas, el primer Aquiles de la familia, padre de don Pablo y abuelo de Quilito, tuvo tienda muchos años en la que se llamó calle de Mendocinos, y en tiempos en que todo andaba revuelto y no se contaba segura la cabeza, supo hacer fortuna comerciando en géneros de las provincias. Era unitario puro, aunque llevaba el chaleco rojo de los federales, pues él decía que para andar entre lobos, es preciso disfrazarse de tal, y tan bien le salió la práctica de este consejo, que salvó piel y fortuna y vino a morir, ya anciano, en olor de millonario. Había casado muy joven con una niña de familia, sin belleza, sin voluntad y sin criterio propio, que veía por los ojos de su marido; tan tonta, sosa y descolorida, que era como cuerpo sin alma o lámpara sin aceite, precisamente el conjunto de cualidades que debía reunir una mujer, para poder desempeñar el pesadísimo cargo de esposa, ante Dios y los hombres, de don Aquiles Vargas. Porque don Aquiles Vargas, de suyo honradote y trabajador, de alegre carácter en corro de amigos y hasta galanteador de afición en sus horas perdidas, tenía un geniecito que no había quien le aguantara en la casa, y sólo una mujer de las condiciones apuntadas, sorda, muda y ciega, podía salir airosa de tan difícil cometido. Los que le han conocido, en la puerta del registro de la calle Florida, arrellanado en ancho sillón de rejilla, con su chaleco floreado y sus zapatos de paño, echando piropos a las muchachas y llevando la batuta en aquel concierto de viejos babosos y apolillados, no se imaginarían que setentón tan decidor y risueño era una fiera en su casa. El había de reñir con todos, con la mujer, con los hijos y con los criados, con pretexto o sin pretexto, y en ocasiones con todos a la vez porque era hombre muy bien templado. Aunque unitario por simpatía, nunca se metió en dibujos políticos y pasó la mayor parte de su vida doblado sobre el trabajo, sin más distracciones que llevar el pendón de la cofradía, de que era protector, o las andas del santo, en la procesión del titular, porque era creyente de boca abierta, y chismorrear en el citado mentidero. ¡Quién le ha visto con el escapulario sobre el pecho, pequeñito y regordete, avanzar entre dos hileras de cirios, sudando bajo el peso del aparatoso estandarte, tan hinchado y satisfecho de su papel, que parecía creer que el incienso y las genuflexiones se ofrecían a su excelsa persona! Cuando murió su mujer, sin hacer cama ni gastos de botica, como vela que apaga invisible soplo, nada varió en la casa, porque la falta de aquella bienaventurada apenas se echó de ver: don Aquiles dió a las iglesias abundantes limosnas por misas y novenarios y las cosas siguieron su corriente acostumbrada.

Don Aquiles vivía en la calle de Méjico, pues la antigua casa en que tuvo su tienda, fué vendida y derribada; y aunque alejado del comercio, metía baza en negocitos fáciles y sin peligro, pero sin caer en el pecado de la usura; él no tenía más defecto que su genio endemoniado y aquella manía de las cosas religiosas, que secaba su corazón y descarrilaba su buen sentido.

En aquel caserón de la calle de Méjico, que más parecía dependencia de cuartel que habitación de familia, de techo de teja abohardillado y ventanas voladas de gruesos barrotes, vivió, pues, muchos años el viejo don Aquiles, con sus tres hijos: Gregoria, la mayor; Pablo Aquiles, el varón, y Casilda, la menor, no la vida de paz del hogar, seguramente, porque allí se andaba de zarpa a la greña todos los días de la semana, a causa de la mala educación de los hijos y el carácter atrabiliario del padre. Este era duro, inflexible y tiránico, más bien juez de su hogar, que padre de su familia; de aquellos que no inspiran cariño y respeto, sino miedo y terror a los hijos; que usan el azoto, el encierro y el ayuno, como medios de represión. Cuando se presentaba en el espacioso comedor, a la hora de la cena, que es la hora de las expansiones, los hijos se ponían de pie; las mujeres, acoquinadas y silenciosas; el varón, nervioso y temblando, y eso que gastaba barbas; el padre hablaba cuando lo tenía por conveniente, y los hijos escuchaban y callaban; no había discusión de temas, ni intercambio de ideas; a una pregunta, una respuesta y otra vez el silencio. En una ocasión, Gregoria contestó de mal talante y el padre le arrojó un pan a la cara, bañándosela en sangre; el varón estuvo desterrado quince días de la casa, por igual delito. Sólo se reunían a la hora de la mesa y cuando él no salía a la calle no permitía el menor ruido, ni que tocaran el piano las niñas; las ventanas debían estar siempre cerradas y la puerta no se abría, sino a muy contadas personas. Ni visitas, ni teatros; muy pocos paseos; ningún vino en las comidas y ayuno todos los viernes y demás días de abstinencia. Con la edad y los achaques, se volvió tan santurrón, que oía misa a diario, obligando a acompañarle a los tres hijos, Pablo Aquiles el primero, con el libraco de horas, en la mano. No entraban en la casa sino sotanas; y de tal manera la admisión de seglares estaba prohibida que, cuando Gregoria echó novio, no se sabe cómo, en medio de aquel cautiverio, aunque para esta clase de pesca las mujeres son muy duchas, se vió y se deseó para comunicar con él. Seamos francos: ni Gregoria, ni Pablo Aquiles tenían mejor carácter que el padre; Gregoria, sobre todo, a quien una simple contradicción producía una pataleta, en que se mordía los puños de rabia impotente; Pablo Aquiles desdeñaba el estudio, y sin talento ni aspiraciones, se había dedicado a la más cómoda de las carreras: la de heredero de ricacho; y si no de genio tan violento como su hermana, luchaban ambos, sin embargo, en encarnizado y fraternal combate, no dejando vaso que romper, ni porrazo que dar, cuando el padre no estaba delante. Allí la bondadosa, la tierna y la delicada era Casilda, y por esta sola circunstancia era ella el pavo de la boda; sobre su humilde cabeza descargaban el mal humor del padre y las iras de los hermanos. Era tan poquita cosa, que se ahogaba en un dedal de agua, pero reconcentrada, como todos los caracteres tímidos, era a la vez rencorosa y no perdonaba fácilmente ofensas que considerase injustas. Pero, con esto, tan paciente, tan sufrida, que nunca se la oyó una palabra de censura contra su padre. Ni Gregoria ni Casilda eran bellas; rubias cenicientas ambas, y de ojos que ni eran verdes ni azules, ni tenían color definido; eran de buen talle y de mejor andar, más graciosa Casilda que Gregoria y más elegante Gregoria que Casilda. Fuese cuestión de temperamento o de gusto, Casilda no anduvo nunca en noviazgos; para ella no había más hombre que su hermano Pablo Aquiles, a quien adoraba, y que sabía corresponder dignamente a aquel afecto; si con Gregoria andaba a brazo partido, con Casilda estaba a partir de un piñón. Los tres hermanos gemían bajo aquel sistema carcelario; Pablo Aquiles, que tenía ya veinticinco años, no salía de noche sin permiso, y estaba obligado, bajo las más severas penas, a regresar a casita a las diez: antes de acostarse, registraba el padre en camisón y palmatoria en mano las habitaciones de los hijos; una noche estaba vacío el lecho del varón... Esperóle en el zaguán; y cuando entró, casi le desnuca del garrotazo. Había que recurrir al ardid, a la mentira, y todos tres, hasta la bondadosa, la tierna y la delicada Casilda, engañaban al viejo a las mil maravillas. Se hartaban de carne en los días de abstinencia, después de haber comido en la mesa pescado y legumbres; salían de paseo, a visitas y a compras, a las horas en que don Aquiles estaba fuera, exponiéndose a ser pilladas infraganti... Pero las tretas de Pablo eran las que ofrecían más peligro: después de la ronda nocturna y de haber fingido estar entregado al más profundo sueño, levantábase con precaución, vestíase con prisa y saltando por la ventana al patio, escabullíase a la calle, para no volver hasta el alba.

En lo que no valían tretas ni engañifas, era en lo de sacarle dinero al viejo; los domingos, después de misa, daba a cada uno de los hijos un billetito de cinco pesos, de los pesos de entonces, y hasta el domingo siguiente. ¡Atreverse a pedir más! ¿quién lo intentaba? Aunque ello sea en desdoro de Pablo Aquiles, diré que una vez pretendió meter mano en la gaveta del padre, pero la terca cerradura no se dejó violentar y aquí paró la tentativa. ¡Y qué hacer, cuando se tiene veinticinco años, la cabeza llena de ilusiones, el corazón de deseos y los bolsillos vacíos!

Figuraba en la no muy numerosa servidumbre de la casa, con el título, las atribuciones y preeminencias de ama de gobierno, una mujer ya cuarentona, hija de antigua criada de la familia, de esas criadas de antaño que nacían, vivían y morían a la sombra, protectora de sus patrones, la cual mantenía a su lado un niño, que el maligno rumor público susurraba ser obra y gracia de don Aquiles. Era feo el muchacho y antipático, por su facha y y por sus hechos; tenía vara alta y enredaba con todos, siendo el único que escapaba a las granizadas cotidianas del amo. Mientras vivió la mujer de don Aquiles, no se vió semejante mostrenco en la casa, pero así que aquella buena alma se marchó para no volver, por la misma puerta que ella salía, entró el chiquillo aquel, tan orondo y campante, como quien pisa país conquistado. Y desde aquel día, para él fueron las golosinas, los regalitos de imágenes y medallas y las caricias que el viejo santurrón escatimaba a sus hijos. ¡Lo que se dijo en el barrio, se repitió, se inventó y se propaló a los cuatro vientos! Ni Pablo Aquiles ni las niñas sabían nada, y si Pablo Aquiles lo había oído, no lo creía, más por repugnancia de semejante parentesco, que por falta de convicción o sobra de dudas; pero, como de casi todas las baraúndas domésticas era el niño el principal causante, por ser correo de chismes y tejedor de embustes, cuando el viejo estaba en la calle y la cara aceitunada de Pepa, la madre, no estaba delante, entre Pablo y Gregoria y Gregoria y Casilda le daban tal vuelta de azotes y rociada de moquetes, que quedaba el chico hecho un ecce homo, sin temor a las reclamaciones y reconvenciones posteriores. ¡Cosa rara! la madre, en estas circunstancias y en otras y en todas, no olvidaba su papel de mujer reposada, que todo lo tiene previsto y resuelto; cuidadosa de no ponerse mal con los niños, evitando todo choque con habilidad estudiada, acudía a calmar al inocente con un par de sonoras palmadas, que daban fin al asunto, aunque no al llanto de la víctima. Y era por la noche, según los dichos de cocina adentro, que elevaba Pepa hasta su señor sus quejas y obtenía el desagravio de las ofensas hechas, que se traducía al día siguiente en tempestad tan violenta, que parecía desplomarse la casa.

Aparte estos frecuentes nublados, la favorita no intervenía más que en los quehaceres de su cargo, sin despegarse de las niñas, a quienes acompañaba a la iglesia, tan melosa y solícita, que ellas no podían sufrirla. Los sucesos posteriores vinieron a desmentir este aserto, pero era entonces voz corriente entre la servidumbre, que esta mujer había logrado para sí y su hijo un lugarcito ventajoso en el testamento de don Aquiles y a guardar el puesto conquistado tendían todas sus artimañas.

Se ha dicho que Gregoria tenía novio. Cómo tuvo lugar aquella pesca milagrosa no se sabe; sin duda, el pretendiente, que era pobre, olfateó la herencia en un día de vagancia, como los perros hambrientos que huelen la carne de lejos, y se plantó en la esquina y rondó la casa e hizo todas las tonterías que en semejantes casos se hacen, pero no entró en la fortaleza, porque estaba bien guardada. Era Bernardino Esteven tenedor de libros, de familia obscura y sin más beneficio que su mezquino sueldo; de facha vulgar, pero listo y truhán, supo colarse en el corazón de Gregoria, por más que la tarea no fuese difícil, pues la pobre estaba tan harta de aquella vida de ayunos, sermones, gritos, cerrojos y amenazas, que al sacristán de la parroquia diera oídas, con tal de salir de su purgatorio. Y acá hace nuevamente su aparición el condenado hijo de la Pepa; ¡ay de la carta que caía en sus manos! Fisgoneaba en los pasillos y acudía a la esquina a espiar la llegada de Bernardino, vigilando que Gregoria no entreabriera la ventana de la sala. ¡Qué sustos pasaron ambos, qué sinsabores, y cuántas veces contempló de lejos el pretendiente la cara acongojada de su prometida, víctima de paternal corrección la víspera!

¡Lo que pueden el amor y el hambre, cuando van aparejados! Cansado de suspirar a la luna y de pasear su chaqué avellana por el barrio, ocurriósele a Bernardino robar a la muchacha, expediente muy socorrido en la vida y en el teatro. Los que han conocido, después al fastuoso Esteven, tan formalote y estirado, de una gravedad de campana mayor que toca a muerto, creerán que es pura invención y fantasía esta aventura de sus mocedades; pero no es así, sino verdad incontestable, que el señor Esteven tuvo sus veinte años, y sufrió las agonías del amor y los dolores del hambre, como cualquier mortal, y arrastrado e impulsado por estas dos invencibles fuerzas, quiso apoderarse por la violencia, y se apoderó, en efecto, de lo que de grado se le negaba. ¿Cómo? Aunque parezca mentira, Bernardino tenía su casa entonces, es decir, dormía bajo techado, y una hermana, muy mona, que se llamaba Pilar y cosía para fuera; ésta, que sabía los quebraderos de cabeza del joven, no cesaba de decirle:

—¡Mira, Bernardino, no eres hombre, si no te casas con la de Vargas!

Aguijoneado su amor propio por la frasecita ésta, y no hallando otra salida, se le metió en la cabeza aquello del rapto: una carta, un coche en la esquina, y andando; su casa sería el asilo, su hermana la guardadora y aquí paz y después gloria. Ante razones de tal calibre, tenía el viejo que ceder o reventar.

La carta llegó sin contratiempo a poder de Gregoria, que se pasmó de tal proyecto, quedando aturdida y sin saber qué hacer; vinieron a las manos su pudor y su cariño, el deber filial y su conciencia, y en esta lucha y en este sobresalto estaba, cuando llegó la hora de sentarse a la mesa. Anochecía. Don Aquiles había entrado de la calle tan regañón, que todos andaban con alas en los pies, huyendo el bulto; al ocupar el sillón de cabecera, notaron los hijos, con terror, que había nubarrones en el horizonte, y metieron los ojos en el plato, abriendo el paraguas de la resignación. La tempestad empezaba por movimientos violentos en la silla, paseo de dedos crispados por el mantel o por la calva, resoplidos, palmadas en el borde de la mesa... Algunas veces, se agregaba a estos síntomas, el retintín del tenedor sobre el plato o el baile de la copa, a la que hacía dar vueltas su mano de perlático... El criado servía, los hijos comían, o lo aparentaban, sin hablar, y el viejo, en tanto, rechazaba su ración, contentándose con la corajina que le andaba por el cuerpo y debía servirle de alimento. De repente, sonaba un trueno y caía el chaparrón, es decir, daba el padre un puñetazo y rompía a hablar, en períodos entrecortados... Aquella noche, le tocó el turno a la infeliz Gregoria, a quien llamó desvergonzada, terca y mala hija, comparándola a las mucamas de barrio, que pelan la pava por la ventana con el novio descamisado o hacen señas a los mayorales del tranvía; mientras la cosa no pasó de aquí, Gregoria se estuvo quieta, devorando su rabia y una pierna de gallina en pepitoria, pero cuando oyó el nombre de Bernardino y vió que le ponía patas arriba, con cruel y no merecido ensañamiento, sin temor a los rayos paternales protestó con energía, y dijo, o quiso decir, porque no se le entendía, tal era su soberbia, que no y que mil veces no, que aquello era una gran mentira y una infamia (esta palabra la largó bien clara) lo que se decía. Gran confusión. Levantóse el padre, con los puños cerrados, se interpuso Pablo Aquiles, muy pálido, y Casilda, llorando; pero Gregoria, ya sin freno, se desbocó, vociferando que cansada de aquella vida, se marchaba lejos y no la volverían a ver más, nunca, nunca. Dió una manotada al vaso que tenía delante y salió del comedor, ciega, fué a su cuarto, se envolvió en un mantón y se plantó en la calle. En aquel momento, se acordó de su madre. ¡Su madre! ¿la había tenido ella acaso? Este poder moderador entre la indisciplina de los hijos y la absoluta autoridad del padre, no se hizo sentir nunca en vida de aquella buena mujer, víctima ella misma y culpable inconsciente de las desventuras de la familia. En la esquina había un coche y alguien dentro que la esperaba. Se cerró la portezuela, y andando, coma había dicho Bernardino.

Cuando el viejo se enteró de la escapatoria de su hija, tuvo un acceso de coraje tal, que todos en la casa creyeron llegada su última hora, pero pasado el ciclón de gritos y juramentos y la granizada de moquetes que descargó a ciegas y que alcanzó hasta al mismo chico de la Pepa, se calmó, aparentemente por lo menos, y ni volvió a hablar ni hizo cosa alguna que con el asunto se refiriese. Siguió su vida de siempre, y se apartó más que nunca del trato de sus hijos, dándose por completo a la visita de iglesias y sacristías, exacerbado su furor religioso con aquella desgracia, que parecía no haber rozado siquiera su corazón de granito. Pablo no se atrevía a chistar y la pobre Casilda no tenía ya ojos para llorar a su hermana.

Así las cosas, dió don Aquiles el gran batacazo, cuando menos se esperaba. No sé qué dimes y diretes tuvo aquella mañana con Pepa, pues se oyó el vocear de ambos en el despacho, y hasta lloriqueos y aún porrazos sobre los muebles, signos evidentes de violenta disputa; luego salió la mujer muy agitada, con los pelos desordenados y echando chispas por los ojos, y alguien que la encontró al paso, la oyó decir:

—¡No quiere, no quiere! pues veremos si la ley le obliga.

En esto, se oyó un gran ruido en el despacho, acudieron todos los que en la casa estaban y hallaron desplomado, junto al sofá, a don Aquiles, con los ojos torcidos y la boca contraída, barbotando palabras sin sentido. Mientras le trasladaban a su alcoba y se iba a buscar el médico, llegó Pablo de la calle, y enterado del suceso, convino con la desolada Casilda en que era urgente avisar a Gregoria.

Pablo sabía el escondite de Gregoria; fué, pues, a golpear a la puerta de Esteven. Recibióle la muchacha llorando, arrepentida sin duda de su calaverada, pues vistas ya las patas de la sota, no la quedaba ilusión que la sirviera de disculpa; y mientras el galán hacía protestas de que él no era el responsable de aquel desaguisado, sino el propio señor Vargas por su maldita terquedad, estando dispuesto a reparar lo hecho del mejor modo posible, Pablo miraba la pieza, que le pareció muy pobre y hasta desaseada, y a Pilar, sentada delante de la máquina, absorta en su tarea de desenredar el hilo de un carrete, la que encontró muy bonita y muy de su gusto. Otro en su lugar se las hubiera liado con el seductor, pero él, que disculpaba la escapatoria por razones que se sabía, creía que demasiado duramente la había condenado, desoyendo los ruegos de Gregoria, que en varias cartas le había pedido fuera a verla. Limitóse, pues, a dar la referencia de la desgracia. Ella, muerta de pena y de vergüenza, preguntó entre sollozos:

—¿Me recibirá si voy, Pablo?

—No conoce a nadie y nada debes temer.

Gregoria, sumisa, se cubrió con su mantón. Cuando los dos hermanos salieron, volvióse Esteven a la joven, que cosía indiferente, y con una sonrisa burlona, exclamó:

—¡Bien lo dije yo, que tenía que ceder o reventar!

Pablo y Gregoria llegaron silenciosos a la casa paterna, que entonces más que en ocasión alguna, parecía convento de cartujos; y empujando la puerta entornada, atravesaron el zaguán y el patio desiertos, donde algunas plantas amarilleaban ya bajo el cielo nublado de otoño, y entraron en la alcoba de don Aquiles. Al punto nada vieron, sino la llama temblorosa de una lamparilla; luego aparecieron, como esfumadas, las figuras principales del cuadro: un franciscano, rezando bajo descomunal y tétrico crucifijo; en un rincón, la Pepa, silenciosa como una esfinge; a la cabecera del lecho, Casilda... Sobre la blancura de las almohadas, destacábase la cara lívida del muerto, con los ojos todavía abiertos, vueltos del lado de la puerta, por donde acababa de aparecer Gregoria; esta mirada de ultratumba, figurósele a la triste arrepentida señal de eterno y enconado reproche, y sacudida por temblor convulsivo, se precipitó en el cuarto y fué a prosternarse delante del padre que había ofendido, derramando sinceras lágrimas. Pero él ya no la veía, como si hubiera de ser sordo siempre a toda compasión.

Al día siguiente, avisados los amigos y parientes cercanos, hubo en la casa numeroso desfile de sotanas y sayales, que iban olfateando alguna manda del testamento, y de levitas de entierro y caras compungidas hechas de encargo; en las habitaciones interiores, cerrada toda ventana, en una obscuridad de catacumba, andaban a tropezones las sombras de las mujeres enlutadas, en busca del sitio donde pudieran estar las doloridas, para darles el largo apretón de manos y besos de rúbrica, con la frase dicha entre mal ensayados suspiros:

—¡Ay, Goyita! ¡qué desgracia! esto ha sido un escopetazo. Cuénteme usted, Casildita, cómo ha pasado esto. En fin, no hay más que conformarse.

Gregoria y Casilda en un rincón, rodeadas de media docena de inmóviles fantasmas, contestaban a cada saludo con una nueva explosión de sollozos, y a esto se seguía un tan furioso sonar de narices del concurso, que no parecía sino que estaban todas acatarradas. En el comedor, entretanto, se tomaba chocolate con bollos, y un grupo discutía política en la puerta de la sala, donde el muerto se estaba quietecito en la caja, rodeado de blandones. Dos señoras salían, con los ojos muy colorados de tanto restregarlos con el pañuelo, y decía la una a la otra, al llegar al zaguán:

—¿Sabés la noticia que me han dado? que Goyita se escapó la semana pasada con un dependiente de almacén, y ésta es la causa de la apoplejía del padre.

—¿De veras, ché? pues, la cosa no era para menos.

Cuando Pablo Aquiles volvió del cementerio, se encerró en el despacho de su padre; la idea de que hubiera hecho testamento le preocupaba. Buscó y rebuscó sin encontrar nada; nada había tampoco en el armario de caoba, que registró luego, tapándose las narices a causa del olor desagradable de ácido fénico, que saturaba la atmósfera del cuarto mortuorio. Volvió al despacho, para seguir buscando, y en la puerta tropezó con la Pepa, enlutada, llevando al chico de la mano.

—No, no busque usted—dijo ella,—si no ha querido hacerlo.

Y prorrumpió en lamentaciones sin fin, diciendo que el difunto no había cumplido con sus promesas ni con su deber; que ella no ambicionaba nada para sí, sino pedía lo que de derecho correspondía a aquel inocente, que ninguna culpa tenía de su triste origen. Atónito Pablo Aquiles, no sabía qué responder, temeroso de que sus hermanas se enterasen del escándalo; tuvo, sin embargo, un asomo de energía, cosa rara en él, y dijo a la mujer que se mandara mudar de prisita y en silencio.

Lívida, ella chilló:

—¿Irme yo? ¡pues no faltaba más! si el mismo derecho de estar en la casa que usted lo tiene mi niño, como que lleva su sangre.

—¡Cállese usted!—dijo Pablo Aquiles, ahogado y descompuesto.

—Que no y que no; he de gritar y me han de oír los sordos, me quiere usted echar a la calle, ¿eh? pues lo veremos.

Se sentó en el umbral de la puerta que caía al patio, como quien ocupa cómoda tribuna para hacerse oír de los vecinos; a sus voces se unió el llanto del niño, y ante tamaña algarada acudieron Gregoria y Casilda, sorprendidas. Verlas la Pepa y descargar su boca cuanta palabrota y desvergüenza llevaba almacenadas, fué instantáneo; hecha una fiera, las guedejas caídas sobro los ojos, increpaba a todos con el puño cerrado, maldiciendo del difunto, a quien condenaba a los fuegos del infierno.

—No le han de valer rezos ni responsos—vociferaba, ¡miren el muy hipócrita, que comía los santos y besaba la pezuña a los frailes, que se daba disciplinazos y se ponía cilicio, dejar en la calle a mi niño, a su hijo, tan hijo como ustedes y con tanto derecho a llevar su nombre! ¡Hipócrita santurrón!

—¡La hipócrita y la deslenguada es usted!—exclamó Pablo, furioso, cogiéndola del brazo y tirando de ella.

Se empeñó una lucha deplorable en medio del patio; chillaba el chico, y las muchachas, asustadas, refugiáronse en sus habitaciones.

—¡Déjeme usted, que me hace daño!—decía Pepa, agarrada con ambas manos a la reja del zaguán.

Pablo Aquiles la soltó. Ella recogió su mantón, se arregló los pelos, limpióse las babas con la bocamanga.

—Queden ustedes con Dios—dijo,—me voy, pero al juzgado; ¡la ley ha de ampararme!

Y se largó, arrastrando tras sí al renacuajo.

La muerte de don Aquiles produjo en la casa radical transformación; todo cambió, como en una decoración de teatro. No más ayunos, no más sermones, no más caras foscas, ni escándalos a diario; no había quien siguiera los pasos, espiara los gestos, pescara las palabras, fiscalizara los actos. Se respiraba a plenos pulmones, se comía a dos carrillos, sin sustos ni encogimiento; se salía cuando se deseaba, se entraba cuando se quería; y todos tres, esclavos de un viejo maníaco que había entristecido su niñez y sofocado su juventud, manteniendo el alma de sus hijos sujeta, por así decirlo, bajo su férrea mano, como pájaro a quien encierran en jaula demasiado estrecha, se creían felices, porque se veían libres. No faltaba, sin embargo, una oración y una lágrima para el padre difunto, y ninguno de ellos osó tocar uno solo de los objetos que le pertenecieron; los que conservaban, como reliquias, en el antiguo despacho, cuya llave guardaba Pablo con respeto.

El casamiento de Gregoria se celebró a los dos meses, entre gallos y media noche, porque el luto y las circunstancias que le habían precedido, no permitían otra cosa; fué una ceremonia triste, casi fúnebre: los cuadros de la sala ostentaban aún negros crespones y la araña de cristal los colgajos negros, entonces de rigor; para alegrar la vista, se pusieron flores en los jarrones de las consolas. Gregoria se presentó de luto, sin azahares, y Bernardino con la misma levita que le prestaron para asistir al entierro de don Aquiles, y delante de los hermanos y de dos testigos, bajo la luz tristona de las bujías, leyó la epístola el cura y echóles la bendición, de prisa y corriendo. Esto fué todo. Instalóse la nueva pareja en la misma casa, y Pilar con ella, con gran regocijo de Pablo, a quien quitaban el sueño los atractivos de la muchacha.

Ni Bernardino ni Pilar tenían un cuarto; hasta entonces habían vivido los dos de su trabajo, ella de la costura, él llevando los libros de un almacén, siempre tan pobres y hambrientos que la escasez hacía para ellos todos los días iguales, por lo cual abrigaban la ambición, muy legítima, de verlos lucir mejores. Familia no la tenían, pues sus padres habían muerto, y Agapito o Agapo, como familiarmente le decían, no era para ellos un hermano, sino un pilluelo que vivía en medio de la calle, a quien no se le veía sino cuando se presentaba a pedir dinero, aporreado siempre y harapiento. Y como el dinero allí no era posible hallarle, ni con candil, Agapo desaparecía por meses enteros, sin dejar rastros; ya se le daba por muerto, cuando otra vez volvía, para escurrirse al día siguiente, sordo a las amonestaciones de su hermano mayor y a los ruegos de Pilar, y aun a los golpes de ambos, entregado a la vagancia y a todos los vicios que ella engendra, sin reconocer más ley que su santa voluntad. A parte de las malas inclinaciones y del carácter indomable del muchacho, la verdad es que Bernardino, obligado a buscarse el pan cotidiano donde podía, no hacía por él todo lo que debiera; siendo causa de esta desidia el poco cariño y aun cierto encono que sentía contra aquel rapazuelo, hijo de la vejez de su padre y de una odiada madrastra, que apenas muerto el anciano, de privaciones y disgustos, alzó el vuelo con un bombero vecino, dejándoles el niño aquel en hipoteca.

Bernardino tenía aspiraciones, una conciencia poco escrupulosa, entendimiento claro y audacia, sobre todo audacia; con esto y la suerte de por medio, se va siempre lejos. Sin embargo, nunca soñó él calzar el título de yerno de don Aquiles Vargas, que tanta fama de ricacho tenía, pues, lo cierto es, que más que a su viveza e ingenio debió tal ventura a las circunstancias especiales en que se hallaba colocada la aburridísima Gregoria; así es que, cuando se vió metido en aquel lío, que la mano de la fortuna desenredó bonitamente, y trasplantado de su modesta morada al caserón de la calle de Méjico, sintió mareos y algo así como un sentimiento de orgullo. Pero, ante todo, Bernardino era prudente. No creyó deber abandonar su trabajo, sino que, por el contrario, acudió a sus quehaceres con más asiduidad, si cabe, que antes. En cuanto a Pilar, ufana con el cambio, olvidaba las miserias pasadas junto a la máquina de coser, las veladas fatigosas, los madrugones constantes, la visita, noche a noche, de registros, a entregar o recibir los pantalones de paño y los chalecos de bayeta.

Pilar era alta, rubia y de ojos negros; no era hermosa, como una heroína de novela antigua, pero sí muy agraciada y simpática; no tenía los dedos hechos a torno, porque la aguja y el trabajo los habían deformado, ni el busto escultural, porque no me atrevería a decir si la corrección de sus líneas era debida al corsé o era natural patrimonio de su dueña; mas, la verdad sea dicha: Pilar pasaba por buena moza y aun llegaba a parecer bonita, y lo hubiera parecido mucho más sin aquella palidez de su cara, que no se sabía si atribuirla a la fatiga o a la anemia. Naturalmente, entre el bobalicón de Pablo Aquiles y ella se estableció, desde el primer día, una corriente de simpatía, que favorecieron Casilda y Gregoria, y más que todos Bernardino, como hombre sagaz que busca afianzar su prestigio. El idilio tuvo su lógico desenlace, y digo lógico, porque así debieran concluir todos los idilios: hubo, pues, nueva boda en la casa, la que fué solemniza con algo más de ruido y su poquito de música, en reunión de íntimos; fiesta, que vino a aguar, a última hora, la aparición del perdido de Agapo, que después de una jira de recreo por los fortines de la frontera, llegaba descalzo y muerto de hambre, a recoger las migajas del banquete.

Pablo Aquiles era un bendito de Dios. Entregado, por completo, al amor de su mujer, dejaba el gobierno de la casa en manos del cuñado, que mandaba en jefe; éste pagaba las cuentas, recibía los criados, hacía y deshacía, sin consulta ni apelación. De la testamentaría iniciada, era él el albacea, y se entendía con abogados, procuradores y escribanos. Había echado unas carnazas y unas barbas de a pulgada, que no parecía el mismo: aquel mozo lánguido del chaqué avellana, que rondaba el barrio, escapado del almacén, donde llevaba los libros, sino un rentista satisfecho y protector.

La testamentaría, entretanto, seguía sus pesados trámites, y hoy era un título que faltaba y mañana una reclamación que surgía y vengan consultas y vayan pesos; aunque, felizmente, había con qué hacer frente a todo: además de la casa calle de Méjico, otras tres en la ciudad, una quinta en Quilmes, una estancia en Cañuelas y regular número de cédulas en el Banco. La presentación, ante el juez, del chico de la Pepa, como hijo natural de don Aquiles, vino a entorpecer los trámites; y mientras unos querían probar la paternidad y los otros le declaraban, por lo menos, adulterino, con lo cual la reputación del muerto andaba en lenguas, tanta declaración, tanta prueba, tanto reponer de fojas, tal entra y sal de testigos y de curiales, aquello era un laberinto y nadie se entendía. Lo cierto es que pasaban los meses y la testamentaría no se acababa.

—De todos modos, no hay apuro—decía Pablo Aquiles.

Las explicaciones de Bernardino le satisfacían, pero a la callada y observadora Casilda se le antojaba que en una sucesión tan clara como el agua, no había para qué tanto ajetreo y que el enredador y el chicanero era el despierto albacea.

Hacía tiempo que le habían a ella chocado las libertades que se tomaba, sus aires de dueño de casa, la impertinencia con que respondía a toda observación, encogiendo, los hombros desdeñoso. Siempre que podía, recriminaba a su hermano por su indolencia, de dejar así todo en manos de aquel advenedizo; poco a poco, le había cobrado desconfianza y no le perdía de vista; cuando salía, de buena gana le hubiera registrado los bolsillos, para ver si se llevaba algo. Entre ella y el cuñado, habían habido ya ligeras escaramuzas, alfilerazos que no se olvidan, por la intención de la frase y la acritud del acento. Un día, disputando por fruslerías, él la llamó: ¡Solterona! y ella: ¡Perdulario! y en una ocasión le dijo ella, que no debía darse tantos humos, cuando allí tenía casa y comida gratis y se le había matado el hambre. De aquí, tiroteo de improperios y arañazos de cuñados. Pero, el primer disgusto grave lo tuvieron cuando el parto de Gregoria; a Bernardino se le puso ocupar el despacho del viejo, que era para los hijos un sagrario, a fin de huir del lloriqueo del recién nacido y poder trabajar tranquilo, pero Casilda dijo que jamás lo consentiría y cogió la llave y se la guardó, desafiándole a que se la quitara; Esteven, en broma o de veras, hizo ademán de tomarla por la fuerza, con lo que se armó una marimorena escandalosa. El despacho siguió cerrado, y Casilda y Bernardino pasaron mucho tiempo sin hablarse. Fueron así separándose; del cuñado pasó la antipatía a la hermana, Gregoria, que se ponía siempre del lado del marido, y que con su genio altanero lo echaba todo a perder, y se declararon una guerra sorda, agravada por las demoras de la testamentaría y la actitud insolente de Bernardino, que tomaba disposiciones sin la intervención de los herederos, estallando durante la enfermedad de Pilar.

Pilar no había gozado nunca de buena salud; era endeble, paliducha, tosía con frecuencia, sufría accidentes nerviosos, síntomas todos que se atribuyeron primero a la vida de trabajo que había llevado, y luego al estado interesante en que quedó a los dos años de casada. Pero cuando empezó a escupir sangre y a no querer comer, el pecho desgarrado por la tos, todos se alarmaron y se llamó al médico: según el sabio profesor, no era nada; después del alumbramiento, aquello pasaría. Y salió la joven de su cuidado, dando a Pablo Aquiles un niño que era un pimpollo, con una cabezota tal, que los tíos declararon unánimemente que allí debía estar encerrado todo el talento del mundo. Pablo Aquiles le recibió en palmitas, orgulloso de aquel presente; pensaba el infeliz que aquel nuevo ser había de indemnizarle de sus horas amargas, porque no estará de más decir, que no se tenía él por dichoso, a pesar del amor de su mujer, en medio de aquella lucha abierta de intereses y de cuñados. Además, no había encontrado en Pilar el ánimo y el calor que le hacían falta, carácter débil el suyo y corazón candoroso; Pilar era, ante todo, Esteven, mujer de cálculo y de reflexión, no apasionada ni sentimental. Si bien no habían reñido nunca seriamente, de los siete días de la semana pasaban seis de morros, porque él quiso besarla y ella no estaba de humor de consentirlo, o porque ella pensó ir al teatro y a él se le ocurrió meterse en cama, con dolor de cabeza; pero, así y todo, no pertenecían al grupo de los mal casados, teniendo ambos la discreción de no ahondar lo que pudiera separarles y manteniéndose alejados, en lo posible, de la lucha que dividía a sus hermanos. La enfermedad alteró el carácter de Pilar, y se hizo caprichosa, díscola y regañona; tenía antojos estrafalarios, como el que se le ocurrió un día, de hacerse llevar por el patio en un carro de mano, que servía de distracción a Jacintito, el niño de Gregoria, tirando de él su marido, a guisa de caballo; y accesos de mal humor tan violentos, que llegó, una vez, a arrojar por la ventana una taza de manzanilla, porque tenía demasiado azúcar. En la mesa acribillaba a pelotillas a Pablo Aquiles, que era siempre el pavo de la boda, y se hacía servir por él la comida y ponérsela en la boca, impacientándose iracunda por su demora o sus torpezas. Con su hijo tenía rachas de vehemente cariño, besuqueándole con tal ímpetu y grosería, que había que quitarle el angelito de los brazos; o le rechazaba con desvío, mandando que le llevaran muy lejos, para que no la aturdieran sus vagidos. Marido más complaciente y sufrido que Pablo Aquiles, no se ha visto; no tenía voluntad propia, y era manejado por su mujer como obediente maniquí, dándose el espectáculo de que él cuidara del niño y le llevara en brazos, haciendo arrorró y pasara junto a la cuna, muchas noches, sin dormir.

Pablo esperaba, conforme a lo asegurado por el médico, que el malestar de su mujer cesaría, una vez libre de su cuidado; pero no sucedió así: si el niño trajo la alegría a la casa, no devolvió la salud a la madre. Los meses pasaron y la enfermedad fué acentuándose, con caracteres tales, que se cayó por fin en la cuenta de que era una tisis incurable.

Entretanto, de orden del juez, según Bernardino, se habían vendido la quinta de Quilmes y la estancia de Cañuelas, para pagar no sé qué deudas dejadas por don Aquiles y luego, siempre de orden del juez, las tres casas de la ciudad. Los gastos de la testamentaría eran tales, que todo de lo que se echara mano, no bastaba para sufragarlos. Las cuentas eran bien claras y ahí estaban para que las examinasen: Don Aquiles debía casi, casi más de lo que tenía; luego, la baja de la propiedad raíz, el mal estado de los campos, los honorarios de ahogados y procuradores, que sumaban un dineral, y más que esto y más que todo, el incidente del hijo natural. Si él sabe a tiempo la cosa, aquello se hubiera arreglado fácilmente, tapando la boca a la Pepa con un buen rollo de billetes; pero, arrojarla violentamente a la calle, al día siguiente de muerto el amo, vamos, había sido no mediana torpeza; es cierto que el juez había declarado no tener derecho a la sucesión y rechazado de plano la demanda; pero, ¡cuánto trabajo y cuántas desazones y cuánto tiempo había costado! Luego, la Pepa no se daba por vencida, y apelaría, y mientras venía el fallo definitivo, ¡cuánto tiempo más perdido! Era preciso, pues, quitar este obstáculo, dar algo a aquella mujer para que desistiera de la apelación, muy poco, una bicoca. Y bicoca fué, que se vendieron las cédulas del Banco y aun llegó a retirarse cierto depósito de reserva. Pablo Aquiles dejaba hacer y Gregoria lo aprobaba todo, diciendo que más valía quedarse sin nada, que enredados en pleitos y debiendo a cada santo una vela; pero Casilda no se conformaba con lo que ella llamaba despojo y decidió dar el campanazo, antes de quedarse en la calle.

Francamente, las cosas habían llegado a un extremo tal, que se necesitaba estar ciego para no ver en lo que iban a parar. Esteven marchaba derecho a su objeto, imperturbable; despertada su codicia con el manejo de intereses, cuya tercera parte le correspondía, parecióle poco esto y quiso apoderarse de todo: muchas noches pasó en vela, con la visión de aquella fortuna que tenía en sus manos, y que estaba obligado a repartir; tonto sería él si desperdiciaba la ocasión de enriquecerse, de realizar su sueño dorado, tan a poca costa. Hábilmente trazó su plan, contando con la debilidad de Pablo Aquiles y la pasividad de Casilda, y si no con la complicidad, por lo menos con la aquiescencia absoluta de su mujer; el resultado fué excelente. Con pretextos siempre plausibles, que él fundaba en elocuentes párrafos, porque poseía el pico de oro de los sinvergüenzas para engañar a los incautos, iba desmenuzando la herencia y recogiendo glotonamente los pedazos en su bolsa, cuya boca no se cerraba sino para volverse a abrir y devorar con más apetito que antes. Las casas desaparecieron así, se evaporaron como tocadas por varita mágica, y lo propio aconteció con la quinta en Quilmes; respetó la estancia cierto tiempo, pero ya en la pendiente, no había más que rodar al fondo: la estancia se vendió y luego lo que pudo o mejor dicho lo que quiso, porque nadie le ponía cortapisas. Era un vampiro, siempre insaciable. Quería resarcirse ampliamente de su pasada miseria, abasteciendo su granero, de modo que no le faltara trigo si el mal tiempo llegaba.

Pero había un ojo que seguía sus maniobras, alguien que adivinaba sus cábalas: Casilda. Resuelta a hablar, y a hablar fuerte, una tarde que se hallaban todos reunidos en la habitación de Pilar, rodeando el sillón en que descansaba la enferma, abordó el tema de la testamentaría, quejándose de sus demoras y de aquella furia de vender que les había entrado; lanzó dos o tres saetazos dirigidos a Esteven con tanto acierto, que saltó el hombre descompuesto y con muy malos modos dijo que él no hacía sino lo que mandaba el juez, y que la culpa se la tenía él en haberse hecho cargo de tamaño lío.

—Claro está—apoyó Gregoria,—sólo que a esta cabeza dura nadie la convence que para hacer las particiones, hay que vender...

Casilda, con mucha calma, preguntó:

—¿Me quiere decir mi señor cuñado, qué se ha hecho del producto de las ventas?

—Pues... el juez se lo dirá a usted y los acreedores de la testamentaría.

Levantó la voz, gritando que aquello ya le aburría, que tales preguntas denotaban desconfianza, que ahí estaban las firmas de todos autorizando la venta de las propiedades, ejecutada de orden del juez; en suma, que si tenía tanto apuro en recibir su parte, la comunicaba que esto no podía ser, hasta que no se vendiera la casa en que vivían.

—¡También ésta!—exclamó Casilda.

—Pues la compra usted, si la tiene tanto apego.

—¡Es que no podré, porque no ha de dejarme usted lo suficiente!

Sí, se lo decía cara a cara, bien claro para que lo entendiera; ella no sabía jota de códigos ni de la práctica de tribunales: se daba por convencida de que había que vender todo, todo, aunque esto le parecía un despropósito que no podía mandar la ley, pero no de un modo irrisorio, a bajo precio; se daba por convencida que había mucho que pagar y era forzoso sacar el dinero de alguna parte, mas, ¿por qué se eternizaba un asunto tan sencillo? ¿qué deudas eran ésas? ¿qué cuentas eran ésas? Allí no había más cuentas que las del Gran Capitán y una persona sin conciencia, que quería enriquecerse a costa de los herederos.

—Esto no lo puedo yo tolerar—exclamó Bernardino, fuera de sí.

Gregoria se dirigió a su hermana, increpándola; Pablo Aquiles, que servía una taza de tisana a la enferma y no había querido hasta entonces tomar parte en la disputa, se vió precisado a intervenir, porque la cosa tomaba mal aspecto. Los improperios se cruzaban de parte a parte, y entre las voces enardecidas, oíase la de Casilda, que chillaba:

—¡Sí, señor, lo dicho, dicho!

Pilar se cubrió la cara con su pañuelo.

—¡Mala lengua!—decía Gregoria.

—¿Quién había de creer esto de usted?—exclamaba con dramático acento Esteven.

—Esto es una vergüenza—decía Pablo.

Y entonces, dominando el tumulto, se alzó de nuevo la voz de Casilda, para arrojar a la cara de su cuñado esta palabra:

—¡Ladrón!

Si a Pilar no se le ocurre desmayarse, se pegan.

—Hay que salir de aquí—gritó Bernardino, como un energúmeno.

—Ya debía haberlo usted hecho—contestó Casilda.

Gregoria, demudada, metiendo las manos por los ojos de la hermana, exclamó:

—¡Nos iremos, sí, y no hemos de vernos jamás, jamás y jamás!

A los pocos días, Esteven y su familia se mudaban; Casilda vió a su hermana guardar alhajas que habían pertenecido a su madre, cubiertos de plata y muchos objetos de uso de la familia y llevarse muebles, suficientes para llenar tres carros hasta el tope, pero no chistó. Desde el día de la disputa no se hablaban, mirándose entre ojos, como enemigas a muerte, y cuando salió Gregoria de la casa, la cabeza muy levantada, ni se despidió de ella ni de Pablo Aquiles, a quien llamaba mandria, echándole la culpa de todo.

—Si es la que mató a nuestro padre, ¿qué entrañas ha de tener?—dijo Casilda llorando.

Triste quedó el caserón, después del rompimiento. Pilar empeoró, sacudidos sus nervios por tanto suceso desagradable, herida en el corazón por el desvío de su hermano, que así la abandonaba en sus últimos días; en cuanto a Casilda, bondadosa siempre, lamentó el cisma de la familia, que ella misma provocara, aunque sin quererlo. ¿Qué culpa tenía ella, si Esteven era un mal hombre y la puso en el disparadero de decirle cuatro verdades? Pero Gregoria, su hermana mayor, criada y educada a su lado, copartícipe siempre de sus penas y placeres... ¿era posible que pudiera conducirse así? Casilda no podía consolarse. Tuvo al principio la idea de buscar un abogado y presentarse al juez demandando a Esteven, y aun llegó a hablar de esto a Pablo Aquiles, que no sabía ni lo que hacía ni lo que le pasaba, pero desistió, temerosa del escándalo y entristecida con lo ocurrido. Está bien; que se llevaran todo, que dilapidaran la herencia o la guardaran para sí, en detrimento de ella misma y de su hermano, pero que no le hablaran más del asunto, porque le daba dolor y vergüenza. Habíale entrado un descorazonamiento tal, que no salía, llorando a solas en su cuarto, cuando el cuidado de la enferma no la ocupaba.

Pilar murió un mes más tarde; su vida se apagó dulcemente en brazos de Pablo y de Casilda, después de besar al pequeño Aquiles, o Quilito, como ella le decía. Ni Bernardino ni Gregoria asistieron a sus últimos momentos, aunque se les mandó recado de su gravedad; ni se mostraron en el entierro ni en los funerales, probando con esta actitud su propósito de no verse más, de romper para siempre toda relación.

Golpes fueron éstos, que acabaron de anonadar a Pablo Aquiles. Un abogado vino a verle un día, de parte de Esteven, para que firmara ciertos documentos que eran indispensables para la terminación de la testamentaría, y él firmó y firmó también Casilda, al pie del nombre de Gregoria, estampado el suyo con segura mano; deseosos ambos de concluir de una vez, sin protesta, porque no tenían ya fuerza para seguir la lucha. Cuando aparecieron en la ruinosa fachada de la casa paterna los cartelones anunciando, en letra muy gorda, la subasta, Pablo Aquiles y Casilda comprendieron que había que marcharse; buscaron una casa pequeña y modesta, recogieron lo poco que quiso dejarles Gregoria, y salieron ambos del hogar de sus padres, como tristes desterrados.

La visita de Bernardino Esteven es digna de ser contada. Se presentó en la nueva casa correctamente vestido de negro, serio y grave, con un rollo de papeles en la mano; Casilda no quería recibirle, pero Pablo, más conciliador, le hizo pasar a la sala y allí, inclinándose con afectación de académico, declaró que iba a rendir cuentas del albaceazgo y a entregar lo que en la partición había correspondido a los herederos, después de pagar deudas y honorarios, para lo cual había habido necesidad de vender las propiedades, como lo sabían muy bien. Hablaba con voz campanuda, muy despacio, sin mirar a Pablo Aquiles, mudo delante de él. Vino Casilda, y con aire digno se sentó, sin saludar a su cuñado. Entonces desenrolló éste el paquete que traía y puso delante de los ojos de ambos muchos garabatos y números, que él descifraba con negligencia; luego sacó de su cartera un mazo de billetes, que contó: veinte mil pesos, diez mil para cada uno y diez mil que había recibido Gregoria; él, a pesar de sus trabajos en la testamentaría, del derecho que le asignaba la ley, renunciaba generosamente al cobro de sus haberes. ¿Querían conservar las cuentas para examinarlas despacio? Maquinalmente, Pablo Aquiles y Casilda dijeron con la cabeza que no. Firmado el correspondiente recibo, Esteven recogió sus papeles y sin añadir palabra, salió como había entrado. ¿Quién reconocería en aquel personaje tan finchado, al tenedorcillo de libros de marras?

—¿Te convences ahora?—dijo Casilda mirando tristemente los billetes dejados sobre la consola.

Pablo Aquiles bajó la cabeza y suspiró.

Y él, que nunca había servido para nada, se vió obligado a buscar un empleo fácil, para ayuda de gastos. ¡Qué disgustos pasó antes de lograrlo! Con su pequeño sueldo y la escasa renta que les habían dejado, no le faltaría pan a su hijo. En medio de todas sus desdichas, sólo le quedó una ilusión y una esperanza: Quilito.

Tales son los antecedentes que he conseguido reunir, acerca de las familias de Vargas y Esteven.

III

Agapo no era, así como así, un tipo cualquiera, sino, un atorrante de raza, que había seguido la carrera por sus pasos contados, y conquistado el título a fuerza de contracción y desvelo, favorecido, es verdad, por su vocación a tan honroso oficio y sus excepcionales facultades. Matriculado, cuando niño, en una banda de pilluelos de barrio, sin el freno de la autoridad paterna, porque no tenía padres y no hacía caso de sus hermanos, libre como un pájaro y celoso de su independencia; con el sucio pantalón doblado sobre la rodilla y la camisa desteñida asomando por los fondillos, un sombrero agujereado sobre la rubia cabeza, recorría las calles de su parroquia, entretenido en jugar a los cobres en la acera, darse de mojicones con los compañeros y decir desvergüenzas a las señoras; no había bautizo en que él no tomara parte, esperando a la comitiva en el atrio de la iglesia para llamar pelao al padrino, ni escándalo callejero en que no estuviera, como espectador de primera fila. Parecióle muy pronto estrecho el campo de sus operaciones y extendió su radio hasta el Bajo; allí entre las toscas y bajo los sauces, se daban batallas a pedradas y rara era la vez que no sacaba alguno de la banda soberbia magulladura. Como el dinero escaseaba en casa y cada vez que se presentaba Agapo, era recibido con una lección de solfeo, no se atrevía él a ir y pasaba los días vagando, comiendo naranjas o un pedazo de pan duro, mojado en el cocido de alguna lavandera caritativa; a veces, por ganar algo, hacía changas en el muelle, llevando la maleta de algún viajero o vendía periódicos y fósforos, pero, decididamente, no servía él para el trabajo; un día le llevaron a la comisaría por desorden, y ya aprendió el camino, de tal modo, que rara era la noche que no dormía en duro banco, en compañía de borrachos y ladrones. Se familiarizó con su jerga, adquirió amistades vergonzosas, aprendió a beber y a jugar, pero no cayó nunca en el vicio del robo; en medio de la crápula, supo mantenerse honrado, porque él no era malo, sino haragán.

Sus largas ausencias no preocupaban a nadie; eran eclipses parciales, en que desaparecía por encanto y reaparecía por milagro, más sucio, más andrajoso y más hambriento que antes. El cambio de fortuna de sus hermanos, no varió su situación; le recibían ellos de tan mala manera, le llamaban con motes tan injuriosos, que Agapo evitaba verles; y luego, ¿para qué? para recibir consejos, en vez de cuartos. Que abandonara esa vida de vagancia, que se hiciera hombre de provecho, que trabajara... ¡Trabajar Agapo! ¡si apenas podía llevar su alma a cuestas! sus brazos colgaban lánguidos de los hombros, sus piernas se negaban a sostenerle mucho rato y hasta su pensamiento era tardo y perezoso, como obrero holgazán que ama el descanso. Su delicia era tenderse al sol sobre un banco, o bajo un sauce en la ribera, según la estación, y dormir a pierna suelta, sin cuidados, con un sueño de ángel o de niño; y también, sentarse en un portal de calle muy concurrida y ver pasar la gente afanosa tras el pan de cada día, mientras él, libre de preocupaciones, sonreía filosóficamente. ¡Trabajar Agapo! ¡si no vale la pena! ¡mucho sudar, mucho sufrir; el hombre, como bestia de carga, dando vueltas, de sol a sol, a la rueda de la fortuna, para recibir el esquinazo, en premio de sus fatigas! más vale estarse con el pico abierto, para que en él caiga el maná del cielo, y manos quietas; dejar que los demás cuiden del árbol y comer nosotros su fruto sazonado.

Hasta Agapo no habían llegado aún esas ideas de socialismo, anarquismo y nihilismo que corren por ahí, haciendo temblar las carnes de todo el que tiene algo que perder, pero él poseía su credo, que era éste: vivir a costa del prójimo, pedir al vecino lo que falte en casa y no trabajar sino en provecho propio, dando quehacer a las mandíbulas; que, al fin y al cabo, todos somos iguales: el estómago del rico, no se diferencia del pobre, y no es justo que mientras aquél engulle y se regala, sean para éste todos los días de cuaresma.

Por lo demás, estaba él orgulloso de su categoría de atorrante: no tenía casa y no pagaba alquileres; no tenía criados y no le robaban y vendían; no tenía suegra, ni mujer, ni hijos, que le quemaran la sangre; ni negocios, que le preocuparan; ni amigos, que le engañaran; sobre él no pesaban impuestos ni carga alguna. Se consideraba feliz, y lo era en efecto: no ambicionaba nada y nada temía del día siguiente; envuelto en sus guiñapos, paseaba por los sitios públicos y gozaba del sol, como el que iba arrastrado en carretela; dormía donde le cogía el sueño, tan ricamente como sobre un colchón de plumas; comía cuando tenía hambre y no le faltaban buenos platos de casa grande, y en lo tocante a vicios menudos, llevaba en el bolsillo de su raída chaqueta provisión abundante de colillas de cigarro. Era gran maestro en el arte de pechar o dar sablazos, y lo hacía con tal comedimiento, que pocas veces quedaba desairado.

El alud de las revoluciones pasó sobre él y le arrastró como hoja seca, pero, restablecida la calma, aparecía Agapo, de nuevo, sobre la superficie, como cuerpo boyante; sus peregrinaciones, ya voluntarias, ya forzadas, le llevaron por toda la República y aun fuera de ella, pero su cuartel general era Buenos Aires, y a la capital volvía, como bestia extraviada a la querencia. Frisaba en los cuarenta años y parecía tener sesenta, con su barba gris de patriarca, la melena casi blanca y las arrugas de su frente de pensador: diríase un hombre combatido por las adversidades, un inválido del trabajo, un paria de la suerte, todo menos el prototipo del holgazán.

Era digno, a su manera. Aunque no pudiera tachársele de delito alguno, porque no era ladrón, ni capaz de hacer mal a nadie, ocultaba su apellido y pocos eran los que sabían que pertenecía a la opulenta familia de Esteven. No quería él que se supiera el cercano parentesco de Agapo el atorrante con el rico bolsista don Bernardino, por vergüenza de su propia situación; conservaba hondo rencor contra su hermano, a quien acusaba de haberle abandonado y hasta empujado al vicio para librarse de él, y no le socorría como debiera, ahora que era dueño de cuantiosa fortuna. Sabedor de los enredos de la testamentaría de Vargas, y del profundo cisma de ambas familias, solía él decir con maligna intención, en el seno de la confianza, que quién sabe cuál de los dos, si el millonario don Bernardino o Agapo el atorrante, mantenía más honrado el apellido.

A casa de los Esteven iba contadas veces. Le imponía tanta magnificencia: la escalera toda de mármol, con dos leonazos melenudos al pie, a derecha e izquierda, las fauces abiertas, como si quisieran tragarse al incauto visitante; en el primer descanso, plantas exóticas; arriba, una vidriera de colores, y cuando la puerta se abría, veíase lujoso recibimiento, con estatuas y cuadros. No conocía Agapo lo demás, porque nunca le habían dejado pasar de allí, pues podía manchar las alfombras con sus patas embarradas o ensuciar la seda de los muebles con sus ropas grasientas; se sentaba humildemente en la escalera, después de tocar el timbre. El criado salía, le miraba de pies a cabeza y desaparecía, cerrando la puerta. Pasaba largo rato; se oía el manoteo del piano en la sala; Agapo pensaba que serían sus sobrinas, Susana y Angela. La puerta volvía a abrirse y el criado entregaba un billete al atorrante, con este recado:

—Dice el señor que no venga usted con tanta frecuencia.

—Si no he vuelto desde el mes pasado... pero diga usted al señor que no le incomodaré más.

Y se iba, colérico, jurando no volver... y volvía, reflexionando que era fuerte cosa que mientras su familia estaba podrida en plata, no tuviera él ni para cigarros. En estas visitas solía ver, por la puerta entreabierta del recibimiento, a su cuñada Gregoria, con su aire orgulloso y muy compuesta siempre, a pesar de sus canas y su obesidad; un día tropezó en la escalera con Jacintito, que bajaba los escalones de dos en dos, silbando, de habano y bastón, y no le miró, porque le chocaba mucho este mequetrefe, que jugaba en la Bolsa y tiraba el dinero, que no sabía ganar. Mostrábase, sí, muy satisfecho cuando lograba ver a las dos muchachas, tan lindas y frescas como dos pimpollos; ellas pasaban a su lado, plegando las faldas vaporosas de miedo de mancharlas y haciendo un gestito de desagrado con la boca encantadora. En cuanto a su hermano, nunca le vió y si llegaba a columbrarle en la calle, escabullíase avergonzado.

Pero donde él iba con gusto, era a casa de los Vargas, calle Moreno, si no todos los días, porque era él muy comedido, por lo menos tres veces en la semana. Pampa le recibía poco menos que a escobazos, diciéndole que la señora no estaba, que se marchara, pues no había nada para él.

—Esperaré, muchacha; no tengo prisa.

Y se sentaba en el umbral de la puerta del comedor, viendo barrer el patio a la india, admirando la limpieza y el orden que allí reinaban, mucho más agradables que el lujo y la farsa de Esteven; el pequeño jardín daba gloria verle, tan verdecito y tan cuidado.

—¡Hola! ya estás aquí—decía en esto la voz simpática de misia Casilda.

Y aparecía la señora con un plumero en la mano, muy sofocada por el trajín de la casa, amable y sonriente. Agapo se descubría, como ante una imagen, y entraba en el comedor y se sentaba, sí, señor, se sentaba en una silla de rejilla, porque allí no temían que lo manchara todo con su contacto; en la alacena no faltaba el trozo de carne fría guardado para él, o el platito de arroz con leche o el resto de carbonada, que la señora calentaba por sus manos en la maquinilla de alcohol. Y luego, era una de charlar de todo, al compás de la escoba de Pampa...

Al día siguiente de aquella noche del 25 de Mayo, en que don Pablo Aquiles vió cosas que le suspendieron y preocuparon hasta el punto de interrumpir su paseo de digestión, Agapo se presentó en la casa, pasadas las doce, siendo recibido con el ceremonial de estilo.

—Señora no estando—dijo Pampa cerrándole el paso y esgrimiendo el doméstico cetro.

—¿Y el patrón?

—En el Ministerio.

—¿Y el niño?

—En la Bolsa.

—¡Esperaré!

—Déjale pasar—dijo misia Casilda desde adentro.

El atorrante entró en el comedor; iba menos rotoso y sucio que de costumbre, porque para esta visita hacíase esmerada toilette, en lo que cabe.

—¿Ha visto usted la inquina que tiene la india conmigo?—exclamó Agapo, sentándose en el borde de una silla, a la vez que echaba hambrienta mirada a la alacena.

La señora tenía dos ruedecitas de patata sobre las sienes, y con su semblante fatigado mostraba a las claras padecer fuerte neuralgia.

—Tengo un dolor de cabeza...—dijo ella, llevando una mano a la frente.

Fué a la alacena, sacó un plato en que se veían restos de los hojaldres desdeñados por el niño la noche antes, y lo puso delante de Agapo, quien, dejando finezas a un lado, empezó a devorar glotonamente.

—¿No estás borracho?—preguntó la señora, mirándole a la cara.

—¡Oh! no—protestó el atorrante.

—Pablo Aquiles te encontró ayer en un estado deplorable.

—Era día de la patria... y había que festejarlo.

—¡Jesús! ¡qué vicio más feo! mira, si se te ocurre presentarte aquí de esa manera, te haré dar cuatro escobazos por Pampa y llamaré al vigilante.

Agapo seguía comiendo, sin hacer mayor caso de la amenaza. Cuando quedó el plato limpio, cual si lo hubieran lamido los perros, se pasó la mano por la boca, restregó los dedos sobre el pantalón, y mirando con ojos tiernos a la señora, sentada al otro extremo de la mesa, exclamó:

—¡Ay, señora! ¡yo merezco más lástima que castigo! A buen corazón no me gana nadie, y si no fuera la fatalidad y mi hermano...

—Eso sí—saltó misia Casilda,—siempre he dicho yo que eres lo mejorcito de esa familia; sólo que te dió por no querer trabajar... ¡y ahí tienes!

Agapo se encogió de hombros. No, señor, no era por eso; él quería trabajar, pero no encontraba en qué: buscó un empleo mucho tiempo y no quisieron dársele y ahora andaba tras de una concesioncita de ferrocarril, sin resultado; había visitado a senadores y diputados y hasta a cierto ministro, que tenía fama de dejarse untar la mano...

—Pero, ¿qué van a darte con esa facha?—dijo riendo la señora.

Ahí está; si él fuera vestido, de levita, y hablara en extranjero o siquiera en provinciano, lo conseguiría al momento, sin más capital que mucha labia y poca vergüenza. Negocio más lucrativo no se ha visto: le dan a usted la concesión, usted la vende al momento y se hace rico, o poco menos. Y el ferrocarril se construye o no; generalmente, no se construye... ¡Cuántas cosas podría hacer valiéndose de la influencia de su hermano! Hoy, para medrar, no hay más que meterse con el Gobierno... o en la Bolsa: un compañero suyo, que dormía en los bancos de las plazas y en los caños abandonados, se había metido no se sabe cómo en un negoción de tierras, y se ganó lo que quiso, convirtiéndose en un personaje que arrastra coche...

—Aquí tenemos lo de Quilito—observó misia Casilda,—esas fortunas improvisadas me hacen a mí el efecto de casa sin cimientos; deja que sople el aire y verás dónde van a parar. Mejor sería que tuvieran más cabeza, pues esto se va poniendo muy malo: esta mañana el casero nos mandó aviso que para el mes que viene subirá el alquiler, y siempre con el mismo pretextito: el oro; ¿qué culpa tenemos nosotros de que se vaya a las nubes?

—¡Y lo que vendrá!—dijo Agapo en tono profético, acariciando sus barbazas.

—Tengo un dolor de cabeza...—volvió a decir misia Casilda.

—Algún disgusto, ¿no es verdad?

—Sí, ese atolondrado de Quilito tiene la culpa. La noche antes había llegado don Pablo Aquiles de mal talante, porque se encontró al niño en la puerta de Colón, detrás de las de Esteven, lo que vino a corroborar sus sospechas de que festejaba a una de ellas; ya se lo habían dicho no sé en qué parte, y la idea de que fuese cierto y que los otros pudieran creer que ellos autorizaban semejante cosa, les tenía disgustadísimos. Decidieron sondar al muchacho, y cuando bajó a almorzar, le espetaron la preguntita.

¿Crees tú que negó? ¡qué esperanzas! es muy deslavado y tiene una manera de contestar al padre... Que sí, que Susana le gusta mucho, y que si puede que ya lo creo que se casará con ella, pero que todavía, no hay nada serio... ¡Todavía! ¡vaya un consuelo! Entonces, yo tomé la cosa por mi cuenta y le dije las del barquero.

Eso es, muy bien; ¿le parecía decente poner los ojos en una niña, cuya familia era enemiga mortal de la suya propia? ¿no había en Buenos Aires ninguna otra más que ella, tan buena o mejor? ¿no temía que la gente esa dijera que iba por su dinero y que su padre y su tía estaban mezclados en el negocio? Y luego, ¿qué significaba eso de casarse un mocoso, que no sabe dónde tiene las narices? ¿con qué contaba para el casorio? ¿tenía siquiera su carrera concluída? Estos muchachos de ahora son de una impavidez extraordinaria; todo se lo llevan por delante, y creen a pies juntillos en la engañifa aquella de «querer es poder»; así, no son pocos los desengaños.

En fin, que me despaché a mi gusto, y como golpe final, le hice esta pregunta: Pero, ¿has hablado con la niña.—No.—¿Y entonces?—Ella me mira, y con esto basta.—¡Inocente! ¡te fías de los ojos, cuando las promesas de la lengua no se cumplen! si todas las mujeres bonitas miran y remiran, porque buscan el homenaje de los hombres y quieren ver el efecto que su hermosura, su tocado o sus alhajas producen. Entonces él, retorciendo su bigotillo, dijo con petulancia:—Hay modos de mirar, tía... y yo me entiendo.—¿Habráse visto botarate? ¡Un chico que no levanta media vara del suelo! Quedaba el gran argumento y se lo largué: Mira, Quilito, que se te quiten tales disparates de la cabeza: el señor don Bernardino Esteven nunca consentirá en ese casamiento. Lo aplasté. Pero él se irguió, y en tono de amargo reproche, replicó:—Seré muy desgraciado entonces, pero la causa de mi desgracia serán ustedes, con su terquedad ridícula y su odio injustificado.—¿Qué te parece? mira que Pablo Aquiles tiene una paciencia de santo, pero al oír aquello no se pudo contener, y eso que le aguanta cosas al muchacho, que parece mentira. Total, que Quilito subió a su cuarto muy enfadado, Pablo se fué a la oficina de mal humor, y yo quedé con jaqueca. ¡Qué muchacho, Señor!

—Eso me lo sabía yo de corrido—dijo Agapo,—¡las veces que le he visto en la calle Florida detrás de ella! y una tarde, al salir de casa de mi señor hermano, tropecé en la acera con Quilito, y cuando doblaba la esquina vi a Susana en el balcón... Que ellos se entienden, no hay duda.

—Si esto es una fatalidad—exclamó misia Casilda, va a ser un semillero de disgustos para nosotros.

Lo que Agapo no se atrevía a decir, es que él era el protector de aquellos amores contrariados, el correo de gabinete entre los dos tórtolos; su buen corazón no había podido resistir al ruego de Quilito... y a la propina de dos pesos por carta, enternecido ante la desgracia que separaba a sus sobrinos más simpáticos y que más quería. Esto le obligaba a ir con alguna más frecuencia a casa de don Bernardino, y a valerse de estratagemas para comunicar con la muchacha; pero todo lo hacía con gusto... y con provecho. Seguramente que si misia Casilda sabe que en la ocasión en que ella tanto se lamentaba de la ocurrencia, era portador Agapo de una carta traidora, que había de encender más la hoguera sobre la cual ella, por amor propio y amor de su sobrino, trataba de echar el agua fría de la reflexión, no hubiera sido flojo el escándalo. Pero él se guardaba bien de descubrirse... si no, ¡adiós platitos de arroz con leche! la escoba de Pampa y el vigilante...

El sol entraba en el comedor, tan alegre, que parecía de primavera; a su grato calorcito, el morrongo de la casa, espatarrado, exponía su vientre de terciopelo. Afuera, cantaba Catalina la genovesa un aire de su país, con acompañamiento de platos y cacerolas.

—¿Está Quilito?—preguntó Agapo tímidamente.

—Debe estar en su cuarto—contestó la señora.

¡Había subido más enfurruñado! dando portazos y diciendo que iba a hacer y acontecer, con las palabritas escogidas de uso diario. Todo se le podía perdonar, menos aquel capricho desatinado de enamorar a la hija de Gregoria, que le despreciaba hasta el punto de no haberle jamás dirigido la palabra, como que le dejó en mantillas... y hasta la fecha. Pero él no entendía de razones. Era un muchacha que no tenía pies ni cabeza.

—¿Sabes a qué hora llegó anoche?... hoy, mejor dicho: ¡a las tres y treinta y cinco!

Hacía muy poco que habían dado las tres y media, cuando ella, metida entre sábanas, oyó abrir la puerta de calle, con cautela de malhechor, y pasos apagados en el patio: era el niño que entraba. ¡A las tres y treinta y cinco de la mañana!

—Si todos hacen lo mismo, señora—se atrevió a decir Agapo.

—Ese es el razonamiento de Pablo; pues yo digo que si todos hacen lo mismo, no sé qué juventud es la de ahora; ¡siquiera estuvieran de visita en casas honestas! pero, no, señor, no tienen sociedad ninguna; que se pongan en rueda de señoras y no hay quien les saque una palabra del cuerpo. Quilito se esconde apenas ve gente en casa, y cuando le reprendo, me contesta que él no está para perder su tiempo con vejestorios. Lo que a aquel chiquillo hacía falta, era un padre como don Aquiles, su abuelo, que le arreglara a ordenanza; el látigo es un remedio excelente: con esto y rienda tirante, no hay hijo indócil ni descarriado.

—Más se consigue con el cariño, que con los azotes—dijo Agapo acordándose de los sopapos y tundas de su niñez.

—Pues éste no echará de menos los mimos...

Se oyó sonar la escalera del patinillo.

—Aquí le tenemos—murmuró misia Casilda poniéndose muy seria.

Quilito entró, con un cigarro en la boca.

—¡Hola! ¡tanto bueno por acá!

Tiróle de las barbas a Agapo, y mientras le presentaba su cigarrera de níquel, le deslizó hábilmente en el oído esta pregunta:

—¿Hay algo?

El atorrante dijo que sí, moviendo la cabeza, muy risueño, a la vez que se apresuraba a desocupar la cigarrera.

—¿Vienes, Agapo?—dijo el joven.—Me voy a la Bolsa y tengo prisa.

Y mientras el otro se levantaba, la señora, silenciosa hasta entonces, llamó aparte a Quilito; en un rincón, pasando la mano por el cuello de su gabán para quitarle las hilachas que siempre se dejaba, le dijo bajito que no le parecía bien saliera en compañía de aquel hombre; ¿qué dirían los que le vieran?

—¿No es mi tío?—dijo él con afectada seriedad.

Eso, felizmente, nadie lo sabía; bueno era protegerle en su desgracia, pero no mostrarse con él.

—Si no voy a ir por la calle Florida, tiíta Silda, es para darle algo... y no quiero hacerlo delante de usted por no avergonzarle... En la esquina le despacho.

—Eso es otra cosa.

Y levantando la voz, añadió:

—¡Que les vaya bien!

Salieron ambos, y ya en la acera, a pocos pasos de la puerta, el joven, ansiosamente, pidió la carta, que le entregó Agapo con precaución, contando las fatigas que le había costado conseguirla. El criado de Esteven era muy bruto, y se permitía ofrecerle puntapiés cada vez que le veía; luego, como misia Gregoria estaba con frecuencia en la pieza que da al recibimiento, no era posible hablar a Susana, sin que ella lo pispara. Generalmente, la muchacha abría la puerta de la sala y por la rendija echaba la carta; pero aquel día hasta este recurso faltó, porque estando sin cerrar la vidriera de colores, a causa de la limpieza, del recibimiento se veía todo lo que pasaba en la escalera; hubo que esperar la hora de Palermo. Al salir ellas al paseo, recogió en el zaguán la carta de manos de la santita, en las mismas narices de la oronda misia Gregoria y de Angela, sin que ninguna se enterara. ¿Qué tal? Quilito no le escuchaba: había rasgado el sobre y leía; con el afán de un sediento ante un vaso de agua, saboreaba la miel de la fraseología de su prima, temblándole las manos de emoción.

—¡Ca... ramba!—exclamó echando un terno,—¡maldita suerte la mía! ¿he de estar condenado a vivir siempre separado de ella?

Con gesto de mal humor, dió los dos pesos de la tía a Agapo, recomendándole que no fuera a emborracharse, y allí mismo le dejó plantado, siguiendo la calle de Moreno a buen paso. La verdad es que tenía por qué quejarse de su estrella. El abismo que separaba a las dos familias era tan hondo, que no había medio de salvarle: en la escena del almuerzo pudo comprobarlo; no, ni su padre, tan condescendiente siempre, ni la bondadosa tiíta Silda se prestarían jamás a una reconciliación, y por el lado de los otros, ya se lo había dicho Jacintito con mucha frescura: la tía Goya decía que si se atrevía a poner los pies en su casa, le echaría de escaleras abajo. Pero, ¿qué culpa tenían Susana y él si hubo o dejó de haber en la malhadada testamentaría del abuelo? ¡Renunciar a Susana! nunca, aunque en ello se empeñaran el cielo y la tierra juntos. Se amaban hacía tiempo, de lejos, porque las chicas no iban a bailes y no había medio de hablarse, y se decían muchas cosas con los ojos cuando se veían, que las cartitas traducían luego en períodos almibarados. La fatalidad había levantado infranqueable barrera entre ellos; pero el joven, caprichoso de suyo y testarudo, con la agravante de encamotado, tenía hecho el juramento de vencer todos los obstáculos, y conseguir la mano de la muchacha: ítem más, la reconciliación de las dos familias. ¡Qué final de melodrama más hermoso; una boda y pelillos a la mar, o canje de abrazos fraternales entre los que han andado durante toda la obra tirándose los trastos a la cabeza! Por eso quería hacerse rico de prisa, para tener algo que ofrecer a la novia y con qué amansar a los padres: la lotería, la Bolsa y la timba de clubs y cafés, todo lo ponía a contribución; hasta entonces su estrella seguía nublada, pero el gran día llegaría... porque forzosamente tenía que llegar.

Entretanto, ¿a dónde iba? Por la tarde debía encontrarse en Palermo: ella estaría. Y aquí cumple confesar otro de los inconvenientes en que el pobre muchacho tropezaba, un síntoma más de la vida artificial, que su mala educación y las pretendidas exigencias sociales le obligaban a llevar. Para ir a Palermo, se necesita coche de lujo y para hacer la corte a una muchacha high-life concurrir a teatros y a bailes; Quilito era pobre, pero él iba en coche de lujo y se mostraba en palco todas las noches. ¿Cómo hacía semejante milagro? Digamos la verdad: a costa de sus amigos ricos; era un gorrón y nada más, dicho sea sin ofenderle. Pegajoso con aquellos de quienes podía sacar algo, sabía llegar a la casa en el momento en que iban a sentarse a la mesa, cansado de los guisotes de Catalina y los platos criollos de la tía Silda; cuando iban al teatro, cuando iban al paseo: era un lebrel a caza de invitaciones. En todas partes estaba, y siempre de arriba. Así podía darse ese barniz de rico, que engañaba a los más y hacía sonreir desdeñosamente a los paganos y sabedores del secreto, pero que bastaba para la satisfacción de sus gustos y de sus propósitos, desde que la suerte le había colocado en posición inferior a la que él tenía derecho a ocupar, y la sociedad, no su presunción, le exigía cubrir las apariencias.

Ahora pensaba de qué amigo valerse para ir a Palermo. X le había convidado la víspera a comer en el Café de París; Y[**] le pagó el coche y las entradas de las carreras del domingo último; Z le llevó a su palco de la Opera, el lunes. De dos o tres más, había recibido en la semana iguales o parecidos favores. Quedaba Jacinto Esteven. Con Jacintito tenía más confianza: cierto es que la butaca de Colón se la regaló él la noche anterior, pero era su primo y no tenía nada de particular que ocupara la tarde siguiente su elegante faetón. En definitiva, el chico de Esteven cargaba con los gastos de representación de Quilito, comodidad muy grande e inapreciable para el que no tiene en su presupuesto partida tan importante y necesaria. Quilito pasaba por el rodrigón de su primo Jacinto, y a él acudía siempre aunque, por delicadeza, no dejaba de hacerlo también con X, Y Z y los demás de su círculo. Vaya por Jacintito, pues.

Tenía éste un escritorio de comisiones en la calle Piedad, en una casa vieja que parecía iba a derrumbarse de vergüenza al ver, a sus lados y a su frente, edificios nuevos y lujosos, y de mostrar su fachada desconchada y sus ventanas del año 10 en barrio tan concurrido. Era el escritorio una pieza reducidísima, tan obscura, que había sido necesario abrir una claraboya; las paredes cubiertas de un papel de ramos dorados, que la humedad había deslustrado y dejaba colgar en jirones; sin más muebles que dos mesas de patas largas, con sus bancos correspondientes, un sofá y cuatro sillas sueltas; una mampara de pino pintado cubría la puerta de calle, y al exterior, a ambos lados de esta puerta, se veían dos planchas de metal, que nunca se limpiaban, con este letrero: Esteven y C.a—Comisionistas. Adentro, la atmósfera apestaba a cigarro; el polvo blanqueaba los muebles con espesa capa, sobre la cual el dedo de algún desocupado se había entretenido en hacer dibujos estrafalarios, pues allí parecía no haber más plumero que los faldones de los visitantes y la manga de los escribientes; el suelo, de madera, estaba esmaltado de puchos, salivazos, fósforos servidos y papeles rotos.

Cuando Quilito entró, Jacinto en el sofá leía un periódico, y encaramado sobre un banco, escribía un joven muy rubio, casi albino, el socio, o la compañía de que hablaba el letrero. Hijo de inglés y nacido, en el país, seriote, reservado, un erizo a primera vista y un pedazo de pan en el trato diario, sobre él gravitaba todo el peso de la razón social; porque Jacintito no era sino un socio de lujo, que había aportado gran parte del capital y su apellido conocido, sin dar palotada en lo que tenía entre manos, pues él sólo entendía de juego y de caballos. Míster Robert llevaba los libros, trataba con los clientes, discutía transacciones; era el poder legislativo y ejecutivo del escritorio. El otro tenía sólo los honores de pantalla: llegaba después de las doce, siempre soñoliento; oía bostezando la relación que, por mera fórmula, hacía el inglés, plantado en su alto sitial; recorría los periódicos, mientras venían los amigos...

—¿A cuánto el oro?—preguntaba.

Quedábase absorto, como un gran financista abismado en sus cálculos.

—Qué le parece, míster Robert, las cédulas siguen bajando; esta es la ocasión de dar el golpe.

El inglés protestaba de estas especulaciones bursátiles; a pesar de la angustia que invadía poco a poco la plaza, la casa parecía marchar con desembarazo, sabiamente guiada por tan prudente piloto.

—La mejor jugada es no jugar—contestaba.

No insistía porque, al fin y al cabo, Jacinto iba a la Bolsa de su cuenta y riesgo, y tenían además las espaldas bien guardadas, pues detrás de la razón social estaba la robusta fortuna de don Bernardino.

Antes de la una, salía Jacintito para la Bolsa, después de charlar en el escritorio con los amigos y discutir con míster Robert. Aquella sesión de barbilampiños, en que se exponían las más peregrinas teorías económicas, con la gravedad de padre de la patria, y se barajaban los millones de pesos como simples naipes, ofrecía especial interés; había empleadillo de tres al cuarto, que hablaba de hacer una operación de muchos miles, y niño apenas destetado, que decía con arrogancia que el Banco acababa de otorgarle fuerte suma con su sola firma; el hermano de alguien que estaba en el candelero, pellizcándose el bozo incipiente, brindaba su poderosa influencia, y un rabonero recalcitrante, sin más haber que las dádivas de su papá, se lamentaba de sus pérdidas en la última liquidación. Pero el que allí predominaba, por su desfachatez y su audacia, era Quilito; como su padre estaba empleado en un Ministerio, y debía conocer al dedillo los secretos políticos, hacíase él sabedor de noticias gravísimas, que iban a influir de manera formidable sobre la plaza; ¡ya verían a dónde llegaba el oro! Se lo acababan de decir al salir del Café de París, con el palillo todavía entre los dientes. ¿Quién? Un personaje que entra y sale en la Rosada, como Pedro por su casa: tal ministro se apretaba el gorro, porque el que todo lo puede, se lo había sumido hasta las orejas. O si no era algo muy feo, descubierto en cierta repartición, o algo peor atribuído a algún fantoche de las esferas oficiales. Los otros abrían tamaña boca. Debía ser cierto, cuando Quilito lo decía. ¿Y si soltaba el trapo a disertar sobre finanzas? tenía tales trazas de catedrático, que nadie chistaba.

—¿Qué noticias traes?—le preguntó Jacinto.

—¡Psh!—hizo Quilito,—lo de siempre, que esto se lo lleva el diablo.

Echóse el sombrero a la nuca, y saludó con un gesto familiar a míster Robert.

—A quien se va a llevar el diablo es a mí—dijo Jacintito estrujando con rabia el periódico,—¡estoy de un humor! ¡maldito sea o senhor don Raimundo de Melo Portas e Azevedo!

—¿Te ha echado otra vez la garra?

—¿Cómo no? pero la culpa es mía. ¡No le costó poco arrancarle al viejo los cinco mil nacionales, que debía al pícaro portugués! Si uno pudiera adivinar las oscilaciones de los valores en la Bolsa...

Jugó a la alza, cuando ésta se mostraba firme, y de repente la baja se pronunció, sin saber cómo ni por qué, arrastrando en su caída a muchos incautos, él entre ellos; quedó deudor de cierta suma, a pagar dentro de las veinticuatro horas, no se atrevió a acudir al padre, esperando resarcirse en otra jugada, y para salir del paso valióse del usurero. Siguió adversa la suerte, y entretanto, llegó el plazo fijado por don Raimundo; no hubo más remedio que impetrar del viejo la salvación. Le puso una cara y le echó un sermón de fraile descalzo, pero aflojó la mosca, que era lo esencial; dióle a entender, sin embargo, que aquella sería la última vez, pues la borrasca se acercaba, y según indicios, iba a ser muy fuerte y muy pocos los que escaparían de ella.

—¡Chocheces de viejo!—dijo Quilito con suficiencia:—si te cierra la bolsa, acudes al Banco, que es el padre común de los fieles.

—No habrá más remedio...

Bajó la voz, porque quería contar algo que no convenía oyera el socio, inclinado sobre el pupitre. El padre le había dicho también, que veía con sumo disgusto, su amistad con el Varguitas de la otra banda, por la centésima vez, y cuando en esto estaban, hizo irrupción la madre en el despacho, y adhirió su protesta a la de don Bernardino, significando que había observado ciertos paseos y ciertas ojeadas entre Susana y el primito que le olían a festejo descarado, lo que hizo enfurecer al padre. Salió Jacinto en defensa del acusado y sostuvo que no había tal delito, que no podía haberlo, porque él, compañero inseparable, y a mucha honra, de su primo, tenía que estar enterado, como lo estaba, de que el otro no pensaba en semejante cosa; pero, la tía Goya, sin dar su brazo a torcer, llamó a la barra a la supuesta cómplice, y entre todos se la sometió a minucioso interrogatorio. Susana negó de plano, y el juicio quedó terminado con esta sentencia inapelable de don Bernardino:

—¡Ni ahora ni nunca daré mi consentimiento, en el caso desgraciado que a un hijo mío se le ocurriera unir su nombre al de la familia que nos ha ofendido!

—¡Nunca, nunca!—apoyó el fiscal, o sea misia Gregoria.

Y el abogado defensor, es decir, Jacintito, impugnó la sentencia, declarándola improcedente, porque no había motivo para dictarla, e inicua, porque era la sanción de odios que los años debían haber apagado. En cuanto a la amistad del primo, demostró el propósito de perseverar en ella... porque no le quitaba a él ningún pedazo, ni le haría perder casamiento, como aseguraba su madre.

—Tenía los cinco mil en el bolsillo—concluyó Jacinto,—y bien podía desahogarme; si todo esto les digo antes, de seguro no me los dan.

Quilito, muy contrariado, replicó:

—Sobre el mismo tema me han regalado hoy una sonata destemplada en casa. ¿Quién será el inventor de esa zoncera? Ni yo miro a tu hermana, ni ella a mí. Además, ninguno de nosotros tiene nada que ver en que ellos anden como el perro y el gato.

Cambiando de conversación, preguntó:

—¿Vas a Palermo?

—Sí, iremos; a las cuatro viene el faetón.

—Bueno; ya que te empeñas...

Abrióse la mampara y entró un hombre, que parecía una figura de cromo: muy encendido el color, el bigote afeitado, la nariz encorvada, los ojos pequeños y penetrantes, con un levitón color de café y una chistera tornasol; era el muy respetable señor don Raimundo de Melo Portas e Azevedo, de estado casado, de nacionalidad portugués y de profesión usurero, el ángel protector de empleados impagos y pensionistas atrasados, el agente de funeraria de toda quiebra, el cuervo voraz de toda desgracia, el pastor de los hijos de familia descarriados. Entró haciendo saludos de miope y se sentó sin ceremonia en la primera silla que encontró, colocando la chistera sobre sus rodillas, después de mirar y convencerse que no había sitio más apropiado.

—Ya está usted aquí, señor don Raimundo—dijo Jacintito.

—Hoy estamos a 26 de mayo—contestó el viejo secamente.

—Lo sé, lo sé; ¡Dios nos libre de su buena memoria, de su reloj y de su almanaque!

Sacó la cartera y le pagó, presentando los billetes con arrogancia; calóse las gafas el otro, maravillado de tal espectáculo y metió las narices en ellos, menos por causa de su miopía, que por regalarse el olfato con su dudoso perfume, que al usurero debe trascender a gloria; y como quiera que don Raimundo, poco acostumbrado a la puntualidad de sus clientes, iba preparado a decir cuatro palabras agrias, los oídos rellenos de algodón para hacerse el sordo a las lamentaciones del deudor moroso, quedóse desarmado al ver los billetes en su mano, y sonrió, más de gozo íntimo, que por parecer amable.

—Me alegro y me felicito—dijo ensayando nuevo saludo;—esto me prueba que marchamos viento en popa.

—¡Y tanto!—contestó Jacinto con petulancia.

Quilito, así que vió aparecer al portugués, sintió cierto desasosiego, y para ocultarlo, cogió el periódico que tenía cerca y lo colocó delante de su cara, fingiendo estar entregado a la más interesante lectura; de vez en cuando, miraba al descuido a don Raimundo, y le parecía tan feo y repulsivo como aquella vez que tuvo necesidad de sus servicios y se abocó a él, más muerto que vivo. La punta de la nariz se le movía entonces, como ahora, y mostraba también sus dientes mellados y los colmillos saltones, al preguntarle su nombre y el de las personas que podían servirle de fiador.

—Sí, Vargas, Vargas—decía mascullando las palabras,—empleado con ochenta nacionales... esto no basta. ¿No tiene usted un pariente o amigo de representación?...

Y Quilito echó mano al clavo ardiendo, largando el nombre de su tío, don Bernardino Esteven.

—Eso es otra cosa—exclamó el usurero;—conozco mucho al señor Esteven; cuente usted, mi amigo, con la cantidad pedida.

—Espero que no hablará usted a mi tío, ni a nadie, de este asunto.

—Sólo a plazo vencido y letra protestada—contestó don Raimundo levantando un dedo, lo que al muchacho se le antojó terrible signo de amenaza.

Todavía el plazo no había vencido, faltaba un mes, pero la suerte le trataba tan mal que pensaba con terror ver llegar el 22 de junio, sin un centavo que ofrecer a aquella fiera de los colmillos saltones. ¿Le habría conocido? Era tan corto de vista... Inquieto, sin embargo, se levantó y fué a hablar con míster Robert, procurando dar la espalda; ambos se enredaron en una discusión política de tono muy subido.

—Si aquí no hay opinión, ni energía, ni principios, ni nada, ni quien se levante y se ponga en frente del gobierno. Nos hace falta un hombre, como a Diógenes, míster Robert.

—Lo que hace falta es no vivir al día, y gastar menos de lo que se tiene; no arrastrar coche cuando el puchero escasea, y confiar el porvenir al trabajo honrado y no al azar del juego.

—Diríase que es usted situacionista.

—No lo fuí nunca y menos lo sería ahora.

—Pero no me negará usted que aquí todo se vuelve hablar y nada entre dos platos. Luego, el ministro de Hacienda...

—¡Si todos fueran como usted!—decía don Raimundo guardando enternecido los billetes en el bolsillo interior de su levitón;—se está poniendo la plaza de tal modo, que no sabe uno ya con quién trata.

—Ya tendrá usted sus quebraderos de cabeza—insinuó Jacinto,—y qué gastar muchas botas y cansar mucho las piernas.

—¡Ay, ay, ay! le citaré a usted un caso, uno de los mil que me han ocurrido, de los cien mil que van a ocurrirme; usted conoce a S, ¿verdad? un hombre que se ha improvisado millonario, politiquero de viso y jugador de muñeca, que vino de su provincia cantando y ahora hace bailar los títeres a su antojo... Pues no puede pagarme los veinte mil pesos que me debe y que en un momento de apuro le presté a escaso interés, créalo usted, a muy escaso interés. Y S es un hombre que tiene todos los Bancos a su disposición, pero está de tal modo metido en negocios y comprometido, que para vestir un santo tiene que desnudar a otro. Y si esto sucede con los pájaros gordos, ¿qué no ha de suceder con esos chingolos, que la enfermedad de la época ha contaminado, pichones caídos del nido y desplumados? Pero, señor, si aquí todos estamos locos o poco menos; la pasión del juego de Bolsa se ha desarrollado en forma tan alarmante, que hasta mi señora, Belarmina, una excelente mujer que no ha hecho otra cosa en su vida que espumar el cocido y pegarme los botones, ha echado también su cuarto a espadas, y hoy mi cocinera me ha preguntado, con mucho interés, si las cédulas tales subían o bajaban. Mi hijo, que tiene ocho años, me ha declarado que él será corredor de Bolsa, para ganar mucho, mucho dinero, cuando salga del colegio.—Siquiera tuviera quince años—dijo la madre.—Por mí le habilito la edad—contesté;—para ser corredor más que inteligencia, necesita buenas piernas. En fin, sería el cuento de nunca acabar: el sebo de una fácil ganancia ha engatusado a muchos, y con el afán del lucro se han metido a ojos cerrados en el pantano, y ya han perdido pie y empiezan a hundirse; el liquidar de cuentas será un rechinar de dientes.

—Así tuviéramos buen gobierno—decía Quilito.

—Pero si no sabemos gobernarnos nosotros mismos, ¿cómo hemos de gobernar al país?—replicaba el inglés descargando golpes con la regla sobre el pupitre;—lo que yo siento, es que aquí vamos a pagar justos por pecadores.

En la calle el rumor de vehículos y transeuntes ensordecía; los muchachos pregonaban a grito herido los periódicos de la tarde.

—¿Y su papá de usted?—preguntó don Raimundo bajando la voz,—¿qué tal le va en medio de esta marejada? Me habían dicho que tuvo pérdidas de consideración el último mes y que dos quebrados le dejaron clavado.

—¡Macanas!—respondió Jacintito con desprecio;—el viejo sabe lo que se hace.

—Muchas veces por saber demasiado, se yerra peor, mi amigo.

Le miraba a través de sus gafas con insistencia: el chico debía estar en el secreto de la verdadera situación de su padre, porque ésta no puede ocultarse en el hogar; si los cimientos de la fortuna de Esteven seguían inconmovibles, ¿por qué le había buscado a él, don Raimundo? Cuando se acordaba de que existían prestamistas, es que iba a pedir lo que quizá en aquel momento no tenía... Sus pérdidas recientes en la Bolsa y su visita, sin resultado, porque no le encontró. Don Raimundo ataba estos cabos.

Jacintito miró el reloj y dijo que se marchaba a la Bolsa. ¡Aquel era el gran día! Su corredor le esperaba después de la primera rueda; si la baja se acentuaba, la operación se realizaría con una no despreciable ganancia. No había de hacer siempre el perdidoso...

—Pues vamos allá, a ver si logro pescar algunos clientes, que se me escurren como anguilas.

Levantóse el señor de Melo Portas e Azevedo, cubrió su calva con la chistera tornasol y se dirigió a la puerta, después de saludar a derecha e izquierda.

—¿No vienes?—preguntó a su primo, Jacintito.

—Te espero—respondió Quilito sin volverse.

Cuando el joven y el prestamista salieron, un sol radiante iluminaba la ciudad; eran las dos y un hacinamiento de carros, carruajes, caballos y transeuntes obstruía la calle y las aceras, con zumbido colosal de colmena entregada al pillaje. El tranvía, inmóvil, pedía con estridente toque de corneta paso franco, mientras un grupo de desocupados rodeaba al caballo de un vehículo, caído en mitad de la vía, bajo el peso de su carga y de sus largos servicios; entre el vigilante, el carrero y el mayoral, había ruda porfía a quién gastaba más ajos y cebollas, para dejar bien sentado su derecho y su cultura: el vigilante, un chinazo de pera, los ojos atravesados, el kepis sobre la oreja, usando de malos modos y peores palabras; el carrero, un criollo pura sangre, de chambergo ladeado y pañuelo al cuello, y el mayoral, un compadrito de melena, dandy echado a perder, contoneando las caderas a compás. Y mientras estos tres oradores de plazuela desfogaban su elocuencia, en medio de las risotadas del auditorio, yacía el triste animal sin movimiento, la noble cabeza cogida bajo las varas del carro, echando en cada resoplido espumarajos sanguinolentos. Pasaban lujosos equipajes, camino de Palermo; en la calle, demasiado estrecha, no había espacio para todos: al lado de elegante victoria, marchaba enorme carromato, cargado de cajones, o de pipas o de sacos, dando tumbos en los baches del empedrado, con espantoso chirriar de ruedas; se encabritaban los caballos, juraban los cocheros, y había linda cabeza que se asomaba a la portezuela, con inquietud o impaciencia. Por la acera, las gentes andaban de prisa, no como personas que se pasean y a quienes la hora poco importa; cada cual con rumbo fijo, al grano de sus negocios, contando los pasos y los minutos. Y sobre todo aquel rumor de océano encrespado, resonaba el grito de los vendedores ambulantes y el toque de corneta del tranvía, que parecía la llamada pavorosa del juicio final.

—¡Que vengan después a decirnos que estamos en crisis!—exclamó don Raimundo;—mire usted, amigo Esteven, el movimiento y la vida de esta ciudad populosa y rica; todos parecen nadar en la opulencia y llevan cara de satisfacción. Allí va la mujer de S***, el fantasmón de quien le hablaba hace poco: fíjese en su tren de princesa; entretanto, el marido no paga a nadie. Y así muchas y muchos. Pero de esto no tiene la culpa el país, cuya prosperidad no puede sufrir eclipse sino momentáneo, para volver a brillar con nuevo y poderoso resplandor. La crisis que aquí tenemos, amigo Esteven, es de sentido común.

Siguió filosofando a sus anchas, desatada su lengua y animada su imaginación por la pesca de los cinco mil. Pasó en revista las causas de la crisis y discutió sus efectos, con cifras y con datos, mientras daba a las alas de su nariz aquel movimiento de bomba aspirante, que tanto chocaba a Quilito. Jacinto, tirando nerviosamente de su patillita rala, pensaba que aquel hombre se ponía muy fastidioso, cuando tomaba la palabra; contestaba con signos afirmativos a las disquisiciones del portugués, reservando su opinión para no caer en la polémica. Pero el otro no callaba; volvió a la carga sobre aquello de los pájaros gordos, que parecían repletos y sin embargo iban a pedirle un poco de alpiste, bajo secreto de confesión... Jacinto no chistó.

—O no hay nada, o no sabe nada—se dijo don Raimundo.

Entretanto, en el escritorio, Quilito se aburría. Agotada la discusión política, míster Robert reanudó sus anotaciones en el libro mayor, y el joven fué a sentarse en el sofá, donde encendió un cigarro y se puso a leer de nuevo la carta de su prima. Pero esta vez, las palabritas dulces, no le hacían ningún efecto; sin concluirla la guardó, y quedóse cavilando sobre la relación de Jacinto, desalentado ante la gravedad de la lucha; él iba a la conquista de la felicidad y de la fortuna, al asalto, al escalamiento, como tanto guerrero intrépido de la época. ¿Por qué no había de hacerse rico, por un golpe audaz de la suerte? Entonces, seguramente que don Bernardino no haría ascos a su candidatura, y las diferencias de familia quedarían olvidadas. Miraba a míster Robert y se encogía de hombros con lástima. No, no se vería él en ese espejo. Allí estaba de la mañana casi hasta la noche, la espalda encorvada, los dedos agarrotados sobre el lapicero, sentado en el banco de patas largas, sin descanso, sin distracción, esclavo del trabajo, prisionero del deber; y así todos los días, todos los días... hasta que la enfermedad le clavase en el lecho, la vejez le baldara o le sorprendiera la muerte. Entretanto, habría pasado los mejores años de su vida sin gozarlos, dejando para otros el fruto de lo que él sembrara...

Un doctorcito, de estos que apenas salen de las aulas, ya se presentan candidatos a todos los puestos vacantes de importancia, sin más títulos que su título y sin más bagaje científico que los atracones, a fin de curso, de textos sin digerir, y así hacen de jueces y diputados, como juegan los niños haciendo de generales y de obispos, entró con mucho sonar de botas nuevas, preguntando dónde estaba Jacintito.

—Hace una hora que le busco, porque mi corredor me dice que las acciones siguen bajando y ya es tiempo de largarlas.

Decía mi corredor, como diría mi zapatero.

Quilito contestó:

—En la Bolsa le encontrarás.

Y cuando el otro salía, acompañado del chasquido de sus suelas, le asestó esta cuchufleta:

—¿Y qué tal la diputación? ¿te nombran; quiero decir, te eligen, por fin?

Reíase del flamante doctor, aunque con secreta envidia. Todavía no había alcanzado él la suspirada borla, pero se consolaba, porque él tenía también su corredor.

Pasaba el tiempo. Míster Robert escribía imperturbable, abstraído en su tarea, como si estuviera solo. Quilito tiró el cigarro y se acostó en el sofá, bostezando. Cerró los ojos, decidido a esperar la vuelta del primo durmiendo, porque la compañía del inglés, a quien nadie arrancaba de sus libros, era más soporífera que una infusión de opio. La mampara volvió a abrirse, y apareció primero una chistera descomunal, luego una cara de muñeco llorón y por último un cuerpecito ataviado de larga levita, y botas altas, que todo él hubiera cabido, como en una funda, dentro del sombrero de copa; era el lacayo de Jacinto, que traía el faetón. Quilito saltó del sofá y fué a la puerta a ver el carruaje. ¡Qué corte más elegante tenía y cómo deslumbraban su caja y los rayos de las ruedas! el caballo, un alazán hermosísimo, tascaba el freno, impaciente, moviendo sus piernas finas y nerviosas.

—¿No has visto al niño?—preguntó Quilito al lacayo.

El chico contestó que no, ajustándose el sombrero, que parecía venirle algo grande.

—Mira que concluirá por cubrirte del todo—dijo el joven riendo.

Por fin llegó Jacinto, cariacontecido y de mal humor.

—No he podido hacer la operación—exclamó con un juramento.

—Lo dejas para mañana, hombre, ¿qué apuro tienes?

Jacinto entró en el escritorio, vió a míster Robert trabajando siempre, y no queriendo interrumpirle, salió y dijo a Quilito:

—¡Vamos a Palermo!

Subieron ambos en el faetón, colocóse detrás el lacayito, empuñó Jacinto las riendas y al ligero latigazo, arrancó el alazán gallardamente.

Y entonces, vínole a la memoria a Quilito la frase de su tía aquella mañana:

—¡Por este camino, hijo mío, no llegarás a ser sino un segundo Agapo en la familia!

IV

A las cinco y media, cuando ya no se veía en el escritorio, míster Robert cerró su libro; la claraboya dejaba caer una luz mortecina, que embrollaba los números sobre el papel, simulando extraña danza de esqueletos, y no era posible continuar el trabajo. A veces, cuando la urgencia del asunto lo requería, encendía el gas y seguía en su tarea, sin preocuparse de la hora, ni de la que marcara su estómago, mientras su aristocrático socio faroleaba en Palermo, descuidado. No salía, sin dejarlo todo en orden, cada cosa en su sitio de costumbre: la pluma, muy limpia, envuelta en el mismo pedacito de tela negra, que trajo el primer día; la chaqueta de casa, en el segundo clavo de la percha del fondo; el lápiz, la regla y el lacre en el cajón del centro de su mesa, objetos todos que cuidaba con cariñoso esmero, como dóciles compañeros de la labor diaria. Así resplandecía el sitio que él ocupaba de sorprendente limpieza, en medio del desorden y la dejadez del resto de la habitación; al principio, quiso imponer sus hábitos morigerados, asignando su puesto a cada objeto y haciendo que la escoba y el plumero desempeñaran el papel que aconseja y manda la higiene; pero aquello fué lo mismo que pretender aplicar la regla de San Benito a una tropa de reclutas. Jacintito tenía convertido el escritorio en club familiar, y allí se charlaba y fumaba, como se jugaba al box y al palo, y en momentos de amistosa expansión volaban los libros, cual si tuvieran alas; todo lo cual contribuía a darle el aspecto de sala de escuela, manchado de tinta el suelo y garabateadas las paredes por los muchachos revoltosos. Míster Robert creyó poner un dique a la invasión, ordenando su mesa y los avíos de escribir con la minuciosidad femenina que le caracterizaba, mas no logró escapar a sus efectos: su querida pluma, cuyo rum-rum le era tan grato, abandonaba a lo mejor el lecho de cartón y el cobertor de lana, que tan bien sabía prepararle, y salía a recorrer las otras mesas, volviendo de estas calaveradas maltrecha y sin barbas; parecidas excursiones hacían el lápiz, que llegaba despuntado; el secante, que traía perfiles grotescos, y la regla, con más porrazos que cabeza de turco. Puso entonces todo bajo llave, pero asimismo no le dejaban tranquilo: ya era Jacintito, que le pedía papel y lo borroneaba o pluma y la echaba a perder; ya el escribientillo que tenían, cagatinta con aires de ministro, de onda sobre la frente, que escribía a fuerza de raspador y de sandáraca, quien no sabía resistir ante la roja barra de lacre o el paquete de sobres, liado en su elegante cinturón de colores. A pesar de su carácter blando, el inglés tenía sus cuartos de hora de mal humor, y nada le incomodaba más que encontrar una cosa fuera de su sitio, o no encontrarla en ninguna parte: entrecerrando sus ojos de albino, como un murciélago a quien daña la luz, se revolvía en su banco de patas largas, buscando en los cajones, palpando sobre la mesa; convencido de la inutilidad de sus pesquisas, miraba al escribiente, como si quisiera devorarle, pero no decía nada, porque guardaba sus sentimientos y sus pasiones bajo la llave de la reflexión, tan bien, como los objetos de su escritorio.

Con Jacinto no se llevaba mal, y con esto queda dicho que, si sus relaciones no eran cordiales, tampoco estaban a matar. Para un hombre tan metódico como míster Robert, que tenía clasificadas las horas del día y llevaba el debe y haber de su vida, con la misma escrupulosidad que el libro mayor de la casa, el carácter inconsistente de su socio, aquella falta de instrucción y de juicio, que denotaba en sus actos y en sus palabras, no podía inspirarle confianza ni simpatía. La ley de la necesidad le obligaba, sin embargo, a soportar compañía tan incómoda, pues el otro representaba la fuerza bruta, es decir, el capital, y él no traía sino la inteligencia y el trabajo, que no alcanzan en plaza cotización alguna, menos cuando van refrendados por la firma del favoritismo.

Míster Robert no concurría a cafés ni a teatros; su distracción única, suprema, que saboreaba con el deleite de un goloso, era su familia: la mujer, un ángel; el hijo, otro ángel, y el padre, viejo patriarca de Irlanda, más católico que el Papa y de una honradez a toda prueba; de esos caracteres que ya no se estilan y que, temerosos, se esconden en el santuario del hogar, como prenda pasada de moda, para no exponerse a la irrisión del público. Tal como llega al nido la paloma amorosa, trayendo en el pico el alimento para su prole, las alas fatigadas, pero satisfecha de no haber perdido el viaje, así entraba en su casa míster Robert cada noche; besaba a su mujer, a su hijo y a su padre, ya octogenario y medio baldado, y se sentaba sonriente, mientras la sopera humeaba sobre la mesa. ¿Qué había de ir él buscando fuera, si el amor y la felicidad le hacían compañía?

Salió del escritorio, cerrando la puerta con el llavín, que guardó, y se fué por la acera de la izquierda, que seguía siempre con lluvia o con buen tiempo, a tomar el tranvía en la esquina de la Catedral. Al pie del farol, recorría los diarios de la tarde, espiando la aparición, del lado del río, de la luz verde, azul o roja del vehículo; el frío y la humedad le incomodaban, e impaciente por la tardanza, se paseaba por el atrio solitario, como galán que espera: el rumor inmenso de la ciudad se había apagado, las luces palidecían en medio de la neblina, las vidrieras de los escaparates sudaban de frío, las palmeras tísicas de la plaza se quejaban... Andando, míster Robert pasó la esquina de Reconquista y llegó hasta la Bolsa, en su afán de salir al encuentro del tranvía, creyendo así alcanzarle más pronto.

¡Qué triste y silencioso estaba el edificio, que en el día rebosa de animación y de gente! Las puertas cerradas, las bombas de gas apagadas, las banderas, con que se engalanara la víspera, enrolladas al asta por el viento, todo envuelto en la niebla, como en un sudario. Ahí estaba, en la actitud de fiera que reposa, bien nutrida de vidas y de honras; los lamentos de las víctimas no se oían, pero quizá, aplicando el oído, se escuchara la voz doliente de los desgraciados, que la loca ambición sacrificara. Semejante a aquel palacio de los cuentos, en el cual se entraba por una puerta riendo y salíase por la otra llorando; ¡cuántos y cuántos habrían penetrado en el fatal recinto, con la sonrisa de la esperanza en los labios, y salido con las lágrimas del desengaño en los ojos! Picados todos por la tarántula del lucro fácil, vienen, en danza infernal, a ofrecer sus dádivas al monstruo: uno, el pan suyo de cada día; otro, el blanco cordero de sus ilusiones; aquél, su crédito; éste, su nombre, el porvenir, la vida... Todo lo devora la fiera hambrienta. Las filas se clarean; pero, como en las batallas, los que vienen detrás ocupan el sitio de los caídos y el asalto a la fortaleza de la fortuna se renueva, con más vigor en cada acometida. Sigilosamente, tiende el trabajo su escala al primer baluarte, y va subiendo peldaño a peldaño, regando el camino con el sudor de su frente, y llega y se reposa y mira todo aquel estruendo y aquel chocar de pasiones, que bulle en su derredor, como mar agitado por la tormenta; cobra nuevos alientos, y sube y sube, siempre peldaño a peldaño... a veces, flaquean las fuerzas, se detiene, vacila, cae... pero, agarrado a la escala, recobra pronto el equilibrio y vuelve a subir penosamente. Mira hacia arriba, y le espanta el camino que aun falta; mira hacia abajo, y le asusta el espectáculo del combate. Y mientras el trabajo recorre el áspero camino paso a paso, ya animoso, ya desfallecido, hay afortunado que, de un golpe de ala, llega a la cima, y desde lo alto ríe desdeñosamente de aquel que pretende subir arrastrándose como la culebra, y le apostrofa y le insulta. Torna el otro a mirar hacia arriba y ve con desconsuelo, que hay quien sube con alas que a él le negaron y que la ansiada meta no la tocará él con sus manos callosas, sino a costa de esfuerzos supremos. ¿Por qué no mejor dejarse caer y abandonar la empresa? Se reanima, y sigue subiendo, siempre peldaño a peldaño, en tanto que la cima va coronándose de vencedores. Y llega él también, fatigado, enfermo, moribundo casi, y se sienta en la altura a descansar, satisfecho del triunfo... Mas he aquí, que se oye un gran estruendo y la fortaleza se derrumba, falta de cimientos, arrastrando a los que subieron con alas y al que subió paso a paso. ¡Y en el campo de la catástrofe, la fiera escarba y se ceba!

De pie en la acera, meditabundo, enfrente del silencioso edificio, míster Robert pensaba que no es otro el destino del trabajo honrado, en lucha abierta con el agio: el interés los une en apretada cadena, y es tal la solidez de sus eslabones, y tal el engranaje de la máquina, que el que cae, arrastra a los demás que le siguen, envolviendo a todos en la propia ruina. ¿Y las fatigas y los desvelos del que sembró su semilla, cuidó su germinación, se recreó en la florescencia y se preparó a recoger el fruto apetecido? ¡Quién sabe! él era de los que van poco a poco, por la recta de la honradez, enemigo de las curvas del mercantilismo, y quizá en el nublado que se aproximaba, cayera también, víctima inocente de ajenos errores. ¿Qué sería entonces de su pobre familia? ¿sembraría nueva semilla, sin temor de que las bestias del vecino pisotearan su sembrado y le arruinaran una vez más?

Había caído en dos ocasiones: la primera, por manipulaciones de un socio desordenado; la segunda, por manejos de un corredor desleal, y en ambas tuvo que responder con su capital y sus ahorros de la impericia y de la mala fe ajenas. ¡Horas más amargas, no las recordaba en su vida! Su casamiento postergado, su porvenir obscurecido, decaído el ánimo... Y volvió al trabajo, con rabioso tesón, dispuesto a llegar o a perecer. Divisaba ya la tierra prometida, cuando nuevo golpe le sume otra vez en la desgracia, y otra vez encuentra fuerzas para rehacerse, y llega y realiza todo su programa de felicidad. Pero entonces luchaba solo, no arriesgando sino el propio bienestar, mas ahora, que tenía seres débiles y queridos que proteger... Cual otro Sisifo, subía por tercera vez la montaña, con el peso de su honradez sobre los hombros, expuesto a la acometida del agio, que le acechaba y le echaría a rodar al menor descuido. Y bien, si era vencido, no había de ser sin una feroz resistencia, sin luchar cuerpo a cuerpo con el odiado enemigo y tratar de ahogarle entre sus brazos robustos.

La niebla se hacía más espesa y la fachada de la Bolsa adquiría extraño aspecto, detrás de aquella cortina de tules; míster Robert creía ver en los huecos de las columnas, en el borde de las cornisas y sobre el marco de puertas y ventanas, urnas cinerarias y fúnebres inscripciones, antorchas volcadas y figuras de buhos solitarios, el conjunto, en fin, de las tristes alegorías de los comenterios. Llegaba a leer el aquí yace fatal y deletreaba nombres; entre éstos el suyo. Antojábasele el edificio, inmenso panteón de vivos.

Las puertas se abrían sin ruido y veíanse luces amarillas y nichos que se descubrían por sí solos y tumbas que se destapaban, y allá en el fondo una mesa, sobre la mesa una bandeja y sobre la bandeja monedas apiladas; un juego de dados muy cerca, y de pie, al lado de ella, una figura enmascarada, que bien podía ser Mercurio, a juzgar por el pie alado, que trataba de disimular bajo la vestidura que le servía de disfraz. Y de cada nicho y de cada tumba salían sombras que, en correcta formación, avanzaban hasta la mesa, cada una con un bolsillo de oro en la mano, y en llegando arrojaban el bolsillo, al mismo tiempo que la figura enmascarada volvía los dados. Una voz siniestra cantaba los números, y a cada cifra, que repercutía lúgubremente bajo las bóvedas, se desprendía una sombra de la mesa, abandonando sobre la bandeja el bolsillo. Luego volvían con otro y más tarde con otro, y el oro se amontonaba de manera tal, que tocaba al techo en soberbia columna de tentadores chispazos. Y los dados seguían bailando y cantando la voz siniestra. De repente, escuchóse un gran rumor y estallaron, como trueno formidable, las lamentaciones de las sombras; dando ayes dolorosos, se apartaban de la mesa, volvían a sus nichos y a sus tumbas, y registraban los cuatro rincones, buscando una moneda más que arrojar en la bandeja; las que tropezaban con ella, corrían a ofrecerla a la figura enmascarada, quien, de una vuelta de dados, hacíala desaparecer; las que nada encontraban, gemían, la cara contra la tierra. Bien pronto, no se oyó sino el concierto colosal de quejas, que la mala suerte arrancaba a los perdidosos; los dados quedaron quietos y la voz siniestra se apagó. Tímidamente, acercóse una sombra y echó sobre la mesa algo que brillaba como diamantes.

—Aquí traigo las lágrimas de mi esposa—dijo,—tómelas usted el peso y aprecie bien los quilates.

Otra trajo el corazón de su madre, diciendo:

—Es de oro macizo.

Dos llegaron, entregando la primera un escudo y la otra una lanza. Esta dijo:

—Doy a usted mi nombre; no tiene mella.

La del escudo dijo:

—Entrego a usted mi crédito; no lleva abolladura.

Con arrogancia, una quitó de sus hombros el manto y lo arrojó sobre el tapete, diciendo:

—Ahí va mi honra; no tiene tacha.

Otra, que aparecía encorvada por el pesar o por los años, trajo costosa joya, manchada de sangre.

—Aquí tiene usted la felicidad de mi hogar—dijo;—esas manchas salen con oro derretido.

Fueron así todas ofreciendo lo poco que tenían, lo único que les quedaba; y cuando la última vuelta de dados faltaba que dar, apareció una sombra más pequeña que las otras, con toda la cara y todas las trazas de Jacintito Esteven, trayendo un ave desplumada y malherida, y presentándola, dijo:

—Este es el trabajo; ábrale usted el vientre y encontrará dentro huevos de oro...

Aquella fantasmagoría desapareció; el telón de niebla cayó sobre la fachada de la Bolsa, y quedaron ocultas las figuras del sombrío drama, que la imaginación del comerciante acababa de hacer representar. Míster Robert levantó su brazo, cual si lanzara un anatema, y exclamó:

—¡Garito amparado por las leyes, ladrón de haciendas, yo te maldigo!

Venía el tranvía, el suyo, con su luz roja brillando, como un ojo de fuego, en medio de la neblina; míster Robert se metió en él, transido de frío. El reloj del Cabildo daba las seis.

Era la hora ordinaria de su regreso al hogar, en invierno, porque en verano no lo hacía hasta después de las siete. Al escritorio llegaba siempre a mediodía; el mismo tranvía le dejaba en la esquina de la Catedral. De ida y de vuelta, irremediablemente, tenía que pasar por delante de la Bolsa, y no lo hacía sin arrojarle una mirada de odio, tal era la ojeriza que sentía por aquella institución, no por lo que ella representaba, sino por lo que era al presente, convertida en mercado de especulaciones vergonzosas. Pasaba sin querer detenerse, contemplando con lástima a los que penetraban en el sitio maldito, viejos y jóvenes, espoleados todos por la misma idea de crear fortuna sobre base de arena; mirábales al rostro y sorprendíale la palidez intensa, la mirada inquieta, el respirar anheloso, de los que corren tras una quimera, como tras la mariposa un niño, y a intervalos, ya ponen sobre ella la mano, como la retiran desengañados, se agitan, se revuelven y consumen en estériles esfuerzos. El, entretanto, iba a su trabajo con la tranquilidad del hombre que todo lo espera de su propia iniciativa y no de una vuelta de dados, sólo con el cuidado del que lleva un pedazo de pan y trata de defenderlo de los canes famélicos que le siguen.

A la hora en que míster Robert pasaba para el escritorio y desde esa hora en adelante, todos los días hábiles, es tal la afluencia de gente en la Bolsa, que diríase ermita de santo milagroso en día de romería. Por ambas puertas, porque tiene dos entradas, y es por eso tan difícil de guardar, llegan, salen, se tropiezan, se codean los neófitos y los iniciados en el culto del sagrado becerro, que van a prosternarse ante el ara y a consultar el oráculo; no da éste a conocer sus sentencias por medio de epiléptica pitonisa, sentada en su trípode y acompañada de truenos y relámpagos, sino por modesto civil que, tiza en mano, las traduce fielmente sobre negro pizarrón, y son escuchadas con avidez y recogidas y transmitidas de los que salen, a los que entran, de éstos a los que llegan después y de los últimos que se retiran, a la ciudad inmensa, que espera anhelante, como si de la cotización bursátil dependieran su bienestar y su porvenir, y se regocija o alarma, alternativamente.

La fila de tílburis se estaciona a lo largo de la ancha acera; de cada uno baja ligeramente el corredor, abandonando las riendas en manos del lacayo, sube aprisa la escalinata y se pierde en el grupo numeroso del pórtico. A bocanadas sale a la calle el rumor de adentro, y arrecia por instantes la agitación y el vocerío; una sola pregunta rueda en todos los labios: ¿A cuánto el oro? Se hacen comentarios sobre las contingencias que pueden ofrecer las operaciones realizadas, se discuten las noticias políticas y se habla de las bajas que la crisis produce. El sol cae a plomo sobre la gran plaza, y los chicos de los tílburis dormitan, aburridos. Sale a paso de carga el corredor que acaba de entrar y se aleja en el ligero vehículo; va preocupado, el ceño fruncido, con el aire de un diplomático encargado de la resolución de arduo asunto; a poco vuelve, y cinco minutos después está otra vez en la calle. Tal entrar y salir de gentes apresuradas, tanto secreteo en los rincones, la inquietud que en los semblantes se retrata, todo hace creer al transeunte curioso que en aquella casa tan grande, que quiere ser palacio, hay un enfermo grave que se muere por momentos. Por eso, las consultas de médicos se multiplican y aparecen los parientes y amigos contristados.

De los primeros en llegar era el insigne portugués don Raimundo, después de dar una regular batida por las aceras del Cabildo y del Palacio de Gobierno, tarea que llevaba a cabo con el arte de un consumado polizonte; llegaba malhumorado, porque él decía repugnarle en extremo esta caza cotidiana al deudor olvidadizo, verse obligado a acechar a cada uno, correr detrás, cogerle por los faldones y recordarle por la centésima vez, por la milésima vez que en tal fecha le hizo tal préstamo, y esto todos los días, y siempre sin resultado. No entraba inmediatamente, sino que se quedaba en el pórtico viendo el desfile, caladas las gafas y sonriendo a unos y a otros. ¡Señor don Raimundo, aquí! ¡Señor don Raimundo, allá! Era alguien que le reconocía o alguien que le necesitaba. Charlaba con todos, pedía informes y daba noticias, y a lo mejor se escurría, rodeaba la manzana e iba a apostarse en la puerta de la calle Piedad.

—Entre usted, amigo don Raimundo—le decían.

—Luego, luego—contestaba,—es la hora de levantar la caza y no quiero asustarla.

De allí marchaba de nuevo al Palacio de Gobierno y otra vez al Cabildo, para volver a ponerse de facción en la Bolsa.

—¿Ha visto usted a S***?—preguntaba.

—Acaba de entrar.

Seguía el rastro de S***, como perro perdiguero, y no lo abandonaba hasta no dar con él, empresa tanto más difícil, cuanto que las dos opuestas salidas del edificio son obstáculo no pequeño para toda vigilancia; a pesar de su acentuada miopía, iba directamente tras la pista, de tal manera, que diríase era el olfato y no la vista que le guiaba. Veíasele atravesar la plaza, agitando los faldones de su levitón color de café, pasar bajo la arquería de la Recova, perderse entre el hormiguero de la acera y al cabo de corto rato reaparecer, por el lado contrario, la chistera en la mano y secándose la frente y la calva con el pañuelo. Concluída la requisa, entraba tranquilamente en el sagrado recinto, y como era así tan locuaz y francote, tenía su círculo que le festejaba; mas, ocurría a veces con él lo que con aquella gata doncella de la fábula, que, en viendo un ratón, le corría detrás, olvidando su nuevo papel y su alto rango: alguien pasaba junto al grupo, en que don Raimundo peroraba con su grandilocuencia de costumbre, veíale el orador y allí mismo se dejaba su discurso y su público, para correr en pos del otro y echarle el guante sin más trámite. Luego volvía, y con naturalidad pasmosa tomaba el hilo de la oración, donde la había dejado:

—Pues bien, señores, sucedió que...

A pesar del cargo que ejercía, que es en el comercio lo que el verdugo en la justicia, no puede decirse que fuera un mal hombre mi don Raimundo: tenía sus escrúpulos de conciencia, sus asomos de caridad y más fama de blando y misericordioso, que de inexorable y de cruel; aunque esto quizá dependa de la manera en que él, ejecutor de la ley de la necesidad, se conducía con el mísero sentenciado, pidiéndole perdón antes de apretar el nudo de la garganta, porque la forma suele salvar el principio.

Hay que aclarar esto de los escrúpulos de conciencia del insigne portugués: con ello ha querido decirse, que no era capaz de cometer un robo en despoblado, ni de llevar a cabo, ostensiblemente, acción alguna de las que pena el código; pero realizaba sin ambages negocitos de doble fondo y a tan delicada y lucrativa faena dedicaba todo su tiempo, toda su inteligencia y todas sus uñas. Apoderarse del caudal del prójimo, es un robo; sisar del tesoro público, no lo es. El que cae en aquel pecado, pierde la estimación y la libertad; el que mete mano en las arcas fiscales, gana posición y renombre. Don Raimundo, pues, la metía hasta el codo sin miramientos, y procuraba acercarse del lado que más calentaba el sol, tras del servicio por proveer, tierras que liquidar o concesión que acordar. Así tenía, a más del producto de sus préstamos usurarios, la renta fabulosa que sacaba sin repugnancia del estercolero de los negocios sucios. En cuanto a su caridad, practicaba la de su conveniencia, y nada más.

Cualquiera dirá, enterado de estos datos, que, siendo don Raimundo un tipo moral despreciable, era un tipo social despreciado. Pues, ¡no, señor! Don Raimundo de Melo Portas e Azevedo era un hombre a quien se agasajaba y mimaba, como puede serlo, y en realidad no lo es, el varón de grandes y positivos méritos. La ola de la emigración europea, entre lo bueno y lo malo que periódicamente nos aporta, había arrojado a nuestras playas este digno ejemplar de la familia de los natobdélidos, honorable agrupación zoológica a la que da tono y carácter la sanguijuela; la prodigiosa bondad del suelo y del ambiente contribuyó a su rápido desarrollo.

Es indudable que don Raimundo tenía talento, no esa facultad creadora que da vida al libro, a la estatua, al cuadro, y que tan bajo se cotiza en el mercado social, sino ese sexto sentido indispensable para andar suelto, sin peligro, por los vericuetos del mundo, y se llama sentido práctico, el savoir vivre de los franceses, y consiste en buscarle la vuelta, como quien dice, a las cosas y hablar a cada cual en su idioma. Este talento especialísimo poseíalo el portugués en grado sumo, y así era él de escurridizo, de flexible y de listo; sabía amoldarse a las circunstancias, aprovechar los momentos y servirse de los hombres. De todo sacaba partido y lo mismo espigaba en los campos de la miseria, que segaba en los de la opulencia.

Su hablar dulzón, su aire humilde, su afabilidad exquisita, le abrían todas las puertas y le ganaban todas las voluntades. De lo que se decía de él, burlábase desdeñoso: don Raimundo trabajaba en la sombra y sus secretos guardábanlos sus cómplices y sus víctimas, empeñados todos en callar, por conveniencia o por vergüenza.

No era en llegar tan exacto ni tan matinal don Bernardino Esteven, otra fisonomía curiosísima del pandemónium bursátil. Entraba majestuosamente, como gran sacerdote que va a oficiar de pontifical, saludaba con distracción, hablaba con misterio, tenía ¡oh! y ¡ah! en abundante provisión, para servirlos de comentario a lo que escuchaba, pasando así por hombre que sabía muchas cosas, a quien sus altas vinculaciones impiden ser explícito... Había engrosado hasta el punto de parecer obeso; se teñía la barba y llevaba pelada la coronilla; pero su aire era siempre el mismo: diríase que estaba más hinchado de orgullo, que de grasa. Cual si fuera zahorí que lleva en la mano el número ganancioso, estrecho círculo le rodeaba, tratando de adivinarlo en un gesto, en media palabra de tan conspicuo personaje; y cuando las ráfagas de la tormenta próxima, que así temían los árboles corpulentos como los enanos arbustos, se hacían sentir con mayor ímpetu, a él se acercaban todos, como barómetro seguro, a consultar su prestigioso consejo. Sabían que su voz era la del Sinaí, que por su boca hablaban los profetas del oficialismo, porque era compadre y socio en primer grado del ministro Eneene, de aquella encanijada personilla que había subido a la poltrona ministerial a gatas, y convertido el despacho en pulpería; forzosamente, tenía que saber algo, que conocer el pensamiento luminoso y la fórmula salvadora de los pastores del asustado rebaño: el lobo estaba ahí y la hora del banquete iba a sonar. Esteven hablaba entonces de planes financieros, más o menos complicados, de economías, de reformas, que habían de volver todo a su quicio, ajustando las clavijas que el favoritismo dejara demasiado flojas, y se mostraba partidario de concluir con el despilfarro, con el agio y demás plagas de la época, más temibles aún que las egipcias: su lenguaje era el de un puritano a machamartillo, ardoroso, intransigente. Y citaba, como prueba al canto, el presupuesto que su amigo ilustre el doctor Eneene componía: rebaja de sueldo a todos los empleados de inferior categoría, porque para lo que hacen bien pagados están con cuatro cuartos; supresión de media docena de ordenanzas y de las pastas, que una malísima costumbre había dado de compañía al te de las tres de la tarde, en la oficina, y hasta quizá se hiciera cuestión de gabinete el suprimir también el te. A la tropa palo limpio, dieta perpetua a los maestros e impuestos al buen pueblo, sobre todo impuestos, muchos impuestos; la hacienda no se nivela de otra manera. Con esto, y un par de sablazos más a los ingleses, quedaba la situación dominada. ¡Era mucho hombre este doctor Eneene! Su lugarteniente ensalzaba los planes del señor ministro con convicción que parecía sincera, pero los que le oían no se dejaban ganar de su entusiasmo. ¿Era cierto que Eneene y Esteven estaban metidos hasta el pescuezo, en el pantano de los negocios turbios? ¿que don Bernardino era el maestro concertador de los chanchullos oficiales, quien organizaba las empresas subterráneas, dirigía detrás del anónimo toda clase de compañías, pescaba toda clase de concesiones y disponía, como de cosa propia, de los empleos del Gobierno y del dinero de los Bancos? Hasta los niños lo sabían y repetíanlo todos los ecos.

Su palacio era un jubileo de postulantes, un steeple-chase detrás de la cartita de recomendación, de doctorcitos sin conchavo e inútiles de todo pelaje, desde los que no tienen colocación en la estancia, hasta los que estorban en su casa; daba audiencias como un ministro y dos secretarios le asistían en el despacho de su correspondencia. Venal hasta la impudicia, recibía regalos de sus protegidos y el precio de su firma variaba según la ocasión y según el asunto: desde el portal hasta el desván, el pie tropezaba con objetos de arte, abandonados, oferta de la turba de ambiciosos agradecida. Su mujer, Gregoria, ostentaba las joyas de una reina, que los amigos del omnipotente socio de S. E. se apresuraban a ofrecerla el primero de año o el día de su santo; y sus hijas, Susana y Angelita, no bebían las perlas disueltas en el vino de sus comidas, se decía, porque no les daba la gana.

Este detentador de fortunas ajenas, llegado a una insolente altura por sendas extraviadas y procedimientos vergonzosos, gozaba de un favor y de una influencia más insolentes todavía. Se le adulaba, como si sus antecedentes no se conocieran o quizá porque se conocían; entre don Raimundo y él, igualmente criminales y condenados a la misma pena por la opinión pública, había una capitalísima diferencia: la que existe entre el ladrón y el ratero, no porque el portugués se contentara con pequeños robos al por menor, que era un pez de primera magnitud, sino porque ante las hazañas de don Bernardino, quedábase en mantillas. La llave para abrir las arcas fiscales de que éste se servía, era la amistad de la corrompida Excelencia ya citada, y por sus manos poco escrupulosas pasaban los caudales, que dejaba caer, como lluvia de oro, sobre su familia, sus parientes y sus amigos. Naturalmente, una levita bien cortada impone siempre respeto, y cuando se sabe que el que tan airosamente la lleva es dispensador de beneficios, veneración profunda: todos se inclinaban ante don Bernardino Esteven.

Su aparición en la Bolsa era saludada con entusiasmo; los especuladores, olfateando un indicio cualquiera, para lanzarse en las corrientes del alza, o de la baja, salían a su encuentro, le preguntaban, le seguían.

—¿Qué dice don Bernardino? ¿compra oro? ¿vende cédulas?

Misterio. El señor Esteven iba solo a charlar un rato, a ver a sus amigos, a tomar el pulso del mercado. Sin perder el menor de sus gestos, le hablaban de política, sacando a colación las cuestiones candentes del día: ¿Era cierto que el doctor Eneene renunciaba? Los diarios de oposición le vapuleaban de lo lindo por la concesión aquella consabida. Esteven se enfadaba entonces; calumnias de la oposición: cuatro perdidos que gritan, porque no se les ha tapado la boca con un empleo. ¡Si en este país no sale a luz medida administrativa alguna, sin que la malicia la vuelva de todos lados, para encontrarle el secreto o el quid que necesariamente debe encerrar! Eneene no renunciaría, ni por la grita de la prensa, ni por la antipatía del público tornadizo, sino cuando el señor Presidente se mostrara cansado de sus servicios, y ya había para rato, pues ministro más sumiso, maleable y fiel no encontraría. Allí mismo espetaba su discursito, ungido de la doctrina moralizadora más ortodoxa, semejante a un fraile que, dominado de la gula y con todos los síntomas de su pasión a la vista, predicara la abstinencia, y se iba en busca del corredor favorito, a darle órdenes.

En la mirada inquieta con que seguía la marcha, siempre ascendente, del oro en la pizarra, los conciliábulos que celebraba y el aire de contrariedad que no sabía disfrazar, denunciaba claramente que la cosa no marchaba a su gusto, como él decía.

—Vamos, don Bernardino, confiese usted que esto se acaba, de seguir así; si las economías y la buena administración y la política honrada y todo eso que usted nos canta ahí, no es infundio puro, ¿por qué continúa el oro su viaje a las regiones etéreas?

—Calma, mi amigo, ¿acaso pretende usted que la situación se normalice de golpe y porrazo? Hay que ir despacio, ensayar medios, ver, consultar...

Hombre más marrullero no se ha visto, y sin embargo, los incautos le creían; no ignoraban que sus manos estaban manchadas y que, adulador endiosado del poder, era uno de los llamados a dar estrecha cuenta ante la barra de la opinión en el día del juicio público, lejano, pero seguro; mas, entretanto, le iban a la zaga, como perros tras el hueso. No, la cosa no marchaba a su gusto, y prueba de ello era la corte discreta que hacía a don Raimundo el prestamista, aquel pájaro que no se aventuraba en una empresa, sin probar antes la resistencia de sus alas, tan prudente, que no daba nunca un paso en falso, tan sutil, que no dejaba rastro; la situación empeoraba, apremiaban las deudas, escaseaba el dinero, los Bancos iban a cerrarse, la campana de la liquidación suprema a tocar a rebato... Si la marea subía siempre y llegaba hasta la poltrona de Eneene, su protector y su cómplice, era seguro que las aguas le arrastrarían también a él... Miraba el levitón café de don Raimundo moverse de grupo en grupo, y se decía que quizá su salvación estaba en agarrarse de aquellos faldones y dejarse allí las uñas, antes que soltarlos.

Pero no osaba acercarse al portugués en público, y espiaba la ocasión de una entrevista; un día y otro día entraba en la Bolsa, y antes que la pizarra, sus ojos buscaban el levitón café, le seguía, le rozaba con la manga al pasar, pero sin detenerse; don Bernardino saludaba sonriendo y el señor de Melo Portas mostraba sus dientes de jabalí, lo que más parecía amenaza de mordisco, que expresión de cortesía.

—Si yo pudiera hablarle—decía Esteven.

—¿Qué querrá de mí?—pensaba don Raimundo.

Parecíale muy singular que el opulento personaje diera tales muestras de su deseo de acortar distancias, cuando operaban en diversa esfera. Y el otro pensaba que con sólo abrir el pico, daríase cuenta el portugués de la verdad de su situación, y el oropel de su nombre quedaba al descubierto, como alhaja falsa que pierde la capa de oro con que ha engañado la vista.

Seguramente que el levitón de don Raimundo no ejercía atracción tal sobre Jacinto y Quilito y el grupo de congresistas de la calle Piedad, que capitaneaban; al contrario, era odio mortal, era terror pánico, lo que experimentaban así que le veían acercarse, dando el hombre tropezones a causa de su miopía. Cada cual tenía sus cuentecitas pendientes con el abominable acreedor, y era de los que don Raimundo perseguía, la zarpa en el aire, a la hora de la batida diaria; el abogadillo aquel, aspirante a diputado, que perseguía el nombramiento, como si se tratara del más menguado empleo del Gobierno, escurría el bulto, cual figura de tramoya, y con él, Quilito, que más que nadie, tenía por qué ocultarse.

El cigarro en la boca y el junco cimbreño en la mano, entraban en la Bolsa las dos primos, atropelladamente, asaltando los grupos, codeando a todo el mundo, en dirección a la pizarra, a ver la cotización de los valores: hacían un gesto, lanzaban una exclamación, y con el lapicero tomaban rápidamente apunte.

—¿Qué te parece, ché? ¡El oro ha subido diez puntos!

Nuevo gesto y nueva exclamación del otro. Intervalo de algunos minutos, durante los cuales, Quilito y Jacinto miran los números que la tiza va marcando en la pizarra, en medio de la baraúnda de la rueda.

—Las vitalicias siguen firmes—dice Quilito,—creo que debemos lanzarnos.

—Vamos a ver al gringo Rocchio—dice Jacinto.

Y buscan a Rocchio, el corredor, llevados de la idea de que siempre es bueno tentar al diablo. Rocchio habla en un corro y da noticias de la crisis; es un hombrazo con muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo.

—Fulano, el senador, quebrado; la casa tal y compañía, quiebra fraudulenta; el corredor B., desaparecido; Mengano, en descubierto por doscientos mil pesos; éste, por quinientos mil; aquél, obligado a hacer cesión de bienes...

A cada nombre conocido se eleva un clamor del grupo, como si Rocchio diera un pinchazo en carne viva; las caras se alargan y los comentarios se suceden sordamente.

—¡También Fulano!

Y como cuando en los días sombríos de epidemia, al pasar por las calles desiertas y ver el fúnebre convoy de los apestados camino del cementerio, la terrible idea de la muerte viene con la pregunta:

—¿Me tocará a mí mañana el turno?

Los que escuchan a Rocchio el corredor, ante este alud de nombres y de fortunas, que ven desaparecer en el abismo del agio, se dicen, allá en su fuero interno:

—¿Quién de nosotros caerá mañana?

Y las orejas gachas, se separan con apretones de manos silenciosos.

Quilito y Jacinto, dos capitalistas con más agujeros en los bolsillos que moneda sonante, no se preocupaban de estas historias; si la guerra es así y la vida es así: el soldado no huye, ni abandona el fusil, porque el compañero cae y las balas silban... Adelante; el camino es corto y el premio a conseguir brillante; ofuscada la mente por la visión de fortunas instantáneas, iban derecho al enemigo, sin temor al fuego ni a la muerte.

—Amigo Rocchio—dice Jacintito tirando desapiadadamente de la punta de sus bigotes,—va usted a comprarme quinientas acciones del Banco Vitalicio.

—Y otras quinientas para un servidor—dice el joven Vargas con mucho aplomo.

—Perfectamente—contesta Rocchio,—pero... andar con cuidado, no sea cosa que se les vayan los pies.

Los dos clientes se encogen de hombros y se marchan a ver los telegramas expuestos.

—En la primera alza las vendemos—dice Jacinto.

—Y el alza vendrá en pocos días—contesta Quilito convencido;—¡ya lo verás!

Las ideas de pérdida y de insolvencia que, a pesar suyo, se entrechocan en su cerebro, les produce desagradable comezón.

—Si pierdo—piensa Jacinto,—pagará el viejo.

Quilito no tiene viejo que pague los platos rotos, y piensa que si pierde, no tendrá más recurso que el tirito prometido a la tía Silda.

Las alternativas de la suerte les mantiene en una agitación penosa, y diariamente van a leer su sentencia en la pizarra; ningún curso de catedrático es seguido con más asiduidad que este de la Bolsa, dictado por el demonio del juego. Allí están los dos primos, a la misma hora, infaltables, ya alegres, ya decaídos, según el número que marca la tiza; ayer en la primera rueda la fortuna les sonrió, hoy se les muestra huraña.

—¡Mañana será!

Y el mañana no llega, parece no querer llegar nunca.

Después de las cuatro se marchan, encargando a Rocchio mucho ojo; no hay que dejar pasar el cuarto de hora de la suerte. El lujoso faetón les espera, y se dirigen a Palermo, soñando que al siguiente día andarán con el oro a paletadas.

La cara que ellos llevan, iluminada por la esperanza que la inconsciencia de la edad alimenta, no la muestran todos los que en la Bolsa han entrado. Poco a poco van saliendo, abatidos unos, mohinos otros, preocupados todos; en el pórtico, que hormiguea, se detienen algunos para dar la última puntada de un negocio o comentar los incidentes de la jornada, mientras los demás se alejan, encorvados bajo la pesadumbre del presente y la inquietud del porvenir; los tílburis se mueven y uno a uno se desprenden de la acera. Sale don Bernardino, receloso, y don Raimundo, desconfiado, y Rocchio, un corredor que teme ser corrido, y la turba de jovenzuelos bulliciosa; la ceremonia ha concluído y parece oírse el galop final de endiablada orquesta. Los últimos grupos se disuelven, se cierran las pesadas puertas y queda el inmenso edificio sumido en el silencio, en medio de la penumbra de la tarde que cae... Allá van todos, enroscada la horrible duda al corazón, en triste compañía con el fantasma de la bancarrota, luchando entre el pesimismo de sus impresiones y la promesa de sus esperanzas.

Entretanto, la plaza se anima, con los mecheros de gas, que se encienden y el rodar de los coches, que pasan. Los tranvías hacen sonar sus cascabeles y la corneta ensaya alegres aires; se siguen, se cruzan, doblan gallardamente las curvas de la vía, cada cual con su farol de color al frente y sus banderolas al tope. El reloj del Cabildo muestra su enorme esfera iluminada, marcando la hora bendita de la comida; la feísima Pirámide va a quedar pronto sola, hundida hasta las rodillas, aterida de frío, porque el viento del río la consume y la humedad devora la cal y el revoque de su vestimenta; aburrida, porque los figurones en camisa, que la decoran, no la prestan compañía. Las tristes palmeras, sujetas al suelo por largos hilos de alambre, como prisioneras engrilladas ante el temor de una evasión al trópico, salúdanla de lejos, agitando sus penachos amarillos.

Sentado en un banco Agapo, el filósofo cínico, ha visto con mirada distraída el desfile de bolsistas; tiene sobre sus rodillas un periódico doblado en cuatro, a guisa de servilleta, y come tranquilamente una rueda de salchichón, un trozo de queso, pan y dos naranjas, de postre.

—¡Vaya, vaya!—refunfuña,—que si yo tuviera aquí un rifle, un miserable rifle, os cazaba como a patos en una laguna; no quedaría uno de vosotros para un remedio, grandísimos pillos. Con qué gusto cargaría el arma, apuntaría al más pintado y ¡zas! lo echaría a rodar hecho polvo. El primero que caía era mi señor hermano, por ladronazo y sin entrañas; ¡qué bala más bien puesta y más merecida! luego mi sobrino Jacintito, por botarate y sinvergüenza, y ese portugués, que se me figura un lagartón de marca mayor. ¡Y tantos otros! a éste quiero, a éste no quiero ¡zás! ¡zás! ¡zás! ¡Qué limpia más necesaria y más útil! Después, llevaba mi cartuchito de dinamita a ese caserón que llaman la Bolsa, donde las gentes se descamisan entre sí, y otro cartuchito al Palacio de Gobierno, esa caverna de pícaros.

Dió un mordisco al pedazo de pan y se sonrió, cual si asistiera al espectáculo que describía y viera los cadáveres y los escombros.

—No me vengan a mí con revoluciones—prosiguió,—con salidas a la calle, gritando ¡viva la libertad! en la creencia estúpida que vais a vencer, con el solo esfuerzo del patriotismo y que los mandones se van a amilanar ante la opinión. ¡Pa los pavos! la opinión son los remingtons, ajo. Ya veréis la que os espera, y cómo se barren las calles a bala rasa, y cómo os mandan a casita a puntapiés, como muchachos de escuela revoltosos que sois, con la promesa obligada de no volver a hacerlo más, y cuidadito con alzar el gallo. Nada, nada, la dinamita o la horca; aquí en la plaza, una buena horca, sólida, y a colgar a todo bicho que sea perjudicial o lleve las uñas largas. ¡Si me dieran a mí el poder por una hora, nada más que por una hora, lo arreglaba todo muy lindamente, y entregaba el país más limpio de pícaros y más sano de crisis! Claro, como que los malos gobiernos son como los microbios en el cuerpo, que lo devoran y destruyen, si no se les expulsa a tiempo, y para esto se necesita un enérgico medicamento.

Agapo se irguió en el banco, animándose con la idea de ejecutar las hazañas que decía; allí, al pie de la Pirámide, para escarmiento, con mucho alarde de tropas y de pueblo; ¡qué función de gala!

El queso había sido ya devorado y tenía la boca seca; sacó del bolsillo de su gabán raído una botella tapada con cuidado, y bebió. Luego atacó las naranjas, navaja en mano. Una vez concluída la cena, plegó la servilleta, digo, el periódico y atravesó a la acera de la Bolsa, en busca de colillas de cigarro. Casi a gatas, como un trapero que hurga en los rincones, recogía los puchos, jurando cuando no encontraba o la cosecha era escasa.

—¡Estos bolsistas hasta los puchos pierden en la rueda!—murmuraba.

Y volviendo a su idea de hacer justicia, como él la entendía, añadió:

—¡Vaya si lo hacía, y qué bien hecho estaría! ¡zas! ¡zas! y ¡zas! no hay otro remedio.

Aplicó el oído a la puerta del edificio, creyendo oír sonar el oro o el crujido de las arcas que se abrían.

—¡Ca!—dijo riendo burlonamente,—¡si aquí no hay oro ni nada!

Dió un golpe en la madera, que devolvió el eco como lejano trueno, y se fué en dirección al río, vacilante a causa del vino. El Palacio de Gobierno erguía su fachada churrigueresca, del otro lado de la plaza, también obscuro y silencioso, como la Bolsa. Al pasar, Agapo le mostró los puños.

Y mientras él se alejaba, en la esquina de la Catedral aparecía, el honrado y pacífico míster Robert, en busca de su tranvía, el de la luz roja; el día ha sido malo, el trabajo rudo y piensa con delicia en el hogar, donde va a encontrar el descanso del cuerpo y del espíritu. Pasa la luz verde, la azul, la anaranjada, pero la roja no se columbra todavía. La espera, mirando hacia el río, y su pensamiento, entretanto, vuela al escritorio que acaba de abandonar, abre el libro mayor, y verifica las cifras amontonadas al pie de cada hoja. Es evidente; la casa se hundirá, como edificio de cartón, a pesar de toda su inteligencia, de toda su probidad y de todo su cuidado: no hay equilibrio entre las entradas y las salidas. Los gastos son enormes, los deudores numerosos, y las operaciones que se malogran, por falta de confianza o de oportunidad, incalculables. ¡Ese Jacintito! Nunca fué un socio de consejo, y pronto dejará de ser un socio de dinero, porque el capital está ya comprometido; cada jugada de Bolsa del atolondrado joven es un golpe de azada para la casa, que descubre ya sus poco seguros cimientos. Es cierto, que ahí está don Bernardino Esteven, pero malos vientos soplan también de ese lado; la fortuna de don Bernardino está anémica, dicen, y su caída no es sino cuestión de tiempo. ¡Perfectamente!

Míster Robert suspira y sigue andando; al tocar el límite de la escalinata del templo, ve, cerca de la última columna, dos hombres que hablan en la sombra: uno es alto y grueso y está de cara a la calle; el otro lleva un levitón color de café y da la espalda. Míster Robert les reconoce y siente dolorosa angustia. ¡El rico Esteven en conciliábulo con el prestamista don Raimundo! aquello sí que no es una visión. Los rumores que corren son entonces ciertos, y el opulento personaje está herido de muerte cuando acude al recurso supremo del portugués...

Parécele escuchar el estrépito de su casa que se derrumba, la casa Esteven y Compañía, y no quiere darse vuelta, de temor de no poder soportar el espectáculo de la catástrofe.

La luz roja llega y míster Robert sube al tranvía. Se sienta y abandona la cabeza sobre el pecho; va con más frío que nunca, con más tristeza que nunca, porque ha creído sentir ahora, como en otro tiempo, la férrea mano del agio sobre su brazo robusto de trabajador.

V

Rocchio se sentó, al fin, aniquilado. El trajín que llevaba desde por la mañana, era suficiente para quebrar la fibra de un individuo más bien templado, si podía haberlo, que aquel italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya voz era un rugido; tan brusco en sus maneras, que un buenas tardes de su boca hacía el efecto de un escopetazo a quema ropa, y un apretón de manos producía la sensación de arrancar el brazo, a tirones, brutalmente. Trabajador, eso sí, como una mula de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo más de su cuenta del mes, que él estiraba cual si fuera de goma elástica, a fin de cubrir sus escasas necesidades, porque él aseguraba venirle la sábana corta para sus piernas tan largas.

Con esto, de tan mala sombra, que siempre estaba a la cuarta pregunta, y había que creerle; no se dió nunca quiebra en que él no estuviera mezclado, ni colega fugado que no le comprometiera, ni deudor que no le engañara. Así, venía la hora de los pagos, y todo era tirar de la cuerda, y esforzarse en hacerla llegar hasta el extremo adonde llegar debía, pero la cuerda no daba más de sí y se rebelaba contra la violencia, amenazando romperse; Rocchio decía, melancólicamente, que su presupuesto parecía el del Gobierno; que para una gotera que se tapa, ciento se abren, de tanto manotazo y dentellada que sufre al cabo del año.

Se sentó, pues, aniquilado y con un humor de todos los diablos; era día de liquidación y todavía uno que le plantaba en medio del arroyo, sin presentarle sus excusas siquiera, con una grosería verdaderamente irritante. Otros, al confesar su insolvencia, invocan el nombre sagrado de la familia, piden plazos, ofrecen una satisfacción probable, entregando su crédito en rehenes, en medio de las lamentaciones en que su dignidad, herida por la desgracia, estalla; pero éste, un falsificador de votos, gran matachín de elecciones, actor principal en todos los enjuagues políticos y picardigüelas de su parroquia, títulos todos que le facilitaron la entrada al Congreso y le aseguraban el ascenso a la primera poltrona ministerial vacante, le había dado con la puerta en las narices, acompañando la acción con estas palabras:

—Déjeme usted en paz; ¡qué gringo más impertinente y más j...! No tengo dinero, ¿quiere que vaya a robarlo a los caminos?

En viendo a Rocchio, cualquiera se imaginaría que a aquel corpachón de elefante, correspondía un carácter de avasalladora energía, y que, si aquellos puños de gladiador, eran manejados por un genio violento e irascible, el acceso a la temible fiera era tan difícil como peligroso. Pues bien: en Rocchio todo era apariencia; incapaz de matar una mosca, su espíritu conciliador acogía a todos con la misma sonrisa, sin cuidarse de los rasguños de la malicia, semejante a un león al que han limado las uñas, desdeñoso de la curiosidad que despierta, cautivo y domesticado, pero que sabe bien que, de un golpe de zarpa, puede pulverizar al audaz que pretenda molestarle en demasía. Mas que a Rocchio no le tocaran al bolsillo, su punto vulnerable, porque entonces ya no respondía de sí mismo; salía a su defensa con aquella voz tonante, que infundía pavor cual una descarga de metralla, y levantando sus puños formidables, dispuesto a aplastar, como un insecto, al que cogiera debajo. Así, cuando el politicastro aquel le obsequió con tal andanada de perrerías, de una patada abrió la puerta, y estoy por creer que un buen boquete en ella, y puso verde y de todos colores al infeliz, alcanzándole una caricia de la mano en la mejilla. No se lo comió allí mismo, porque no tenía hambre, sino mucha rabia. Entretanto, no cobraba de él, ni cobraría nunca, por las trazas. Lo mismo habíale ocurrido con otro cliente, un saladerista más exacto que un reloj y cuya palabra podía venderse al peso; es decir, lo del plantón repentino, que no hubo necesidad de pedir la razón a la fuerza, pues el hombre las dió tan justas y aceptables, que Rocchio se conformó y aun llegó a disculparse por haberle molestado tan temprano. ¡Otro reloj descompuesto que no marcaba la hora! Pero la de la liquidación apuntaba en la esfera de la Bolsa. ¿Y qué hacer? ¡Acudir, otra vez, a los ahorrillos! Era preciso ver antes si quedaba algo todavía, pues bien podía ser que su cuenta corriente estuviera exhausta, como bota de vino que las libaciones frecuentes han exprimido. El político de marras le había dicho:

—¿Conque no tiene usted de dónde sacar dinero? pues busque usted en la lana de sus colchones o en el forro de su chaqueta. Quisiera yo tener el gato que, sin duda, tiene usted encerrado. ¡Valiente gringo está usted! siempre llorando lágrimas...

No, lo que es la bofetada se la había ganado bien y todas sus inmunidades no le valdrían para quitársela de encima.

Tanto andar aquella mañana, y sin resultado, abatió su ánimo; además, no había probado bocado y sentía un amargor en la boca y un desfallecimiento en el estómago... ¡Pero buenos eran los momentos para pensar en cuestiones de bucólica! aunque de bucólica se trataba, la más grave y pavorosa de las cuestiones... La Bolsa presentaba un aspecto imponente; un rumor inmenso llenaba el vasto local, como huracán que ruge en la selva, y la atmósfera parecía cargada de tanta electricidad, que era inminente el incendio, si estallaba la chispa. Y todos, apiñados, ahogados, torturados por una tensión de nervios insoportable, volvíanse ansiosos, deseando ver saltar, por fin, la chispa salvadora, en la esperanza de que la bóveda se abriera y se desplomara la fábrica y se hundiera el mundo entero. El humo de los cigarros y el polvo de las pisadas formaban una nube azulada sobre las cabezas, que el sol doraba con sus rayos, al pasar por las altas vidrieras; la rueda era como la roca, contra la cual se estrellan las oleadas tempestuosas; allí los gritos eran más fuertes, los apóstrofes más rudos, la lucha más reñida, más desesperada, más implacable; los bastones, esgrimidos por brazos que la pasión enardecía hasta la epilepsia, se levantaban amenazadores. Como montón de hojas secas que el viento arremolina, arrastra y desparrama, los grupos se movían, atropelladamente, se formaban y se disolvían; dominando el fragor del tumulto, alzábase una voz:

—¡Oro 325!

E inmediatamente un alarido colosal la apagaba, recorriendo todos los ámbitos de la sala estremecida.

Desde la mesa en que Rocchio se había refugiado, distinguíase el fúnebre pizarrón; las cifras aparecían tan claras, tan netas, tan blancas, que producían el vértigo: el oro, como habilísimo acróbata, daba saltos mortales: 325, 330, 336, 340... ¡dos puntos, cinco puntos, diez puntos de golpe! y ahí quedaba con un pie en el trapecio y en el aire el otro, pronto a dar nuevo salto, delante del público aterrado, que seguía sus movimientos con espantosa ansiedad. Los demás valores bajaban rápidamente, como piedras que ruedan la pendiente de un precipicio. Las acciones y las cédulas, de toda especie y categoría, ensayan posturas de equilibrio, se esfuerzan y luchan por sostenerse, pero a paso de cangrejo, a reculones, van perdiendo terreno y caen, las alas rotas. El oro hace una cabriola y del 40 baja al 35, de éste al 29 y luego al 28; los pechos respiran con más facilidad... ¡cinco puntos de golpe! esto animará quizá a las cédulas, y las acciones saldrán de su postración. Pero ellas no se mueven, y el oro, de repente, salta del 28 al 42, en medio de la gritería del público desengañado.

—¡Oro 342! ¡Compro! ¡Vendo!

Rocchio, el cuello estirado, los ojos febriles, mira las volteretas del metal y su corazón le hace ¡pum! ¡pum! allá dentro; su mano ancha y peluda se crispa sobre la mesa. Como un toro herido, resuella ruidosamente y echa pestes en su lengua contra el oro y los agiotistas que, entre las bambalinas, tiran de la cuerda de aquel títere y le hacen bailar al son del organillo de sus conveniencias.

—Brigantes, estafadores, ¡qué celda más confortable os preparaba yo en la Penitenciaría! Allí podríais hacer todos los juegos de manos que quisierais; ¿hasta cuándo os burlaréis de nosotros? estáis comprometiendo el país y no lo veis, egoístones sin vergüenza... Ahora baja el oro otra vez, dos puntos, tres puntos, cuatro puntos, y las acciones del Banco Vitalicio suben medio punto, un punto, con un trabajo que ya, ya... Pero, ya daréis vosotros un tironcito de la cuerda, y vuestro mono hará una pirueta, saludará con una mueca a los tontos que asistimos a la función, e irá otra vez a meter la cabeza en las nubes. Y esas pobrecitas, desalentadas, de nuevo boca abajo... ¿no lo dije? ocho puntos más el oro, y las acciones en el suelo. ¡Ah! ¡sacramento! ¡sacramento!

A su lado, un anciano respetable comenta también en voz alta el curso de las operaciones, con palabras agrias que nadie escucha; a pesar de sus anteojos, no ve bien la pizarra: se empina, empuja a los vecinos y jura cada vez que algún oficioso repite la cifra que él no alcanza a distinguir. Encarándose con Rocchio, exclama:

—¡Pero esto es la ruina de todos! El país está perdido.

Rocchio, desolado, hace un gesto. Y se ponen a hablar de la crisis, del callejón sin salida en que todos se han metido, del krac que se anuncia, con todos los síntomas de un terremoto bursátil.

—Ya verá usted esos chalets de la especulación desmoronarse; claro está, todos han querido construir su home con materiales prestados, en el aire, endeudándose con los Bancos para pagar a los obreros...

Se callaron, porque muy cerca, dos corredores reñían y se daban de mojicones. Quién corría, quién gritaba y algunos se interpusieron entre ambos combatientes; apabullado el sombrero, la corbata deshecha y la cara amoratada, se fueron cada cual por su lado, echándose miradas de desafío.

—Los nervios están cargados de dinamita—dijo Rocchio.

—Esto es el diluvio universal, el fin del mundo—repuso el viejo.

—¡Ojalá!—exclamó un joven pálido, ojeroso, que acusaba en su semblante el desgaste precoz de sus fuerzas.

Y volviéndose al anciano, añadió:

—¿Sabe usted cuánto llevo perdido? ochenta mil nacionales, y tengo que pagarlos en las veinticuatro horas, y mujer e hijos que mantener, y un sueldo en una oficina que apenas me alcanza para comer y vestir. ¡Que venga, que venga el diluvio! ¡Ojalá!

Bondadosamente, el viejo, un antiguo conocido, le hizo reflexiones, que le impresionaron.

—Ya lo sé—contestó el joven,—pero he querido hacer como todos; veía cada día salir de la nada en un periquete a éste, a aquél, y triunfar con lujo soberbio en todas partes. Si la Bolsa levantaba a tantos, ¿por qué no había yo de subir también? El empleado, en nuestro país, está sujeto al capricho del jefe, sin la salvaguardia de un reglamento que, en todos los casos, es siempre la arbitrariedad y el favoritismo más vergonzoso, más humillante, más indigno. No llega sino el que es amigo del ministro, el que es pariente del ministro; los méritos contraídos, los servicios prestados nada significan, y sin buenas cuñas no hay ascensos, y sin adulación y sin bajeza: el empleado que quiere marchar por sus cabales, es condenado a vegetación perpetua, y esto si, en un día de mala digestión del señor ministro, no se le borra del cuadro de una plumada. El deseo de salir de una situación semejante y el mal ejemplo me arrastraron, y jugué, jugué lo que tenía y lo que no tenía. ¡Ochenta mil nacionales! ¿de dónde sacarlos? Mi alma al diablo vendería. ¡Que venga el diluvio! ¡Ojalá!

Calló el joven pálido y los dos hombres se miraron, entristecidos. Rocchio pensaba que él, siquiera, era un hongo, y que en su triste cuarto de hombre solo, no encontraría lágrimas en el día de la desgracia, si llegaba. Ya que se cae, por la propia falta, sufrir solo sus consecuencias es siempre un consuelo para los corazones generosos.

Detrás, se contaba dinero sobre las mesas, afanosamente: no se escuchaba la agradable música de las monedas, porque eran enormes mazos de billetes, sucios y deleznables, espulgados por dedos que la práctica hacía parecer mecánicos. Las mesas desbordaban; sobre las sillas cercanas había pilas simétricas: era una orgía de dinero, tentadora, insolente y cruel, como mesa cubierta de suculentos platos, a los que es prohibido tocar, y que el hambriento mira encandilado, de lejos, bajo la tortura de su estómago y de su olfato. Las narices se inflaban, y sorbían con delicia el aroma que la diosa Fortuna desparramaba en la sala, como oxígeno vivificante, estímulo fugaz de cansados pulmones; regocijábanse los ojos, y las manos sentían cosquilleos extraños, impulsos poderosos de pasearse sobre las mesas y tocar y acariciar tanta riqueza acumulada, y revolcarse en aquel lecho voluptuoso, poseídas de una sensualidad irresistible. Don Raimundo Portas rondaba el tesoro, arrojando miradas de codicia, embriagado, subyugado con aquel espectáculo, relamiéndose golosamente.

—¡Oro 343!—gritó una voz.

Alguien tocó en el hombro a Rocchio. Era Jacintito, descompuesto, con el sombrero ladeado, amarillo, muy grave. El coloso se levantó.

—Amigo Esteven, me alegro de verle.

—Amigo Rocchio, una palabrita...

Se apartaron, y a boca de jarro, Jacinto soltó la palabrita:

—No puede ser, no puede ser y no puede ser; el mes que viene quizá, pero hoy no, no y no.

Sacudía la cabeza a cada negativa.

—La liquidación de mayo es un desastre general; no habrá uno que se salve de la volteada: ¡hasta Schlingen quiebra, dicen! ¿qué puedo yo hacer? Usted me conoce bien y sabe que he cumplido siempre mis compromisos, pero hoy me es imposible, absolutamente imposible, irremediablemente imposible pagarle los cincuenta mil nacionales. ¡Usted ve cómo está esto! ¿quién podía prever lo que ha pasado? Acciones que han bajado veinte y treinta puntos de golpe...

—¡Perfectamente!—dijo Rocchio, temblándole las manazas, con ganas de hacer una atrocidad, porque era la tercera acometida que sufría su bolsillo aquel día.—¿De modo que usted también me planta? ¿y con qué voy a pagar yo las acciones compradas a su nombre y por su orden? ¿Sabe usted que ya me andará buscando el vendedor, y que si no le pago saldré a la vergüenza en la pizarra?

—Pero, amigo Rocchio...

—Amigo Esteven, cuando no se tiene dinero a mano, no se hacen operaciones de Bolsa; comprar al fiado, con ánimo de pagar si se gana y de trampear si se pierde, es una estafa, sí, señor, una estafa; y no retiro la palabra.

Jacintito de amarillo se puso rojo, y de rojo, amarillo otra vez, porque el vozarrón del italiano se oía como un trompetazo, y la gente se volvía, con curiosidad.

—Cálmese usted, no tiene usted derecho de tratarme así; cuando yo le digo que para junio...

—Si usted no puede responder, responderá su padre.

—¿Mi padre? imposible; está agobiado de compromisos.

—O su socio; el señor Robert es una persona decente y no querrá dejar empañada la reputación de su casa; precisamente, acabo de verle aquí, y he de hablarle.

El muchacho enrojeció de nuevo hasta las orejas, hasta el blanco de los ojos.

—Ya sabe usted que mi socio no tiene nada que ver con mis negocios de Bolsa; yo juego porque sí, porque me da la gana, solo, por mi cuenta y riesgo. No mezcle usted mi casa en este asunto.

—¡Bonita excusa!—tronó el gigante.—¿Qué galimatías es ése? ¿No forma usted parte de la razón social Esteven y Compañía? Pues la casa Esteven y Compañía es la responsable de sus operaciones comerciales.

El chico se ahogaba; ¡no poder tapar la boca de aquel animal! Ensayó domesticarlo, con frases cariñosas y acento humilde.

—Vamos, amigo Rocchio, no sea usted malo, que no es tan fiero como quiere hacerse; no es la primera vez que usted me concede plazos, y más largos todavía. Será en junio... ¡piense cómo está el mercado! ¡hasta Schlingen!

Rocchio, siempre encrespado, refunfuñaba:

—Y su alhajita de primo, el joven Vargas, también me dará la castaña...

—No sé—dijo Jacintito,—no le he visto. Con que quedamos que en junio.

Escabullóse, sin esperar respuesta, y desapareció.

—La culpa me la tengo yo—masculló Rocchio volviendo a su sitio,—yo, que me acuesto con estos mequetrefes sin responsabilidad. ¡Sacramento!

En medio de su mala ventura, la idea de que Schlingen, el especulador afortunado, el atrevido acaparador de títulos, el rey de la rueda, en fin, estuviera comprometido en la liquidación, le hizo el efecto de una ducha en la nuca. ¿Era entonces tan seria la catástrofe? ¿No había barreras para el torrente? Si Schlingen caía, ¿quién iba a quedar en pie? Como árbol frondoso, al que se enganchan helechos y enredaderas, poblado de nidos y cubierto de musgo, cuyo tronco arranca el huracán o corta el hacha del leñador, y al venirse a tierra sepulta en su propia ruina a la colonia de parásitos que sustenta, el soberbio bolsista arrastraría tras sí a toda esa turbamulta que le seguía cantando el hosanna, de pequeños comerciantes sin capital, de ilusos con más ambición que buen sentido, cadena sin fin, vigorosamente remachada. Con razón le había dado a él en la nariz aquel famoso Banco Vitalicio, creado de la nada y formado en menos de siete días; y chocado tanto su fundador, Schlingen, un alemán, caído no se sabía de dónde, de las nubes, sin duda, como un aerolito, y que deslumbró en la Bolsa y dominó el mercado desde el primer día, con las trazas todas de un conquistador.

—¡Sacramento!—repitió entre dientes.

Quilito andaba por allí, como alma en pena, más amarillo y descompuesto que su primo. Testigo de la escena entre Jacinto y Rocchio, vió venir al gigante y huyó, pues lo menos que él deseaba era dar de bruces con su enemigo y sufrir el vapuleo que acababa de ganarse Jacintito. Pero, llevado en volandas por el rebullir continuo de la muchedumbre, fué a dar sobre el levitón de don Raimundo, en éxtasis ante la pirámide de billetes de la sala contigua.

—Usted dispense—tartamudeó el muchacho aterrado.

Y remando con los codos, escapó a un pasillo, temblando todavía de haber visto tan de cerca la cara del portugués, aquella nariz movediza como una trompa y aquellos dientes de mastín, tan salientes que el labio alcanzaba apenas a cubrir. En el pasillo le encontró Jacinto, y allí cambiaron ambos sus impresiones de especuladores corridos.

—¿Creerás que el viejo no ha querido soltarme un centavo? ¡ni medio! No han valido súplicas ni amenazas. Le dije que me iba a pegar un tiro, y me contestó muy fresco que para él lo querría. Con ese bruto de Rocchio he tenido una agarrada y casi nos hemos pegado; ¿pues no pretende el mastodonte que le dé hoy mismo los cincuenta mil nacionales? En cincuenta mil pedazos me partiría yo para pagarle, y luego, de yapa, le daba cincuenta mil puntapiés con mucho gusto. ¡Mira, ché, no hay suerte más perra que la nuestra!

—¿Sabes una cosa?—dijo Quilito,—a mí me parece que tu padre se ha enredado también en las cuartas; él tiene acciones del Vitalicio, y es muy amigo de Schlingen.

—No sé, pero a papá le pasa algo; te digo que nunca le he visto así, tan duro en negarme, tan inflexible. Me dejó salir del despacho, sin hacer caso de mi amenaza de suicidio; creía yo que me llamaría luego, y bajando la escalera, me decía: de seguro que ahora me llama y me da los cincuenta mil nacionales. ¡Que si quieres! Nada, ni se movió, ni chistó. ¡Si las cosas no pintan mejor en junio, te juro que me regalo una bala, como hay Dios!

Quilito repuso:

—No tengas cuidado, que ya pintarán mejor.

—Me admira tu confianza y tu frescura—exclamó el primo,—porque si a mí me llega el agua a la cintura, a ti te debe subir hasta el pescuezo; ¿qué vas a hacer con el portugués?

El joven Vargas hizo un movimiento olímpico de desdén.

—Mira, Jacinto, lo que yo sé es que en estos casos hay que mostrarse hombres y tener muñeca y saber vivir; al gringo le emplazo, como tú, para junio, y al portugués... la letra vence el 22. ¿Crees que de aquí al 22 de junio no me habré alzado con una suma suficiente para saldar mi deuda y comprarme corbatas? Todavía puede ser que me anime y le pegue otra pechada a don Raimundo... O mucho toupet o hundirse. El Vitalicio nos ha fumado esta vez, pero, ¿y si hubiéramos ganado? ¡qué atracón de nacionales!

En realidad, estaba más abatido que Jacinto, pues el porrazo sufrido con el desastroso bajón de las vitalicias, como llamaban a las acciones del Banco de Schlingen, le había partido por la mitad, pero era él así, fanfarrón, embustero y más soberbio cuanto más castigado de la suerte. Decía de acercarse nuevamente a don Raimundo, y don Raimundo acababa de echarle de sí con cajas destempladas, hacía una hora: andaba el portugués aquel día, como cuervo revoloteando en el campo de batalla sobre los cadáveres abandonados; la liquidación era río revuelto y la pesca fenomenal. Pero sabía el usurero escoger su presa, y cuando el pez cogido en la malla era pequeño o no prometía nada de sí, sin piedad arrojábalo a la corriente; el joven Vargas, no hay que decirle, era un miserable pececillo, pura escama y pura espina, a pesar de sus colores brillantes y sus aires pretenciosos; reconocerle y echarle al agua de cabeza, fué todo uno.

—¿Otro préstamo más?—dijo el usurero.—¡Estamos frescos! Ni al veinte por ciento. Usted es el sobrinito de Esteven, ¿verdad? pues peor.

—Sin embargo—se atrevió a argüir Quilito,—usted tiene un pagaré a mi nombre, que... que mi tío... garantiza.

Balbuceaba, temeroso que le oyeran.

—¿Su tío?—exclamó don Raimundo con desdén,—ya lo veremos para junio; entretanto, abur, joven, que no estoy para perder tiempo.

Igual cosa aconteció, cuando Jacintito trató de echar mano de sus faldones, como ahogado que se agarra a un cable. El solo nombre de Esteven, produjo en el prestamista desgraciado efecto; no, no tenía dinero disponible, y mucho lo sentía: más tarde, después, quizá...

—Pero, amigo Portas—dijo Jacintito furioso,—yo no le debo a usted nada. ¿Duda usted que he de pagarle? Con el interés que quiera, déme usted cincuenta mil pesos, a treinta días.

—¡Diez centavos que me pidiera, no se los daría a usted!

Y se largó. ¡Chúpate esa!

Pero lo gordo, lo grave, lo extraordinario que en aquel fatal fin de mes ocurrió al asendereado chico, fué el rompimiento con su socio, míster Robert. Rechazado por su padre, desoído por el usurero, entró en el escritorio, dispuesto a sacar de la caja los cincuenta mil pesos que necesitaba, si los había, o a girar contra la casa, si no los había. No contaba con la huéspeda, es decir, con el inglés, quien, saliendo de su habitual pachorra, al averiguar los malos designios que se traía el socio, allí mismo le dijo cuántas son cinco, y armó el gran escándalo. Con los libros a la vista, expuso el verdadero estado de la casa: deudas que no podían pagarse y créditos que no se cobrarían nunca: la caja vacía, y en el Banco escaso depósito para hacer frente a las necesidades más apremiantes.

—¿Y quién tiene la culpa de todo esto?—exclamó Jacinto;—usted es el que lo maneja todo, el que hace y deshace, el administrador y el tesorero de la casa. No me dirá usted que soy yo el responsable de semejante ruina.

Los ojos de albino de míster Robert relampaguearon.

—¿Ahora salimos con ésas?—gritó dando un golpe con la regla sobre el pupitre, que la hizo saltar en dos pedazos,—yo soy un hombre honrado, señor Esteven, y en los tiempos que corren, en medio de la corrupción y de la podredumbre política y social que nos devora, un hombre honrado merece respeto. El culpable y el responsable de lo que aquí pasa, es usted y sólo usted; sus locas jugadas de Bolsa, sus francachelas, sus inconsecuencias, es la casa quien lo ha pagado y si la casa ha perdido su crédito, se lo debe a usted y sólo a usted. Ya sé lo que va usted a decirme: que su señor padre le ha ayudado a salir de apuros en muchas ocasiones, pero, ¿no ha respondido el capital en muchas otras, bajo la garantía de don Bernardino Esteven? Y esta garantía, ¿podrá ser sostenida por su padre, hoy que corren rumores que no quiero repetir?

—¡Calumnias!—vociferó Jacintito.—Canalladas de los envidiosos.

—Lo que usted quiera, pero esto es así y no de otro modo. Por lo tanto, no dejaré a usted sacar ni un centavo del Banco.

—Me someto, porque me falta la firma; pero en cuanto a registrar la caja, ¡venga usted a impedírmelo!

De una manotada cogió el llavero de sobre el pupitre y se abalanzó a la caja de hierro. Míster Robert le dejó hacer. Jacinto abrió y no encontró nada: papeles, pero ni rastros de dinero.

—¡Maldita sea mi alma!—exclamó cayendo en el sofá, desesperado.

Acercóse míster Robert, y con desprecio y cólera, le dijo:

—Esto se acabó, señor Esteven, ¿entiende usted? Voy a proceder a la liquidación de la casa, porque ni usted me conviene, ni estoy yo dispuesto a ser víctima de sus desaciertos por más tiempo. ¡Basta!

—Liquidaremos, señor Robert, ¡pues no faltaba más! ¡Valiente susto me ha dado usted! Liquidaremos, y entonces se sabrá quién es el culpable de que la casa se haya fundido. ¿Sabe usted una cosa? ¡Lo estaba deseando, pues los hombres honrados me revientan!

Se caló el sombrero de lado y salió del escritorio, echando chispas.

Pues esto, tan trascendental como era, tuvo buen cuidado de no decírselo a su primo en el pasillo; los dos habían corrido un temporal deshecho, y allí se guarecieron manteniéndose a la capa, la mano en el timón y los ojos en el horizonte, en compañía de los fieles del escritorio, todos más o menos aporreados, renegando de las vitalicias y de su suerte. El pseudo diputado, como pollo que han zambullido en una cuba de agua, furioso, hablaba nada menos que de fusilar al alemán Schlingen por la espalda; así aprendería a no engañar a la gente.

En todos los ámbitos de la inmensa sala, esta idea de venganza contra el embaucador tomaba cuerpo. ¡Abajo Schlingen! ¡a la cárcel con él! No podía quedar impune semejante crimen. ¿Y la ruina de tanto padre de familia? En la calle, en la miseria, sin pan, por las malas artes de aquel aventurero, que supo engatusar a todos con su Banco de fantasía. Los bastones en alto, se gritaba a voz en cuello; la atmósfera hacíase cada vez más pesada, con el humo, con el polvo y el ardor de los concurrentes.

—¡Muera Schlingen!

Y se oyó, como una campanada:

—¡Oro 345!

Llegaron los diarios de la tarde y pasaron de mano en mano, arrebatados, en el furor de saber noticias. ¿Qué había de nuevo? Nada, los decretos de agua de borrajas del Gobierno, los paños calientes de siempre: la situación deshauciada, y sus médicos aturdidos, sin saber a qué santo encomendarse. De pronto, la nueva de la renuncia del doctor Eneene, el ministro inamovible, surgió como un cohete, se extendió, se propagó a todos lados: muchos incrédulos movían la cabeza; alguien gritó:

—¡Abajo Eneene!

Pero lo cierto es que la noticia nadie la creía. ¡Renunciar Eneene! Si para arrancar aquel hombre de su poltrona, donde estaba incrustado como el molusco a la roca, se necesitaba cogerle de una oreja y echarle a puntapiés, y aún así, era casi seguro que había de volver, a hocicar. Y la prueba que no se creía la noticia, es que no produjo impresión alguna, ni síntoma de mejora siquiera; el oro, en los primeros momentos, bajó cautelosamente dos peldaños, se paró en el 343, miró, olfateó, y luego volvió de nuevo al 45, y como allí sin duda no se encontraba a su gusto, subió al 46, convencido de que la renuncia del señor ministro era una guayaba de a libra; en cuanto a los demás valores, siguieron bajando la escalera de cabeza.

Naturalmente, estos rumores de renuncia vinieron acompañados de la estupenda nueva de que Esteven se había fundido, como metal puesto al fuego. Esto sí produjo impresión, y muy honda, porque don Bernardino, era, como Schlingen, de los árboles grandes cuya caída parecía más de temer. ¡Andaba enredado en tanto negocio misterioso! de tierras, de ferrocarriles, hasta de proveedurías... Se dudaba, sin embargo, de la especie. Y los que ponían más empeño en negarla, eran los parásitos del personaje, los que vivían de sus cábalas; más de uno sintió calambres en el estómago. Vamos, que si Esteven se hundía, no había ya remisión posible para nadie: las horcas caudinas en la puerta de la Bolsa, y agachar la cerviz y sufrir el yugo. Pero no; debía estar muy bien forrado, a cubierto de golpes y magulladuras; sus vinculaciones oficiales, de que él tanto alardeaba, servíanle de escudo contra la crisis. Que en tiempos de escasez padezca hambre el pueblo, el pueblo que trabaja, santo y bueno, pues para eso es pueblo...¡que se fastidie! pero los que están arriba, con sus graneros repletos, ¡ca! los lacayos del magnate nunca han dado más satisfacción a sus apetitos, ellos también. Esteven era de los lacayos del poder más en privanza: si tenía las llaves de la despensa, ¿a qué había de apretarse la barriga? ¿cómo había de dejar en seco a sus fieles colaboradores? Aunque desde ya podía asegurarse que los que pagarían el pato, si el rumor se confirmaba, serían los justos, los de conciencia, los que de buena fe se hubieran embarcado en la nave negrera del compadre de Su Excelencia.

Inútil paréceme decir que Rocchio, el molido y sin ventura, era de éstos; deslumbrado por el sello oficial que se atribuía a todas las operaciones de Esteven, se había metido con él en un negocio que prometía el oro y el moro, y más todavía: ciegamente, las manos atadas.

—Cuando se tiene la influencia de don Bernardino—decía,—y se manda en los Bancos y en los Ministerios, como él, porque allí donde don Bernardino dice negro, negro se hace, y donde blanco, blanco... pues, con la influencia de semejante hombre por delante, no hay nada que temer.

Que el negocio se malogra, porque sí, pues también puede suceder, y queda uno en descubierto y en situación poco airosa:

—A ver, una cartita de recomendación o una simple tarjeta, es más sencillo, al director A. o B.; que le den lo que necesite, de orden superior. Y cátate el dinero en la mano, sin más garantía que la sagrada orden superior; en cuanto al Banco, que espere el reintegro, y si se cansa, que se siente. Que sale bien el negocio, y casi siempre sale bien... pues al bolsillo, una vez deducidas las ganancias. Con un piloto como don Bernardino, se puede navegar confiadamente.

Ahora bien: en medio de todas las amarguras porque estaba pasando, la bola aquella de la renuncia de Eneene le dió escalofríos; sí, señor; sería muy bueno para el país la salida de aquel hombre funesto del Gabinete, pero... (aquí Rocchio se hacía egoísta) con él se venía abajo Esteven, y el negocio magno se evaporaba. ¡Qué ocurrencias tienen estos políticos! ¿No había por ahí alguna buena alma que fuera donde ese mal aconsejado doctor y le dijera que guardara su renuncia para más tarde, porque cuando la Bolsa liquida no es conveniente tocar a rebato? Tiempo no le faltaría para retirarse a la vida privada, tan tranquilo. ¿Qué había de suceder, pues, cuando llegó a oídos del desgraciado corredor, que el propio don Bernardino Esteven acababa de dar la soberbia costalada que decían? Se revolvió como una fiera, levantando la maza de sus puños, dispuesto a triturar, cual una nuez, entre sus dedos, la maligna noticia.

—¿Quién habla aquí de la quiebra de Esteven?—exclamó comiéndose con los ojos al concurso.—Calumnias, mentiras, estratagemas infames de los alcistas. El juego es tan conocido, que da risa.

Uno preguntó:

—¿Dónde está Esteven?

La verdad era que a don Bernardino no se le había visto todavía; ¿por qué desertaba el puesto en el día de la lucha? Rocchio tragó saliva y se calló; he aquí una pregunta, que a él no se le ocurriera: ¿dónde estaba Esteven?

—Ya vendrá—dijo dándose a sí mismo confianza,—ya vendrá a confundir a sus detractores.

Pero esta afirmación suya no le bastaba; se fué en busca de don Raimundo y le pidió su opinión sobre lo que se decía, ansioso de saber la verdad y temeroso, al mismo tiempo, de saberla. Era lo único que daba el portugués, al contado y sin usura: noticias.

—No crea usted ni una jota de la renuncia de Eneene—contestó;—acabo de verle en su despacho y me ha dicho que no soltará a tres tirones la cartera, ni a cuatro; que él tiene la confianza del Presidente, y con esto le basta. Son maniobras de los bajistas, pero ya ve usted que pierden su tiempo: el oro no ha hecho mayor caso y continúa su ascensión.

—Razón tenía yo en ponerlo en duda, porque conozco al ministro como a mis manos; pero, ¿qué me dice usted de la quiebra de Esteven? ¿Es creíble? ¿Es verosímil?

Don Raimundo guardó un rato la respuesta. Sin mostrar del Cristo, sino lo que él quería dejar ver, contestó:

—¿Esteven? No le diré a usted que no esté comprometido, muy comprometido: era el principal tenedor de vitalicias, ¡calcule usted! Pero quebrado, no, no... al menos a mí me parece.

—Pues claro—saltó el coloso dando una palmada, que sonó como un estampido,—eso digo yo; para que quiebre don Bernardino, es preciso que la Casa Rosada se derrumbe; ¡un situacionista de su importancia! tendría que ver...

—Sin embargo—concluyó el prestamista,—sería bueno que se apartara usted a un lado, ¿me entiende usted? Cuando se presiente un terremoto, hay que huir de los grandes edificios, así como en los días de tormenta no debe guarecerse uno bajo los grandes árboles; son los puntos más expuestos, señor Rocchio, ¿estamos?

Al italiano se le secó la garganta otra vez; don Raimundo movía la nariz, con una expresión tan singular en su grotesca fisonomía, que no se sabía si hablaba de burlas o de veras.

—Eso quiere decir...—dijo Rocchio resoplando como un ballenato.

—Lo que usted quiera, señor Rocchio.

Y le dió el golpe de gracia, con esta preguntita intencionada:

—¿No siente usted hoy olor a pólvora?

—A chamusquina—contestó el otro,—y juraría que soy yo el que arde, como costal de paja.

Cuando volvió a la pizarra, el oro estaba a 347 y el tumulto era tan grande, que aquello parecía una sucursal del infierno. El joven pálido, encaramado sobre una silla, gritaba como un poseído:

—¡Ladrones, ladrones, ladrones!

Se le hacía coro con carcajadas, bastonazos y gritos. Del lado del pasillo, ocupado siempre por Jacinto y sus amigos, se oían, como redobles de tambor, los mueras a Schlingen. Acercóse al orador el anciano aquel respetable y quiso calmarle.

—Por Dios, ¡mi amigo! basta de palabras gruesas; ya se ha desahogado usted bastante. ¡Un poquito de tranquilidad!

—¡Ladrones!—repitió el joven arrojando su sombrero contra la pizarra.

Le acometió, de pronto, un mareo y cayó de la silla, presa de un ataque de epilepsia; revolcábase en el suelo, echando espumarajos, dando alaridos, braceando y pataleando. Rodeáronle y quisieron llevársele, pero no fué posible, y hubo que esperar a que la terrible crisis pasara; más calmado, derramó abundantes lágrimas.

—¡Mi mujer, mis hijos!—exclamó extraviado;—¿hay alguien que pueda darme ochenta mil nacionales? ¡Una limosna, por Dios!

Le sacaron de allí, en medio de la emoción de los circunstantes.

—¡Oro 348!—dijo una voz.

El alboroto seguía, entretanto. Alrededor de la pizarra, la batalla tomaba proporciones colosales; los dos bandos, alcistas y bajistas, luchaban cuerpo a cuerpo, rabiosamente, cada cual en defensa del santo bolsillo, con uñas y dientes.

Don Bernardino Esteven se presentó, cuando la batahola llegaba al punto más alto de su intensidad. Tan tranquilo, como siempre, entró con la cabeza muy levantada y sonriendo; cuatro mozalbetes le sisearon en la puerta, y hay quien asegura que uno le gritó:

—¡Fuera!

Pero él no se dió por aludido; la exasperación general era contra Schlingen y la primera víctima de éste, él, don Bernardino. Se mezcló a los grupos bulliciosos, dejando oír su palabra de hombre grave e influyente.

—Pero, señores, ¿qué locura es ésta? ¡El oro a 348! ¿Por qué? ¿Tenemos o no tenemos confianza? El comercio de Buenos Aires es fuerte, es poderoso; el país rico, lleno de recursos; el Gobierno bien intencionado; no hay razón, pues, para esta victoria de los alcistas, tan vergonzosa, tan injustificada.

A la quiebra de Schlingen, la generatriz del desastroso krac, no le daba importancia: un accidente de la vida bursátil, que nos ha cogido desprevenidos. Schlingen era el favorito, entre los caballos de la carrera, y había dado el fiasco más completo y ridículo; he aquí todo. Se hablaba de revolución, de estallido de iras populares, de represalias terribles... ¿por qué? ¿porque Schlingen había quebrado? ¡La revolución que se la clavaran a él en la frente! Todos le miraban; cuando se presentaba en la boca del lobo, y hablaba con tanto desparpajo, era que los rumores propalados carecían de fundamento: Esteven aparecía de nuevo rodeado de la aureola de que se le había querido despojar, depositario siempre de los rayos de Júpiter. Los amilanados de una hora antes, recobraron fuerzas y le hicieron una ovación, digna de estómagos agradecidos. Don Bernardino sonreía.

—No tengan ustedes cuidado, señores, ya bajará el oro, porque el nuevo empréstito se hará, y muy pronto, más pronto de lo que todos imaginan.

Decía esto, y se separaba de un grupo para ir a otro, seguido de su corte de admiradores; y si alguien le hubiera observado, habría visto que el personaje evitaba cuidadoso un encuentro, que debía serle particularmente desagradable: el del levitón del señor Portas, que hasta hace poco ejercía sobre él la atracción del imán. ¡Misteriosa singularidad, cuya clave poseía quizá míster Robert!

La noticia de que era portador cayó en el vacío; la escopeta de don Bernardino marró el tiro lastimosamente. ¡A buen puerto iba con sus historias de empréstitos, sabidas de memoria y olvidadas de puro sabidas! Que se hacía el empréstito; perfectamente, ¿y qué? ¿quién beneficiaba de él? ¿el país? ¿el comercio? ¡Quite usted allá, señor don Bernardino! Muchos se encogían de hombros. Y el oro, desconfiado como ninguno, asentado con firmeza sobre el 348, no se movía, imperturbable; apostrofábanle los bajistas, le hostigaban los alcistas, y él, quieto, cansado, sin duda, de su ascensión violenta, esperando nuevas fuerzas para seguir su vuelo de águila. Esteven, entretanto, se irritaba. El creía que la salvación de todos estaba en el empréstito; es una deuda que se contrae para pagar otras deudas, es pedir al vecino de enfrente, lo que se debe al vecino del lado; pero lo principal, lo esencialísimo es tener dinero, venga de donde viniere. Se alborotaba con esto. Le parecía verse ya, en compañía del ilustre Eneene, hundiendo las pecadores manos en las arcas recién llegadas, acariciar las flamantes monedas y atiborrarse de ellas los bolsillos, glotonamente. Su cara reflejaba la concupiscencia en que ardía; sus ojos se cerraban, para mantener por más tiempo la deslumbradora visión: un río de oro deslizándose con suave murmullo, y él, en la orilla, llenando sus cántaros, tan numerosos que no podían contarse.

Rocchio le vió venir y se le echó encima.

—¡Lucidos estamos, señor Esteven!—dijo sacudiendo su cabeza de león.—¿Qué le parece a usted?

Llevóle hasta la pizarra y le señaló la prodigiosa cifra, 348, como se muestra un cometa en el cielo.

—¿No lo ve usted bien?—repuso el italiano,—pues empínese sobre la punta de los pies, porque está muy alta, o eche usted mano de un telescopio; un simple anteojo no basta.

Los dos, pasmados, se callaron. De los ojos de don Bernardino huyó la dorada visión, y sintió los escalofríos de la realidad. Rocchio, que le tenía bajo su mano, no pensó en soltarle; deseaba averiguar muchas cosas, descifrar la charada de don Raimundo. Lo primero que hizo fué preguntarle por el negocio magno concertado entre ambos. Y entonces Esteven habló muy bajo, con misterio, como si tratara de un crimen y temiera verse descubierto.

—Mal, mi amigo; ¡buenos están los tiempos! Todo lo que he conseguido, es que la propuesta sea incluída en las sesiones de prórroga.

—Pero entonces el diputado aquel...

—Se ha dado vuelta en el último momento.

—Haber doblado la propina, haberla triplicado—exclamó Rocchio con impaciencia.

—Inútil habría sido; usted cree que todo es soplar y hacer botellas. No hay que apresurarse. ¿Quiere usted que, por precipitarnos, venga un diario de la oposición, nos descubra el gazapo y salgamos todos a danzar? No hay necesidad de exponerse tan a lo tonto; mi amigo el doctor Eneene está de por medio, ya lo sabe usted, y él ha de hacer fuerza de vela para sacar el negocio adelante.

—Lo que hay es que yo contaba con mi parte de la garantía, para hacer frente a mis compromisos de fin de mes...

—¿Qué hacerle, amigo Rocchio? Aguantar la mecha, como todos.

Esto de aguantar la mecha, no le sabía a mieles, sin duda, al alicaído corredor; pensaba que si don Bernardino había venido a la Bolsa, era porque ni estaba quebrado, ni temía hacer frente a los díceres malévolos del vulgo, y si esto era así, como parecía, felizmente, no sería él tan simple de no largarle lo que tenía en la punta de la lengua. Y así lo hizo, sin ceremonia. Cuando don Bernardino escuchó aquello de Jacintito y de los cincuenta mil nacionales entrampados, se enfadó, muy lastimado de que fueran a cobrarle cuentas de su hijo, joven mayor de edad, socio de una respetable casa de comercio, que marchaba sin andadores, porque no le hacían falta.

—Que se le quite a usted eso de la cabeza, señor Rocchio; los negocios de mi hijo no son de mi incumbencia; Jacinto no necesita de la bolsa de su padre para sostener su crédito. El le pagará a usted... cuando le sea posible. Con estos terremotos, ¿quién no tambalea?

Decididamente, Rocchio no estaba de vena; al escuchar a don Bernardino, intenciones tuvo de hacer con él lo que con aquel político de marras, a quien sirvió tan singular desayuno en la misma mañana.

—Si le pego—pensó,—nuestro gran negocio se quedará en nada y yo saldré perdiendo. ¡Paciencia!

Los dedos le bailaban, sin embargo, tal era su coraje; con tanta embestida como había sufrido, su escuálido bolsillo debía estar hecho jirones.

—¡Ah, camastrón! ¿esas tenemos? ¡pues en guardia! No he de perderte de vista; el amigo Portas, que es un lince, sabe lo que se dice. No hay que fiarse de estos fantasmones. Sigamos el consejo: apartémonos, pero, ¡alerta!

Tan decidido que estaba, hacía poco, a defenderle, y ahora de buena gana le hubiera mordido. ¡Sacramento! Una oleada les separó y Esteven desapareció en el torbellino, siempre sonriendo, como hombre satisfecho de sí mismo y de los demás. O era un gran farsante o, efectivamente, la quiebra de Schlingen no le había tocado sino de refilón.

Rocchio miró a la pizarra y el bailoteo de sus dedos aumentó: ahí estaban las vitalicias sin dar señales de vida, a pesar de su nombre; tan rudo era el golpe sufrido, pues habían caído de una altura de treinta puntos. El oro, aguijoneado por los alcistas, subió medio punto más, a 348 1⁄2, forzosamente, a disgusto, demostrando intenciones de bajar al 47, mareado quizá de verse tan alto. Todos, al pie de la pizarra, miraban como Rocchio, angustiados, con el terror pintado en las caras pálidas, más que pálidas, lívidas.

Y de pronto, como cuerpo muerto que un obstáculo fortuito ha detenido en su caída y rueda al abismo así que la valla cede y se rompe, las vitalicias se vinieron abajo estrepitosamente, dando rebotes sobre los puntos; y el oro alzó el vuelo y se plantó en el 350, sacudiendo sus alas orgullosas. Un clamor terrible se oyó, prolongado, ensordecedor.

Rocchio, inmóvil, sentía que aquel número siniestro, 350, le apretaba la garganta, le ahogaba; toda la cólera de que en el día había hecho provisión, y que hacía hervir su sangre, iba a descargarla sobre aquella cifra, nuncio fatal de su ruina. A su lado, míster Robert, inmóvil como él, contemplaba la pizarra con ira mal reprimida... Un corredor, ciego de furor, dió un palo sobre el encerado, y como si esto hubiera sido la chispa del incendio, míster Robert se abalanzó a la pizarra, de un salto prodigioso, y quiso arrancarla; quiso y no pudo, y entonces, con enérgico ademán, borró las cifras malditas. Y se volvió, los brazos cruzados, satisfecho y tranquilo, cual si acabara de pisotear bajo su planta al demonio del agio.

Echáronse sobre él, le increparon, le insultaron, acorralado contra la pizarra, muda ahora; y Rocchio, como fiera a quien abren la jaula, acudió a apoyarle... La lucha estalló entonces: los sombreros rodaban por el suelo, los bastonazos llovían; todos gritaban, enzarzados unos con otros, en torno de míster Robert, impasible. Y Rocchio, desgarrada la pechera, babeando de rabia, repetía:

—¡Ah, brigantes! ¡ah, estafadores! ¡Sacramento! ¡Sacramento!

Del torbellino fué arrancado el vengador, que sonreía con desprecio, por un grupo de amigos; a tiempo que salía, del pasillo, a paso de carga, el escuadrón de Quilito y se lanzaba a la pelea, al grito de ¡muera Schingen! Don Raimundo pasaba, buscando asustado la salida. Aquella legión de diablos le rodeó, dando alaridos; un bastonazo le derribó la chistera tornasol, y empujón va, empujón viene, le dieron el gran manteo, entre risas y burlas. Como pelota, iba de un lado al otro, sudando, gesticulando, descompuesto. Quilito le arrancó uno de los faldones y lo izó en la punta de su bastón.

—¡Basta, dejémosle!—gritó Jacinto.

Y le largaron, huyendo el portugués despavorido, rabo entre piernas.

Esteven, entretanto, al que un grupo de fieles protegía, invocaba a todos para restablecer el orden. ¿Qué pasaba allí? ¿por qué barullo tan grande? Se adelantó, cuando un furioso se le vino encima con el puño cerrado y le escupió a la cara este insulto:

—¡Canalla!

Dos o tres voces gritaron al mismo tiempo:

—¡Abajo Eneene!

Las invectivas caían sobre él, como lluvia de piedras; una mano, más audaz que las otras, se prendió de la solapa de su abrigo. Y abandonado de su estado mayor, que se desbandó, escapó también, como don Raimundo, en completa derrota.

Las iras comprimidas por tan largo tiempo, se habían desbordado; se gritaba, se forcejeaba, se luchaba. ¡Y qué! ¿el oro tenía que burlarse siempre del comercio honrado, del que no juega, del que no busca en la especulación sino en el trabajo el bienestar y el sustento? La mano de míster Robert, al arrojarle de un revés, de su insolente altura, había hecho justicia.

La sarracina continuaba; muchos timoratos escapaban a la calle Piedad, espantados; otros se guarecían detrás de las puertas, de las columnas, de las mesas. Y en medio de la confusión, de las voces, de las carreras, de los golpes, la enseña de la autoridad se mostró...

Rocchio, indomable, protestaba, siempre al pie de la pizarra y los compañeros de Jacinto. Quilito llevaba, a guisa de bandera, el faldón de don Raimundo, y gritaba:

—¡Muera Schlingen!

VI

Susana Esteven repasaba al piano una sonata de Beethoven. Antes de salir a compras, en compañía de Angelita, su madre le había dicho:

—¡Me atacas la cabeza, Susana, con esa sonata! Parece que tocas a ánimas o que llamas a misa. Esta música alemana no puedo sufrirla. ¿Por qué no estudias un valsecito francés, alegre, o un aire de opereta? Mira, ¡Madame Angot! eso es música.

Susana era muy bonita y muy simpática; un terroncito de azúcar, una paloma, un dije: todas las hipérboles de la comparación, no alcanzarían nunca a dar una idea exacta de lo que era esta niña hechicera, sin hiel y sin malicia. Tenía más de los Vargas que de los Esteven, aunque nada de su madre, Gregoria, la excepción de la familia; aquella dulzura de carácter le venía de su tía Casilda, y era más blanda que ella todavía, más sumisa, más dócil, quizá porque las contrariedades de la vida no habían llegado a agriarla, y del tío Pablo Aquiles esa debilidad que parece ser patrimonio de la bondad, generalmente, y por eso dicen que los buenos son los tontos. No lo era Susana, sin embargo, aunque buena y débil; en la casa era ella el ama de llaves, la que lidiaba con sirvientes, la que organizaba y dirigía todo. Venía Jacinto:

—Nanita, vas a pegarme este botón, ¿verdad? y luego me das una puntada en este ojal y otra en el forro del chaqué. Eso es; así me gusta.

—Nanita—decía Angela, la menor, una niña que entre otros defectos que ya irán saliendo, tenía el horrible e imperdonable de comerse las uñas,—Nanita, vas a desenredarme el pelo y hacerme la trenza. Así; perfectamente.

Misia Gregoria llegaba:

—Anda, hija mía, ve cómo esa condenada de cocinera prepara el escabeche; tú entiendes de guisos.

Y raro era el día en que el padre no la dijera:

—Hijita, vas a ponerme en limpio ese manuscrito que está sobre la mesa del escritorio; tu letra es más clara que la de Jacinto, y no echas borrones, ni haces raspaduras.

A todos atendía Susana, y todo lo ejecutaba a maravilla. Y en el salón, en el escritorio, en el tocador y en la cocina, siempre era la misma, dispuesta y viva, amable y afectuosa. Se levantaba la primera, y ya lavada y peinada, iba a ver preparar el desayuno de la familia; que el chocolate de don Bernardino, y el mate de la madre, y el te con leche de los hermanos, estuvieran en el punto en que el capricho de cada cual lo exigía; daba prisa a los criados, y les amonestaba, suavemente.

—Bernardo, ¿quiere usted hacerme el favor de darme el jarro de la leche? Muchas gracias. ¿Ha llevado ya al niño los diarios? ya sabe usted que él gusta de leerlos en la cama. Manuela, ¡ha dejado usted cortar el chocolate! un poquito de más cuidado, se lo ruego a usted.

Si no había criado, ella lo hacía, y arreglaba los cuartos y tendía la mesa; una vez, se despidió a la cocinera, y como el servicio anda así, como Dios quiere, Susana tuvo que ir a la cocina y preparó un almuerzo que daba gloria.

—¡Esta Susanita—decía el padre,—es tan buena! si ella faltara, no sé qué sería de la casa.

Misia Gregoria la daba a arreglar los vestidos que la modista no había conseguido sacar a su gusto. Y todavía tenía tiempo para repasar sus lecciones de idiomas, y acompañar a su hermana al paseo, o a tiendas, o a visitas, y también a su madre. Ella se complacía en ser útil, en servir; no tenía más ambición que agradar a todos. Por lo cual, todos la adoraban. Esteven la llamaba su Nanita querida; la madre hablaba de mandar construir un nicho muy dorado con dosel y todo, para meterla dentro, como santita que era; Jacinto la traía regalos siempre que podía, y en cuanto a Angela, caso extraño, su antítesis, el polo opuesto de Susana, la respetaba y miraba como algo superior y sobrenatural.

Desde muy niña fué así Susana, de una pasta que ni amasada por manos de ángeles. En los rincones pasaba las horas muertas jugando a las muñecas, sin chistar; ella misma confeccionaba las prendas liliputienses con que vestía a su pequeña familia, tan hábilmente, que todos se maravillaban de la práctica de aquellas manecitas en manejar la aguja y las tijeras; misia Gregoria guardaba todavía, como oro en paño, las camisitas y vestidos hechos por su adorado prodigio a los cuatro años. Cuando se aburría de las muñecas, tomaba su libro de cuentos, y llegaba el caso de referir lo que leía sin olvidar un detalle, condimentando su relación con observaciones propias, siempre atinadas. Don Bernardino, asustado de esta precocidad, hablaba con terror de la meningitis.

—Preferiría—decía a su mujer,—que fuera menos despierta, porque estas inteligencias desarrolladas así de golpe o no dan ya nada de sí y se estacionan o hacen estallar el frágil vaso del cerebro.

—¡Qué ocurrencia! ¿De modo que estarías más satisfecho si la niña tuviera en vez de esa cabeza llena de talento, una calabaza vacía? A ver, preciosa, cuéntame la historia de Pulgarito, o dime cuántos ríos tiene la República Argentina.

A pesar de los temores del padre, la meningitis no vino; Susana creció, como un lirio, y a los diez y ocho años era una mujercita en la que todas las promesas de la niña habían madurado, a pesar del ambiente poco favorable en que la planta se desarrollara. Porque hay que decir, que ni el padre, ni la madre, ni los hermanos, ofrecían un ejemplo digno de imitarse: misia Gregoria, en primer lugar, que recordaba, como horrible pesadilla, los años pasados bajo el cerrojo de su padre, don Aquiles, no quería oír de poner cortapisas al capricho de sus hijos; dejarles, que hagan lo que quieran, que gocen sin trabas de la edad dichosa... ¡Contrariar a los niños, hacerles llorar! ya vendrán, ya vendrán las penalidades de la vida, demasiado pronto, y entonces sabrán lo que es sufrir: ahora, dejarles en libertad. Con esto, soltaba tanto la cuerda, que Jacinto, que era un potro, y Angelita, una machona muy de temer, campaban por sus respetos y hacían de su capa un sayo. Si Esteven intervenía, pronto a castigar una travesura o una inconveniencia, acudía la señora en defensa del reo:

—Déjalo, Bernardino, no me toques a los niños, no quiero que les digas nada; ¿vas a pretender, acaso, que se porten como personas mayores?

En segundo lugar, misia Gregoria era muy celosa, espantosamente celosa, lo cual daba ocasión a escenas lamentables, representadas sin disfraz delante de los hijos. Para misia Gregoria, don Bernardino, aquel hombre que, salido de la nada, se había encumbrado a la brillante posición en que ahora estaba, era un ser superior; admiraba su inteligencia, su carácter, su figura, su andar majestuoso, su hablar solemne, todo lo que él hacía y todo lo que él pensaba. La verdad es que se casó con él enamorada, locamente enamorada, hasta el punto de hacer lo que hizo, abandonar su casa y su familia por seguirle, sin importarse de su honra ni de su nombre. Pero, este amor, con la edad, se convirtió en una manía, en una obsesión de todos los momentos; apenas dormía, pensando que otras mujeres pudieran robarle el tesoro de su Bernardino. Registraba sus bolsillos, en busca de cartas comprometedoras, regulaba sus salidas y sus entradas, reloj en mano; estudiaba la cara que traía, si la barba estaba desaliñada o el párpado abotargado.

—¿De dónde vienes, Bernardino? No me dirás que de casa de Eneene, ¡mentira! tú tienes alguna... de ésas, que te divierte. Mira, este pelo que traes en la manga, largo y rubio, pelo de mujer, ¡ay, qué asco! Con que de Susana, ¿eh? quite usted, so camandulero. ¿Y esta carta? No dice nada de particular, pero estos garabatos son de mujer. ¡Ay, qué desgraciada soy! Si yo hubiera sabido esto, no me habría casado contigo.

Don Bernardino callaba y sufría. Pues estas cosas, tan estúpidas de puro vulgares, las hacía y decía todos los días, y eran vistas y oídas de todos; a veces, Esteven perdía la paciencia, y entonces se armaban tremolinas escandalosas: que tú, que yo, que si esto, que si lo otro, tú eres así, tú eres asá; escarbaban en el pasado de ambos, para sacar toda la porquería y embadurnarse sin piedad la cara mutuamente. Milagro fué que, con estos ejemplos y esta educación, no salieran peores de lo que eran Jacinto y Angelita; en cuanto a Susana, la santita de la casa, nada podía enturbiar la limpidez de su alma angelical, ni alterar la esencia de su carácter: entre espinos y guijarros nacen así, flores delicadas.

Y no eran los celos, la sola piedra de escándalo entre marido y mujer. Cuando se hablaba de los Vargas, el vocabulario de injurias se agotaba; entonces el escándalo se producía, no porque ambos disputaran, sino porque se ponían de acuerdo, para arrojar sobre los tristes desposeídos toda la inmundicia que quedaba en sus espuertas. Tengo para mí que si Susana fijó sus hermosos ojos en su primo, fué de tanto oír echar pestes contra ese perdido, ese pillo, ese indecente de Quilito. ¿Qué había hecho el infeliz? Susana no lo sabía; nunca consiguió saberlo. Su bondadoso corazón sufría de verle tratar así, y de escuchar todas las picardías que la madre y el padre, rencorosos, decían de la tía Casilda y del tío Pablo Aquiles. Ella no les conocía sino de vista, y hubiera deseado conocerles de cerca, tratarles, para juzgar si eran verdaderamente tan perversos. Quilito se le había figurado muy feo y muy tipo, porque misia Gregoria no hablaba de él sino para motejarle de renacuajo, y cuando le vió en Palermo, al lado de Jacinto, después de muchísimo tiempo que no le veía, con su carita de querubín, blanco y rubio, muy derecho, muy bien vestido, parecióle un hijo de lord, y contestó afectuosamente a su saludo. Al segundo encuentro, siempre en la avenida de las Palmeras, halló al renacuajo más simpático y distinguido; le miró con interés y se dijo que el primo debía valer un poquito más de lo que en su casa decían. Y Jacinto, aturdidamente, la dió detalles que ella no conocía:

—Te digo que es un excelente muchacho, el sostén de su padre y de la tía, y trabajador; estudia Derecho. Toda su ambición es hacerse rico; ya le verás figurar, porque muchacho más despejado no he visto. Lo que hay es que los viejos no le quieren, pero no se debe ser injusto.

—¡Pobre Quilito!—decía la niña compadecida.

Cuando le trató, más tarde, este sentimiento instintivo de compasión, se convirtió fácilmente en simpatía; fué en un baile, en casa del ministro Eneene. Susana, contrariadísima, porque no gustaba de fiestas, había consentido en acompañar a su madre, de real orden, como ella decía riendo.

—No, hija mía—había dicho misia Gregoria,—es preciso que empieces a ir a sociedad, que te vean, que te admiren; esto de encerrarse en casa se queda para las feas. Además, yo no quiero que te me vayas a hacer monja o beata, y con la encerrona y ese carácter de ángel que Dios te ha dado, vendrías a parar en eso. Felizmente, hasta ahora, no te ha dado por ahí, pero puede darte, y entonces, ¿qué sería de tu madrecita? ¡Conque, al baile y a pescar novio!

Otras exhortaciones, de buen fondo, pero disparatada forma le hacía, comiéndosela a besos. Susana, sonriendo, dijo que iría al baile y pescaría novio, si podía.

Entró en el salón y lo primero que vió fué a su primo, mariposeando ufano.

—Me alegro—pensó Susana,—así vendrá a sacarme y no plancharé; no hay cosa peor que venir por primera vez a un baile y no tener conocidos.

Quilito, tan pronto como pudo acercarse, vino a saludarla, y sin mediar presentación siquiera, charlaron como antiguos amigos. ¿No sabían, acaso, que eran primos y que él se llamaba Quilito y ella Susana? Charlaron de muchas cosas: él, de sus estudios, de sus esperanzas; ella, de sus distracciones, pero ni uno ni otro se atrevió a rozar, aun incidentalmente, el tema escabroso de la familia. Los ojos de Quilito decían:

—¡Qué bonita es! ¿Por qué hemos de estar a mal con ellos?

Y Susana parecía querer decir:

—Dile a la tía Casilda y al tío Pablo Aquiles de mi parte que les quiero mucho, mucho, mucho; ¿por qué ha de haber diferencias entre nosotros, si hemos simpatizado tanto?

Y sin hablar nada de esto, se comprendían en la mirada expresiva, en el acento cariñoso, en el gesto amable. No sé si existe, en otra parte que en las comedias, aquello de las corazonadas o del flechazo amoroso, repentino e irremediable, pero lo cierto es que este diálogo, en medio de las luces y de las flores del salón, bastó para que los dos primos se entendieran, y en el apretón de manos con que pusieron punto final a la entrevista, se dijeran muchas cosas, que los labios no habían osado proferir. Verdad es que el chico era insinuante, y tenía una labia y una gracia, que hubiera sido para él empresa fácil la conquista de su linda prima, aunque viniera armada de prevenciones. Y mientras en Quilito nacía una idea egoísta de este encuentro, la del amor compartido, en el generoso corazón de Susana se despertaba un propósito digno de ella:

—O he de poder yo muy poco—se dijo,—o conseguiré la reconciliación de las dos familias; resistencias y obstáculos no han de faltar, pero Quilito y yo, aliados, las venceremos.

La tenacidad de estas resistencias, que preveía, pudo apreciarla al siguiente día, cuando misia Gregoria, contra su costumbre, la habló acremente de aquella larga conversación, que olía a temporada, con el renacuajo. ¿A qué tanto palique? ¿qué le había dicho? Si él se hizo el pegajoso, como mal educado que era, haberle plantado. En cambio, pasó la mayor parte de la noche perdiendo el tiempo con el insignificante de su primo, y no atendió a jóvenes de mérito que la solicitaban. ¡Vamos! ¿y para eso fué al baile? Irritadísima, viendo cosas que ella sola se forjaba, lanzó esta frase cruel:

—El convento, ¿me oyes? ¡el convento antes!

Susana lloró, y costóle mucho trabajo convencer a la madre, que la conversación había sido de lo más soso e inocente del mundo.

—Lo creo, porque tú me lo dices—dijo la señora,—tú no mientes nunca... pero, yo me entiendo. No hablemos más de esto; ven a darme un beso.

Desconfiada, sin embargo, porque la idea de que su prodigio, su ídolo, fuera a caer en la cueva hedionda de los Vargas la horrorizaba, no quiso llevarla más a bailes, pero esta determinación, fácil de realizar dada la docilidad de la niña, parecióle muy poco, y día a día, ella y don Bernardino, renovaban sus catilinarias contra la odiada familia. Todo, según ellos, no había sido sino una trama urdida por la Casilda, que era una intriganta desvergonzada, para ver de meter al muchacho en la casa y luego colarse ellos; pero la habían descubierto el juego y ya estaba aviada, la muy tal, etc., etc.

—Como yo la encuentre—decía misia Gregoria,—le zampo una buena fresca, y si me apura mucho, le pongo las manos en la cara.

Esteven dijo que iría al Ministerio y haría que Eneene destituyera a don Pablo Aquiles.

—¡Eso, eso—exclamó la señora,—que les corten los víveres y que vayan a pedir limosna!

Pasado el chubasco, Susana consiguió aplacar los ánimos y obtuvo la promesa de que nada se intentaría contra la desgraciada familia.

—Si yo les juro que Quilito... digo, ese joven, no me ha dicho nada de particular; además, no volveré a hablarle.

—Bueno, ya se acabó—dijo don Bernardino;—venga acá mi Nanita querida a abrazar a su papaíto.

Susana no renunció, sin embargo, a su idea de reconciliación; ya les catequizaría poco a poco. ¿De qué había de servirle, entonces, la grande influencia que ejercía sobre sus padres? Lo malo era que, si en todo lo demás se hacía lo que la santita de la casa quería que se hiciese, en lo tocante al asunto de los Vargas no había acuerdo posible; al solo nombre pronunciado, los odios dormidos se alzaban, como víboras a las que se pisa la cola.

Entretanto, pasaron los días. Susana y Quilito se veían en Palermo, cambiaban una mirada y una sonrisa al cruzar rápido de ambos carruajes, recatadamente, a causa del Argos de la madre o de Angelita, que las cazaba al vuelo, y como era tan chismosilla y enredista, había que cuidarse de ella; luego, en el teatro, algunas veces, muy pocas, porque misia Gregoria, contrariamente a lo que antes predicaba en punto a encerronas, decía ahora que las niñas bien educadas no deben andar de ceca en meca, mostrándose con descaro en todos los sitios, como mercancía puesta a la venta. Se veían, pues, pero no podían hablarse.

La primera carta que trajo Agapo del audaz chiquillo, no quiso Susana recibirla; encendida de rubor, dijo que no era decoroso que una señorita se carteara con ningún hombre, aunque éste fuera su primo. Pero Agapo insistió. ¿Qué mal había en ello? ¿acaso iba a mancharse los dedos y a condenarse a infierno perpetuo por recibir la cartita del primo y dejarse querer? ¡Porque Quilito la quería, la adoraba! ¿y no era lógico esto, que se adorase a una santita como ella? Ahí están las santas de los altares: pues, bien, ¿se incomodan o ruborizan porque los hombres, de rodillas, las prestan el homenaje de su adoración? Y las oraciones, ¿qué otra cosa son que cartas pedigüeñas, solicitudes de recomendación, entre el pecador contrito y el intermediario de Dios? ¿Se ha visto, hasta ahora, a una santa que se estime, rechazar una oración que se le presenta con toda política y humildad? Preguntárselo a Santa Rita, que era tan seriota, sin embargo, y a Santa Clara, tan punto y coma en todos sus deberes, y a la misma Magdalena, que de tanto andar en el mundo, estaba, ya curada de espantos. Pues lo que hacían estas venerandas señoras, probando así que su corazón de piedra o de simple pino latía aún por las miserias del prójimo, ¿por qué no había de hacerlo ella, que tenía un corazoncito de mantequilla, tan blando era y tan compasivo?

—¡Jesús, Agapo! mira que hablas desatinos—decía riendo Susana, sin darse por vencida.

El otro volvía a la carga. No, lo que es él no había de irse como vino, ¿qué iba a decir el pobre Quilito? Nunca lo creyera que Susana, tan buena, alimentara la misma inquina de sus padres contra los Vargas.

—¡Oh! no—exclamó la niña,—¡yo no, al contrario!

Entonces, ¿por qué se resistía? ¡quién sabe si aquella carta no era el primer paso dado en el camino de la reconciliación! Susana quedó suspensa. Bien podía ser, ¿por qué no? así, de lejos, sin estar al habla, nunca se haría nada de provecho; y si ella se había aliado a su primo, en el pensamiento, para llevar a cabo aquella empresa que, a sus ojos, aparecía tan noble y grande, estaba obligada a entenderse con él, de un modo o de otro, a fin de discutir y acordar los medios de realizarla. Es cierto que se hacía culpable del pecado de desobediencia, pero Dios sabía por qué lo hacía y había de perdonarla, en razón de sus buenas intenciones. Susana tomó la carta.

Lo que Quilito decía, ya se adivina. Fogoso e irreflexivo, pintaba a su prima un amor que ardía por los cuatro costados, en medio de un bosque enmarañado de metáforas, deprecaciones llorosas, exclamaciones desesperadas y llamados sentimentales a la Parca implacable cada dos párrafos, los cuales concluían todos con un punto de admiración, que daba el quién vive. Susana contestó en pedestre prosa, pasando como sobre ascuas, y había de qué, por lo que el primo declamaba, y hablando sólo de sus propósitos, nada de sí misma. Y así empezó una dulce correspondencia entre ambos, sostenida con juvenil ardor por parte de Quilito, y con tranquilo recato por parte de Susana, siempre sobre el mismo tema y en diapasón igual: Quilito, suspirando, llorando a veces, renegando otras, desesperado de su suerte y de su porvenir; Susana, predicando la concordia, la paz, la calma, en el sagrado nombre de Dios. Y si la empresa magna, la reconciliación deseada, no hizo muchos progresos, a causa de los obstáculos insuperables casi que la contrariaban, en esta comunión de su dos almas, el retoño de los Esteven quedó unido al de los Vargas por el lazo del amor, en nudo tan apretado, que no había ya quien pudiera desatarlo sobre la tierra.

Repasaba, pues, al piano Susana la sonata de Beethoven, en el saloncito de música, y pensaba en su empresa y en su primo. ¿Eran las tres, las cuatro, las cinco? No lo sabía; debía ser tarde, porque después del almuerzo, se puso a copiar unos documentos de don Bernardino con su letra clara y redonda, y esto le tomó mucho tiempo. Su madre, muy emperifollada, de capota rosa y abrigo de terciopelo, acababa de salir con Angelita, después de decir aquello sobre la música, que hizo sonreir a Susana... Sonaron dos golpecitos en la puerta del vestíbulo... La niña, ocupada, en el estudio de una cadencia, no oyó... La puerta se abrió y entró Agapo.

—¡Chist!—hizo,—no te asustes, Nanita, que soy yo.

—¡Qué susto me has dado!—exclamó Susana abandonando la banqueta,—¿por qué entras así, como un ladrón?

—¿Puedo yo entrar de otra manera en casa de mi señor hermano?—contestó el atorrante con amargura;—sé que no hay nadie, porque he estado espiando a la puerta y he visto salir a todos, menos a ti; hasta el mucamo ha salido: si me encuentra en la escalera, me echa; es la consigna que tiene del señor Esteven.

—No digas eso; siempre que hablas de papá, exageras de un modo...

—Bueno, lo que tú quieras; lo cierto es que nunca he pasado del vestíbulo, y hoy me dije: Aprovecharemos la ocasión y entraré a ver esos lujos tan mentados; de seguro que Nanita no me echará, de miedo que la ensucie sus bruselas.

Estaba tan rotoso, que daba lástima; por los agujeros del pantalón asomaba la carne de las piernas; no tenía chaleco, y la camisa, si camisa puede llamarse el retazo de lienzo color de chocolate que le cubría a medias el pecho, carecía de puños y de cuello o por lo menos, no se mostraban; la chaqueta estaba acribillada de manchas, y de los zapatos y el sombrero vale más no hablar. Con este avío, pues, y una cara y unas barbas que no probaban agua ni tenían noticias del peine hacía un siglo, se presentó Agapo en el saloncito de música. Tan facha estaba, que, en medio de las sedas y los dorados, parecía una mala copia del Menipo de Velásquez, sin la capa, dentro de un marco de precio.

Mientras Susana le miraba compasiva, el filósofo recorría la pieza, metiendo las narices, estirando el hocico, con movimientos de cabeza más de desdén que de asombro. A veces, tendía la mano para palpar un objeto, pero se contenía.

—No temas, Nanita—decía,—ya sé que esto se llama mírame y no me toques. Pero, ¿qué hacen ustedes con tanta chuchería, tanto muñeco, tanta silla dorada, que ni para sentarse sirve? Porque, ésta, por ejemplo, de raso o lo que sea, no aguanta el peso de una persona. ¡Qué farsantes son los ricos! Ya que les sobra el dinero, ¿por qué en vez de emplearlo en cosas inútiles y de puro aparato, no lo regalan a los pobres? ¿acaso para vivir, lo que se llama vivir, se necesita de estas faramallas? ¡Si aquí no se puede andar con libertad, entre tanta baratija! ¿sabes? Si me dieran esta pieza por cárcel, reventaba al tercer día, si es que pasaba el primero; aire, luz y espacio suficiente donde asentar estas patazas y donde recostarse con comodidad; y libertad para moverse, sin el temor de echar una mancha en el cortinaje, o de romper una silla, o de tirar una mesa, y con ella, perniquebrar a alguno de esos personajes de porcelana... ¡Uf! ¡aquí se ahoga el sursum corda! Eso sí, no vayas a creer, Nanita, que esto es lo primero que veo; muchos salones he visto, y mejores...

—Ya lo sé—dijo Susana risueña,—que te tratas con muchos high-lifes, y que comes en casas ricas; vamos a ver, ¿dónde has comido anoche?

—En casa del Presidente—contestó Agapo muy serio.

—¿Dónde?—volvió a preguntar la niña, muerta de risa.

—¡En casa del Presidente!

Y la noche antes en casa del ministro Eneene, muy mal, por cierto, porque el doctor tenía gustos criollos bastante rancios y estaba a diario con puchero de cadera y asado de costilla, y alguna vez, de extraordinario, ponían ropa vieja, y gracias. ¿De qué se asombraba? ¡Cuántos, que no le llegarían a él a la sucia del zapato, trincaban con esos personajes! Por supuesto, él no se dignaba sentarse a la mesa: abajo, en la portería, recibía su buena ración y se iba tan contento.

—Y hoy, ¿dónde has almorzado?—preguntó Susana con timidez.

—¡Ah! ¡Nanita, qué picarona! ¿De modo que las santas se permiten también ser maliciosas? Pues hoy almorcé... allá.

—¿Dónde... allá?

—Pues, en casa de la tía Silda.

—¡Ah!—hizo Susana.

¡Qué enferma había estado la tía Silda! Tres días de cama, con dolores en el costado, y fiebre, y médico yendo y viniendo.

—¡Dios mío! ¿Sigue enferma la tía?—preguntó con sobresalto la joven.

—Ya está levantada, pero... casi no cuenta el cuento. Juraría, Nanita, que allí hay algo.

—¡Algo! a ver, Agapo, cuéntame.

Se acercó al atorrante, ansiosa, sin disimular el deseo de tener noticias de la otra casa: estaban solos, y bien podía pronunciarse el nombre maldito de los Vargas, sin temor alguno.

—Pero, ¿qué he de contarte?—exclamó Agapo,—no sé nada, cosas que yo me imagino. Verás: hoy entro, y me encuentro a misia Casilda con los ojos como tomates, ¿qué quiere decir, Cristo? En el patio me tropecé a don Pablo Aquiles; siendo él tan político siempre, no me saludó ni dijo palabra, ¿entiendes? Arriba, Quilito, encerrado, sin querer abrir la puerta; cuando oyó mi voz, me mandó con Pampa esta carta, que ahora te daré, y para eso, la echó por la ventana. Bueno, pues todo esto, pienso yo que tiene busilis, y el busilis es la Bolsa.

—¿La Bolsa?

—Como todo el mundo ha perdido en la Bolsa este mes, nada habría de extraño que Quilito diera su tropezón también... Te digo que algo ha ocurrido allí.

—¡Jesús! No se oye sino hablar de la Bolsa, en todas partes... Hoy, en casa, no sé qué he oído de esto, pero ha habido su disgusto, porque mamá ha llorado... y el otro día, cuando esos tumultos de la Bolsa, papá vino enfermo, derechito a meterse en cama.

—Si te digo que va a ser preciso un escarmiento; hasta que el pueblo no eche al ajo a este Gobierno y no prenda fuego a la Bolsa, no vamos a quedar tranquilos.

—Ya empiezas, Agapo, con tu dinamita y tus cataclismos... no me gusta oírte así.

—¿Y si no hay más remedio?

—Para todo lo hay, con la ayuda de Dios; ya se arreglarán las cosas, poco a poco. Ahora, dame esa carta.

El atorrante metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó la carta.

—Y para el tío Agapo, para el pobrecito tío, ¿no hay nada hoy?—dijo presentándola, con el aire de un niño que pide un juguete.

Susana guardó la carta, pues no quiso abrirla delante del curioso filósofo, y contestó jovialmente que sí, que había muchas cosas para el tío: un buen sobretodo largo, un par de pantalones, tres camisas, zapatos, calcetines... Era una vergüenza que fuera con esa facha a comer a casa del Presidente; la misma tía Silda, ¿qué diría?... ¿Dinero? No, señor, para que saliera a bebérselo en la primera esquina.

—Nanita, me ofendes con eso—replicó Agapo;—hace mucho tiempo que no tomo... desde aquella promesa que te hice. En cuanto a mi traje, no encontrarás un uniforme más apropiado para estos tiempos de crisis; ya se verán obligados a vestirlo muchos de los ricachos a la minuta, que se zarandean por ahí. Además, no estoy tan mal como dices.

Se miraba al espejo, adoptando posturas de academia. Y mientras él hacía cucamonas a su propia figura, Susana fué adentro y trajo un gran paquete.

—Aquí tienes el sobretodo, los pantalones, las camisas... todo en muy buen uso. Esto es de papá, esto de Jacinto.

—Se me ocurre una cosa, Nanita.

—¿Qué?

—Que mañana, quizá, tu padre y tu hermano necesiten de estas prendas, que ahora tiran... porque yo he oído que sus negocios andan así, así... te juro que no lo sentiría sino por ti, que eres un pedacito de gloria; en cuanto a ellos, bien merecido lo tendrán; ese día me visto de colorado y canto el himno nacional en la calle Florida.

—¡Qué malo eres, Agapo!—dijo Susana disgustada;—¡siempre con tanto rencor contra papá! Si la culpa es tuya, que nunca has querido trabajar y has sido toda tu vida un vicioso, un haragán. De la misma manera que papá ha colocado a tanto tipo que no conoce, ¿por qué no había de darte un empleíto?

—¿Un empleo? ¡a mí! Mira, hija, mejor es no tocar este asunto, porque me sublevo, y me alboroto y sería capaz de hacer una barbaridad o decir un desatino; todo lo que puedo decirte es que mi señor hermano es una buena pieza, un peine muy fino, que no merece tener por hija esta santa Susana, que yo conozco, quiero y admiro.

Muy nervioso, empaquetaba la ropa, dispuesto a marcharse ya.

—Espera, hombre, que vas a romper el papel; trae acá, yo te prepararé el paquete.

Lo envolvió todo muy bien, aseguró el lío con un cordón, y se lo entregó.

—Pero no te vayas todavía; no tengas cuidado, que nadie vendrá. Háblame, antes, de la tía Silda, ¿qué te ha dicho? ¿qué te dió de almorzar?

Eran tan raras las ocasiones de saber de los otros que se la presentaban... Agapo cambió de fisonomía y se puso hasta risueño.

—Eso es otra cosa—dijo, abandonando el pesado envoltorio, satisfecho de caer sobre un tema agradable;—cuando entro en esta casa, no te me ofendas ¡eh!, el corazón, porque yo también tengo corazón, aunque no lo parezca, se me empaca, como quien dice, las piernas me flojean... ¡si no fuera por el maldito estómago! pero allá, entro tan alegremente, seguro de no ser despedido con una coz. Y esto no debiera ser así, porque, al fin, yo soy un Esteven, mal que les pese, y ellos, los Vargas, en vez de simpatía debieran tenerme odio, y sucede todo lo contrario: el odio está aquí. ¡Ajo!...

—Bueno, ¿volvemos a lo mismo?

—Dispensa, Nanita; cuando uno es un hombre honrado, porque eso sí, a honradez nadie me gana... ¡ya la quisieran muchos para su uso personal! y uno es desgraciado... no hay razón. Todos no hemos de salir con mucha chispa en la cabeza o muchas uñas en las manos.

—¡Qué pesado estás, Agapo! A ver, ¿qué te dió de almorzar la tía Silda?

—Pues la tía Silda...

Hablando de la familia de Vargas, se animaba. Y Susana, sentada en la banqueta, con el codo sobre la tapa del piano, escuchaba atenta, sin perder uno del hilo de nimios detalles que el filósofo iba desatando, sin hacerse rogar mucho.

La casa era así, con dos patios y tantas piezas, y arriba, el cuarto de Quilito; la habitación de la tía, de este lado; después del comedor, la del tío. Señalaba los objetos que había en cada pieza, qué plantas adornaban el patio, si había canario en el zaguán... Misia Casilda siempre trabajando, con su bata de lana y sus dos bandós tan alisados; don Pablo Aquiles, al Ministerio a las doce... no se le oye nunca la voz. Quilito, mareando a todos con sus fantasías. El mastín de la casa era Pampa, la india, enseñando los dientes al que entra. Susana oía extasiada, y se hacía repetir los detalles: ¿decía que el cuarto del tío estaba de este lado? ¡ah! después del comedor. Parecíale estar en la casa maldita, en la cueva, que decía misia Gregoria, acompañando a la hacendosa tía Silda, ayudándola a preparar la cena, o a limpiar, o a zurcir; y cuando llegara el tío del Ministerio y el primito de la Bolsa, con qué gusto se sentaría a la mesa, en tan amable compañía, feliz de verlo todo en regla, el mantel planchadito, los vasos bruñidos, los cubiertos lucientes como plata de veras, ¡feliz de que la tía la mirara con complacencia, convencida ya de que ella, aunque Esteven, no era ni mala ni torpe! ¡feliz de estar cerca del primo, y poder reanudar el coloquio del baile, sin censura ni anatema! Otra vez volvía sobre los detalles pueriles. Y el tío, ¿tenía mucho sueldo en el Ministerio? Quilito debía ganar enormemente en la Bolsa, y ya con esto poco importaba que el sueldo fuera escaso.

—¿Y dices que hoy encontraste llorando a la tía Silda?

Sí, pero Agapo no sabía la razón, él no había de preguntárselo. ¡Quién sabe las penas que sufriría la pobre tía! ¡si ella, pudiera! ¡cómo no consolarla, si le era tan simpática! Entonces, la idea del cisma que la separaba de aquella familia hacía nublar su dulce mirada. Debía haber ocurrido algo muy grave, muy grave, para un rompimiento tan completo, tan definitivo, que parecía ser eterno; porque ella, desde que abrió los ojos, recordaba haber visto siempre las cosas así.

—¿Sabes, Agapo, cuál ha sido la causa?

Y Agapo decía que no, que él no sabía nada, no quería saber nada; contrariado, ya no sonreía, arrojando miradas feroces a su alrededor, como si aquel lujo insolente, al despertarse el recuerdo del pasado, insultara su miseria e irritara sus nervios.

Se oyeron pasos y voces en la escalera.

—No huyas, que será alguno de esos fastidiosos que asedian a papá todos los días.

Pero el atorrante, que creyó percibir dejo de mujer, apresuróse a cargar el lío y a escapar, temiendo tropezar con su cuñada y que le sorprendiera en flagrante delito de profanación y sacrilegio.

—Adiós, Nanita; ¡Dios te lo pague, hija!

Fué a abrir la puerta, a tiempo que misia Gregoria entraba, con Angelita.

—¿Aquí?—chilló la señora;—se te ha dicho que no pases de la puerta, ¡y tú lo consientes, Susana! El no tiene la culpa, naturalmente. ¡Si Bernardino estuviera en casa, él te ajustaría las cuentas, vagabundo!

Agapo, sin decir palabra, embistió al hueco que dejaba libre la corpulencia de misia Gregoria en la puerta, y salió al vestíbulo, empujando a la cuñada sin miramientos.

—¡Ordinario, vulgarote!—vociferó ella.

Y mientras el atorrante bajaba las escaleras, saltando los peldaños de cuatro en cuatro, Angelita, echada sobre la barandilla, le hacía pitos, diciendo de burlas:

—¡Adiós, tío Agapo!

Arrojóle un salivazo, tan certero, que le cayó en la mano.

—¡Puerca! ¡víbora!—refunfuñó el filósofo.

—Pero, mamá—decía Susana,—¿por qué le tratas de ese modo? Hay que tenerle lástima.

—¡Lástima, cuando es un sinvergüenza, un perdido, que deshonra a la familia!

—Un desgraciado, más bien, mamá—replicó dulcemente la niña.

Misia Gregoria se sentó. Se había puesto excesivamente, monstruosamente gruesa; el pecho desbordaba del corsé; la cintura, salida de madre, invadía las caderas; los brazos, del codo al hombro, tenían más de muslos que de brazos; el cuello, corto, con un collar de grasa, que caía en blanda papada sobre el cuerpo del vestido, manchado por la transpiración y los polvos de arroz; la cara, mofletuda, colorada, reluciente; los ojos, enterrados en tanta gordura, lacrimosos, a la sombra de un flequillo postizo, que se encrespaba sobre las cejas peladas... Y encima del peinado pretencioso, una capota rosa, una capotita monísima... ¡Qué bajón tan grande había dado la señora de Esteven! Ni rastros quedaban en ella de la hija mayor de don Aquiles, de aquella muchacha esbelta, más graciosa que bonita, soberbia heroína de un drama de amor. Con voz flaca y lánguida, pidió que la desembarazaran del abrigo, pues se moría de calor; Susana dió satisfacción seguidamente a su deseo, desató los lazos de la capota, que la ahorcaban, y aflojó el corsé, requisito indispensable cada vez que la señora volvía de la calle. Ella daba suspiritos de alivio, la cabeza desmayada sobre el respaldo del sillón, los ojos cerrados voluptuosamente.

—¡Qué placer tan grande es éste! ¡Ay, Nanita, no puedes imaginarte lo que sufre tu madre con el condenado corsé; para mí es como si me cincharan, hija!

Se abanicaba con pereza, saboreando el descanso de que disfrutaba.

Angelita, delante del espejo, despojábase del sombrero y el velo; hubiera sido bonita, sin el arremango exagerado de su nariz, que le daba una expresión de picardía y malicia, y si la boca fuera menos grande y los dientes más iguales. Desenfadada, tenía movimientos bruscos, salidas de tono violentas; era bromista de mal gusto, y necia, por consiguiente, y si se creía molestada, lanzaba la saeta de su sátira, sin cuidarse dónde hería, ni a quién hería. La menor contrariedad producía en ella un ataque de nervios, y convulsiones, gritos y pataleta: a esto llamaba su madre los prontos de Angelita, asegurando que, a pesar de ello, su corazón era de oro, y ante la palabra de misia Gregoria, no me atreveré a ponerlo en duda, aunque no pueda afirmar si el oro era o no de ley. Lo cierto es que a estos prontos, seguía un estado de irritabilidad tan grande, que andaba por la casa dando mordiscos a sus hermanos, a los criados, hasta a sus padres: a don Bernardino le sobajaba de lo lindo y a la madre la ponía motes irrespetuosos.

—Ya está atufada Angelita—decía misia Gregoria,—no hacerle caso y dejarla.

Con esto, amiga de chismes, de meterse en líos y enredar a la gente; caminaba con desgaire atroz, a la manera del papagallo, los pies atravesados y a pasos menudos; su voz era chillona y de timbre antipático, tan estridente, que se metía en el oído y allí se estaba vibrando sobre el tímpano, como insufrible chicharra, hasta total aturdimiento... ¿He dicho que se comía las uñas? ¿sí? pues, ya está hecho el retrato de la señorita Angela Esteven.

Cogió el sombrero, arrancó el velo, y tiró todo sobre el sofá, malhumurada. Ella no se quejaba del calor, sino del tufo a tabaco, a vino, a demonios, que había dejado el tío Agapo. ¡Y luego el plantón de la tienda! Dos horas de revolver, de hablar, de levantarse, de volverse a sentar, para salir con las manos vacías. El dependiente tenía un grano en el pescuezo, que no le dejaba mover la cabeza, y usaba onda pegada sobre la frente con goma de membrillo. ¡Qué asco dan estas ondas engomadas! Pero lo gracioso fué que, estando ella en la puerta, aburrida del debate estéril de la madre con el dependiente, vió pasar a la tía Silda con un mantón color de diablo afligido, hecha una pordiosera; si estaba tan mal, ¿por qué no se ponía a servir? El orgullo no da para el mercado. ¡Ah! ¿y la de Eneene? la mayor, aquella paja larga, que anda como si la llevara el viento, pasó también, con la madre: ¡y miren lo que vale ser hija de ministro! llevaba dos festejantes de escolta, marcando el paso. Por supuesto que el coche, pagado por el Ministerio, estaría en la esquina, esperando. Hablaba, y repercutía el sonido de su voz, como si dieran con un martillo sobre un caldero, ¡dam, dam, dam! y la vibración ensordecía.

—No grites tanto, Angelita—suplicó misia Gregoria, sin abrir los ojos.

Ella, no hizo caso y saltó de repente:

—Dime, mamá, ¿es cierto eso que le has dicho a la de Eneene, que nos vamos al Frigal? ¡En junio! sería ridículo.

Mordiendo la uña del dedo meñique con encarnizamiento, protestaba de esta ida a la estancia en pleno invierno; que no contaran con ella, porque ni a soga habían de llevarla: la temporada de ópera en lo mejor, tres bailes anunciados... ¡la muerte antes que la estancia! Bien mondado el meñique, pasó al anular, insistiendo en su pregunta. Misia Gregoria, con un suspiro mucho más hondo que los otros, contestó que sí, que se irían a la estancia a fin de mes, si esto no se arreglaba.

—¡Perfectamente!—exclamó Angela atacando, en su coraje, todas las uñas a la vez,—¿y qué tenemos nosotros que ver con esto? Que se arregle o deje de arreglar, no es motivo suficiente para que demos la campanada de irnos a la estancia ahora, a pasar fríos, y aburrirnos. Lo primero que dirán todos es que papá se ha fundido, y que nos vamos al campo a economizar, y no hay cosa peor que dar pie a habladurías.

La señora suspiró más hondo todavía, como si quisiera arrancarse de allí dentro algo que la incomodaba enormemente; este mudo comentario á su pensamiento, que parecía confirmarlo en su elocuente silencio, sacó de quicio a Angelita. A ver, decir la verdad y no andarse con tapujos: decir que habían descendido al nivel de la tía Silda, más bajo, al nivel de Agapo, y acabemos; ¿por qué no habían avisado a tiempo para salvar siquiera la camisa? Eso tiene meterse en la Bolsa y hacer gracias; claro, las mujeres pagan después el pato: destierro a la estancia y punto final. Pero lo que más la irritaba era el qué dirán de las gentes, la murmuración de las amigas envidiosas, darles el gusto de verla abollada.

—¡Ay, Dios mío! tengo tanta vergüenza, que quisiera morirme.

La madre intervino:

—¿Quieres callarte, Angelita? Estás ahí hablando zonceras sin fundamento; si nos vamos al Frigal, lo que no se ha decidido aún, será por mi salud, ni más ni menos.

—Que no voy a la estancia, digo—gritó Angela, con todos los síntomas de sus prontos más temidos,—que no voy, no y no, ¿han oído?

Dió la nota más alta de su voz de tiple, con tal fuerza, que los cristales temblaron, y hubo que llevar la mano a las orejas; pateando, llorando, aporreando los muebles con el puño iracundo, salió del saloncito, como una exhalación. Del golpe, la puerta casi se desencaja.

Susana, consternada, no había dicho palabra. Hojeaba, delante del piano, su cuaderno de música, tan abstraída en la lectura de fusas y semi-corcheas, que parecía no haber oído nada, no haber visto nada.

—¿Ya se fué esa loca?—preguntó misia Gregoria, abriendo los ojos y apartando las manos del torturado órgano auditivo,—¡qué carácter de muchacha! al momento se atufa, y no hay más que dejarla desahogar. Lo mismo era yo, a su edad. Nanita, ven acá, acércate.

Susana obedeció. La atrajo a sí la señora y obligóla a arrodillarse delante del sillón, para tenerla más cerca todavía y poder besarla a sus anchas, en la boca, en los ojos, en la frente, en el pelo rubio y ondeado. La joven, sorprendida, repetía:

—Mamá, mi buena mamá...

Pero, la señora, estrechando la hermosa cabecita de virgen contra su seno opulento, protestaba: no, la buena era ella, su hija, su Nanita adorada; a ver, que vinieran todos los ángeles del cielo y todos los santos del almanaque a competir con ella; ¿a que se volvían avergonzados de la derrota? La dió un beso más apretado en la frente y se puso a llorar, con sollozos convulsivos que sacudían todo su cuerpo. Entonces, Susana se asustó.

—¿Qué tienes, mamá? ¿qué ha pasado?

Misia Gregoria no contestaba; su llanto era tan copioso, tan sentido, que no podía hablar. Y Susana, afligida, repetía:

—Mamá, ¿por qué lloras? dime, ¿por qué?

Entre el hipo de los sollozos, la señora articuló:

—¿Sabes? lo que ha dicho Angela... es la verdad... ¡la terrible verdad!

La joven, sin comprender, exclamó:

—¿Que nos vamos a la estancia? ¡Mejor! ¿Y eso te aflige tanto?

La madre volvió a besarla largamente. ¡Qué inocente era! Se afligía, sí, pero no por salir de la ciudad, sino... por lo otro, ¡un golpe tan duro y terrible! se afligía, porque este golpe alcanzaba a sus hijos, a su buena y querida Nanita. Esta, abría tamaños ojos. La madre, bruscamente, repuso:

—En medio de todo, debiera alegrarme de nuestra desgracia, porque esa gente, esa chusma, te había ya tendido el lazo y en él ibas a caer, tarde o temprano; tengo la experiencia de estas cosas, y sé en lo que viene a parar la oposición de los padres en lucha con el capricho de los hijos; porque no me lo niegues, no me digas que no: estás encaprichada con ese renacuajo de Quilito.

—¡Mamá!—suplicó Susana.

Que sí y que sí; ¡ella tenía un ojo y un olfato! Estalló en invectivas contra esa chusma, gozosa de poder descargar en alguien la amargura de su pena inmensa; como lobos habían rondado su casa, para entrar a saco en ella y viéndola bien guardada, engatusaron al cordero de su hija; ya sabían ellos lo que se hacían: atacaban por el lado más débil, más vulnerable; una vez ganada la hija, la conquista de los padres no era sino cuestión de tiempo. Pero, ahí estaba ella, la madre, para velar por todos; no conseguirían su objeto, no: ella lo había jurado. Sus ojos, secos ya, brillaban, animados por el odio inextinguible. Susana lloraba. Viéndola así, la cabecita de penitente inclinada, misia Gregoria, afligidísima, la volvió a besar, a estrechar contra su pecho. ¡Por Dios! ¿qué había hecho ella tan malo, qué crimen había cometido, para ser así castigada en sus afecciones? Su hija, su adorada santita, renegaba de ella, acusándola quizá de verdugo, de madre sin entrañas. Pero, si era por su propio bien, que lo hacía...

—¡Mamá!—suplicó de nuevo Susana.

La apenaba tanto oír hablar a su madre así... Misia Gregoria se calló, embargada, otra vez, su mente, por la idea terrible, por lo otro, que no había acabado de explicar.

—No llores, hija mía—dijo,—mira que tu valor y tus consuelos me hacen falta, mucha falta.

Lo que había dicho Angela, era cierto: se iban a la estancia, en junio, en el rigor del invierno, porque su padre... su padre estaba arruinado, y su hermano arruinado, y todos, todos, absolutamente arruinados. La ahogaron los sollozos. Pasó mucho tiempo sin que pudiera hablar, sorda a las palabras de su hija, que se esforzaba en animarla, mostrando cristiana resignación. ¡Estaban arruinados! Y bien, se irían al campo y trabajarían y ahorrarían; al padre no le tomaría de sorpresa esto, porque se había formado en el trabajo, y luchado desde joven por el bienestar de la familia; era duro empezar de nuevo, pero ahora no estaba solo, sus hijos le ayudarían: estaba Jacinto, joven y robusto, estaba ella... ¿no sabía planchar, lavar, coser, bordar, guisar? Ella lo haría todo, ¡y con qué placer! se la presentaba la ocasión de pagar esa deuda, imposible de saldar jamás, del hijo con el padre, de pagarla en la moneda del cariño, de la abnegación, del sacrificio, única moneda válida para tales deudas. ¿Qué la importaban el lujo, las fiestas, la vanidad de la posición perdida? Arriba o abajo, el corazón late lo mismo... Allá, en el fondo de su alma, en el rinconcito más oculto, brillaba la esperanza consoladora de que, caída de su pedestal de mujer rica, se acercaba más a los otros, se ponía a su nivel, facilitando así la realización de su magna empresa. Era Dios quien lo había hecho; ¡alabado sea Dios!

Pero misia Gregoria no participaba de esta conformidad; cuando se repuso, apretando el pañuelo sobre los ojos hinchados, contó la historia de la desgracia. El ciclón desencadenado sobre la Bolsa había arrastrado todo, casas, tierras, depósitos bancarios... así, en un santiamén... ¡todo, todo! Lo único puesto en salvo era la estancia, que les serviría de asilo. Y ella había sentido venir la catástrofe; el corazón se lo decía.

—No te metas, Bernardino, en la Bolsa, mira por aquí, mira por allí. Bernardino, vigila a ese niño, que no tiene experiencia, que no sabe por dónde anda; el socio es bueno, pero el mal ejemplo de los demás, el tuyo sobre todo, va a perderle. Bernardino esto, Bernardino aquéllo.

Y nada, erre que erre. Estaban ciegos, locos. Hoy mismo, agobiado por la espantosa desgracia, en la calle, sin fortuna y sin crédito, sostenía que no, que la culpa no era de él, que la cosa había sucedido sin saber cómo, inopinadamente, por sorpresa o mala suerte, pero que estaba en lo cierto al asegurar que, lo que la Bolsa quita, la Bolsa vuelve a darlo. ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!

Gimió sin consuelo, largo rato. Y de pronto exclamó, enderezándose en el sillón:

—Lo que a mí me subleva, me ahoga, me mata, me quita el sueño, el apetito, la vida, es que ellos van a reírse, van a burlarse, van a gozar de nuestra desgracia. Si me parece ver a esa harpía de Casilda, a ese hambriento de Pablo Aquiles... ¡Ay! ¡no, yo no podré soportarlo, no, no!

Se ahogaba. La joven desabrochó su corpiño, la hizo aire con el abanico. Y misia Gregoria desmayó su cabeza sobre el seno de su hija, bajo el cual se abrigaba la traidora carta del odiado vástago de los Vargas.

VII

Lo ocurrido aquella mañana en la casa, a que se había referido Susana en su conversación con el filósofo, fué lo siguiente:

Que misia Gregoria, escamadísima con el teje maneje que se traía su marido, provocó una explicación, que degeneró en tormenta, a causa de lo que se dirá después. Hay que repetirlo: misia Gregoria estaba enamorada de don Bernardino, y esto, a los veintitantos años de casada, en que se ha tenido tiempo suficiente para ver el revés y el derecho del carácter, y conocer la urdimbre de la persona como las propias manos, es muy digno de respeto y alabanza. Misia Gregoria creía que cuando Esteven andaba por la calle, las miradas femeninas le seguían y le salían al encuentro y le provocaban; no veía, ¡qué había de ver! que el horno no estaba para rosquillas, es decir, que don Bernardino, rechoncho, pelado y teñido, con patas de gallo en los ojos y los carrillos caídos, no era digno de ser mirado por su linda cara, sino es por sus muchos monises. Y si esto no lo veía, tan a la vista estaba, menos había de ver que ella, deformada por la obesidad, vieja y fea, no podía representar airosamente escenitas de celos, con mucho puchero y mucho remilgo. Porque la verdad es que los dos habían llegado a la edad reglamentaria, en que es forzoso abandonar el servicio activo y entrar en la reserva; y de esto parecía convencido don Bernardino, en quien la ambición era la pasión dominante.

—Déjame en paz, Gregoria—decía cuando la mujer le atosigaba demasiado;—mira, hija, que es preciso convencerse que ni uno ni otro estamos para estas cosas; el amor es gaje de la juventud, y cuando se tienen hijos con barbas, y canas y reumatismo y chocheces y goteras por todos lados, empeñarse en hacer los Faustos y las Margaritas es exponerse a desafinar y dar fiasco.

—Pues, sin embargo, hay cada viejo...

—No te fíes, que es como la leña verde: no arde; mucho chisporroteo y mucho humo, pero poca llama.

No quería misia Gregoria, a pesar de estas declaraciones, dar su brazo a torcer. ¿Y cómo, si en su larga vida de casada, nunca había visto a Esteven salir más a menudo, entrar más tarde, andar más preocupado, más sin sosiego, más sin sueño, que esta vez? Ella no se chupaba el dedo; nada de política ni de negocios, un diablo con faldas estaba de por medio. Hasta se le figuraba conocer a aquella picaronaza: el pelo color de zanahoria, última novedad; los ojos pintados con pábilo de vela; colorete y muchos polvos en la cara, y un olor a pacholí, tan fuerte, que hacía estornudar. El día aquel de la sarracina en la Bolsa, que llegó don Bernardino derechito a meterse en cama, misia Gregoria, por las dudas, le echó una buena rociada: ¿con que venía así, tan descompuesto y pálido, a causa de la liquidación? ¡ah, farsante! alguna agarrada con la rubia esa.

Pasó dos días don Bernardino en cama, quejándose de dolores en los riñones, en la nuca y sobre todo en la cabeza; decía que por allí dentro le andaba una docena de demonios, dándole patadas en los sesos y martillazos en las sienes. Misia Gregoria, instalada en la cabecera, le vigilaba, no fuera a lo mejor a escribir unos rengloncitos a su espalda o recibir algún billete sospechoso; porque eso de que estuviera enfermo, era una mentira como una casa. Si estaba desasosegado y nervioso y de mal humor, era porque la otra lo habría plantado; ¡muy bien hecho! que si todas las damiselas hicieran lo mismo con los vejestorios enamorados, mandarlos a su casa después de pegarles cuatro palmadas, las esposas honestas no estarían en esta agitación y no pasarían la pena negra. Pero, enfermo o no, la verdad es que no llegó a visitarle médico, don Bernardino no quiso recibir a nadie y así se dió la consigna terminante: era una casa aquella en que a cada minuto estaba alguno colgado de la campanilla, y los visitantes no faltaron en estos dos días, pero nadie logró ver al conspicuo personaje de la situación. A las diez de la mañana del tercer día, siempre en la cama Esteven, más dolorido que nunca, pues ahora no era ya una docena, sino ciento de demonios que le martirizaban el cerebro, le entregaron dos tarjetas, que fué lo mismo que darle dos palos, pues lanzó un quejido como si los hubiera recibido en los lomos.

—¡Que no, que no recibo! dijo revolviendo los ojos.

Y echado sobre las almohadas, miraba pálido las dos tarjetas, que le sacaban la lengua sobre la mesa de noche, diciendo una: Rocchio, y la otra: Portas, y las letras negras de estos dos nombres bailaban sobre la cartulina, dándole mareos. Media hora después, vino la tarjeta número 3, y de la mano temblona de don Bernardino pasó al lugar de las otras.

—¡Que no, que no recibo!—repitió, con un juramento.

—Señor—insistió el criado,—dice que tiene que ver forzosamente al señor; que se trata de un asunto de interés.

Don Bernardino cogió de nuevo la tarjeta y leyó: Robert.

—Bueno, que pase; acabemos.

Pidió a misia Gregoria que arreglase las mantas del lecho, que abriera las cortinas y le diera el espejo de mano.

—Mucho quieres componerte—dijo la gruesa señora, mirando desconfiada a la tarjeta que el marido retenía en la mano,—¿quién es ese afortunado que así logra violar la consigna?

—Déjame solo, Gregoria, y no vengas sino cuando yo llame.

—A mí no me la pega—refunfuñó misia Gregoria,—éste debe ser un emisario de la rubia, que viene a traer las condiciones de la paz. Ya les daré yo buenas paces.

Se entretuvo mangoneando en la habitación un rato y salió á esconderse detrás de la cortina, que cubría la entrada de la pieza inmediata.

—Que cierres la puerta, Gregoria—gritó don Bernardino.

—Bueno, hombre. ¡Jesús! qué misterios gastamos.

Y dió un portazo, dejando a Esteven solo, en la alcoba conyugal, pues lo era esta estancia lujosamente decorada... Esteven, con un gorro de terciopelo bordado de gusanillo mate y borla de oro, la barba sin teñir, con unas ojeras como dos pinceladas de betún, amarillo como un cadáver, los ojos fijos en los dos nombres: Rocchio, Portas, que saltaban sobre la mesa de noche, esperaba... Míster Robert entró...

Lo que pasó entre los dos, misia Gregoria no pudo averiguarlo, al punto; las voces no salieron del diapasón ordinario y hasta el oído curioso de la señora no llegó sino confuso murmullo; sus celos, exacerbardos con el misterio de esta entrevista sospechosa, le sugerían desatinadas reflexiones: sin duda, el tal emisario se vendría con muchas exigencias, cuando el otro seguía tieso que tieso; cuestión de dinero todo, porque las rubias y las morenas de este jaez no entienden otro idioma. ¿A que salía ella, así, de improviso, y le ponía las peras a cuarto al calaverón de su marido y al alcahucil aquel? Las voces parecían subir un poco de tono.

—Es que ha llegado al capítulo de las amenazas—se decía la señora, siempre pegada a la puerta.

Y como no percibía una sílaba, se aferraba a su idea de salir y desbaratarlo todo. Seguía el duelo allá dentro entre la voz grave, la de don Bernardino, y una vocecita delgada, la del otro; tal como si un contrabajo y un flautín ensayaran, cada cual por su lado. De pronto, los dos instrumentos enmudecieron... pasó un minuto, y el mismo silencio; pasaron dos, tres minutos...

—¿Se habrá ido ya?—pensó misia Gregoria,—ya no suena esa vocecita de flautín, que me arañaba el oído. Bernardino tampoco resuella. ¿A que ha cedido el muy mandria? ¡Y yo que me estoy aquí hecha una papanatas!

Volvió el picaporte y entró; como un juez que llega al sitio del crimen, rastreando la pista, y hace visita inquisitorial de muebles y objetos, para deducir de su posición la historia del delito, misia Gregoria paseó su mirada severa por la alcoba y la dejó caer terrible sobre el criminal: ahí estaba, abatido, con el gorro de terciopelo ladeado, durmiendo o fingiendo dormir.

—Allá voy yo a despabilarte—se dijo la señora.

Y cayó sobre él, sacudiéndole el brazo y gritándole:

—¡Bernardino! ¡Bernardino!

Esteven abrió los ojos y vió sobre sí la mole inmensa de su mujer.

—¿Qué hay? Retírate, que me sofocas.

—Si es lo que yo quiero, ahogarte, sofocarte, por mal marido, por pillastrón. ¿Quién es ese hombre? ¿quién es esa rubia? ¡Di, contesta, grandísimo pícaro!

—Gregoria, no me tientes la paciencia...

—¿Quién es? Di, vamos a ver.

—Gregoria, no me tires de la lengua.

Y lo creo que tiraría de ella y se la arrancaría con mucho gusto; ¡qué hombres estos! tienen una mujer buena, que les quiere, que les mima, que les cuida cuando están enfermos, y el pago que la dan es engañarla, traicionarla, burlarla, con esas mujeres de la calle, que así son ellas.

—Gregoria, me atormentas la cabeza, ¡por favor!

Pero la señora ya se había disparado. Armó una de gritos y amenazas, que Esteven, aturdido, metió la cabeza bajo las mantas.

—Sí, tápate los oídos, que me has de oír.

Sulfurado, por fin, el marido la llamó vieja por tres veces, como quien tira una piedra a un perro que ladra; y esto no hizo sino aumentar la exasperación de misia Gregoria. Sí, que la insultara ahora; no faltaba más, sino que la levantara la mano... eso es. ¡Pero, señor! cuando a uno se le acusa de algo, y es inocente, se defiende y presenta razones y excusas, pero no se queda ahí callado, abriendo tan sólo la boca para decir una desvergüenza. Ella necesitaba una explicación, que se la dijera qué significaban los misterios de estos días, el conciliábulo reciente...

—¡Dime quién es ese hombre! ¡quién es esa rubia!—chilló de nuevo acercándose a la cama.

—Pero, ¡qué rubia ni qué berenjenas!—exclamó don Bernardino dando un golpe al gorro, que acabó de ladearle;—¿quieres oírme? siéntate, y calla, que tengo muchas cosas graves que decirte.

Pasmóse, con esto, misia Gregoria.

—¡Ay, Bernardino, por Dios! Si vas a confesarme la verdad, no me la digas, no; prefiero quedarme con la sospecha.

Enronquecida y sin fuerzas, dejóse caer en el sillón más próximo, que crujió bajo el enorme peso; temía ahora tanto de que Esteven hablara, como antes deseaba que rompiera el sospechoso silencio. Don Bernardino preguntó:

—¿Sabes quién es el hombre que acaba de salir de aquí?

—Como no me lo digas...

—Pues, es míster Robert.

—¿El socio de Jacinto?

—El socio de Jacinto.

—¿Y qué?

Esteven dió un puñetazo sobre las almohadas.

—Que liquida, mujer, que la sociedad con Jacinto se disuelve, y con un déficit de doscientos mil nacionales, que tiene el muchacho que pagar, ¡es decir, yo! Lo demás, que no es poco, lo pagará el inglés, hombre honradísimo, víctima de las calaveradas de ese mocoso, a quien he de arrancar las orejas.

Misia Gregoria, estupefacta, no encontraba palabra que decir. Don Bernardino añadió que era muy fácil asegurar que él, el padre, iba a pagarlos; pero si tenía el muchacho pendiente con el corredor Rocchio una deuda de cincuenta mil nacionales, lo que hacía la suma de doscientos cincuenta mil nacionales por la parte solo de Jacinto.

—Y, ¿qué vas a hacer, Bernardino?—preguntó la señora ansiosamente.

Esteven, de una palmada nerviosa, se echó el gorro sobre la nariz. ¿Qué hacer? pagarlos, después de dar al chico una buena felpa y mandarlo a un pontón por seis meses. Misia Gregoria halló, en su amor de madre, fuerzas para decir:

—Eso no, Bernardino, ¡pobrecito! la verdad es que él no tiene la culpa; todos han hecho lo mismo: ahí está el hijo de la cuñada de Eneene, que la ha dejado en la calle, y el doctorcito ese que te hace la corte para que le hagas nombrar diputado, se ha comido en la Bolsa toda la fortuna, muy seria, por cierto, de su hermana viuda, aquella tan festejada y codiciada, la que se ve hoy en el caso de pedir dinero a interés a don Raimundo Portas, para poder vivir. Además, no me vengas haciéndote el inocente: ¡el peor ejemplo se lo has dado tú al muchacho!

El acusado agachó la cabeza. Misia Gregoria pensaba que, efectivamente, era aquello una gran desgracia, pero la fortuna que poseían era bastante fuerte para poder repararla, sin resentirse; a Jacinto se le mandaría a la estancia o se le daría un empleo.

—¡Ah, Gregoria, Gregoria, si no sabes de la misa la mitad!—exclamó don Bernardino con un gesto desesperado.

Y soltó la bomba. ¡Si allí el arruinado no era solo Jacintito, sino él también, el opulento, el millonario don Bernardino Esteven! Desgarró la manta, tal fué la crispadura de sus dedos. Y misia Gregoria, sofocada por la revelación terrible, muda, miraba a su marido, parpadeándole los ojillos espantados.

Esteven repuso:

—¿Lo has oído? sí, hija, arruinado, arruinado, así, como te lo digo.

Hundió la cabeza en las almohadas, dando un suspiro. La señora repetía entre dientes:

—¡Arruinado, arruinado!—como si la palabra fuera de un idioma extraño y buscara la significación.

Después de un rato, vuelta en sí, viendo que don Bernardino callaba, dijo con desmayada voz:

—No sé, Bernardino, no te comprendo, ¿he oído bien? explícate, si no quieres que me vuelva loca.

¡Explicaciones! hay cosas que no se explican; vienen porque sí, cuando menos se piensa, de la manera más imprevista. La fiebre de los negocios dominando al país entero; la alucinación de las ganancias fabulosas, que no era más que un síntoma de la misma enfermedad; a ciegas, en el laberinto de la especulación, la tierra pronto falta a los pies, no se pisa seguro, no se sabe por dónde se anda... Llega el día de la liquidación, se hace el balance, se buscan las soberbias cantidades con su lucido cortejo de ceros, que en el papel cautivaban la vista... el fondo de la caja está agujereado y por los intersticios han salido los números, como gotas de agua, evaporándose. ¡Y hay que pagar! empieza entonces la caza del oro, que se escabulle, se resiste, se escapa; y como el tiempo apremia, no habiendo ya otro recurso, se cogen los cuatro cascotes de la ciudad y los cuatro terrones del campo y se arrojan, como presa, a la jauría de acreedores. Es lo que él había hecho. Dió un nuevo revés al gorro y se lo echó a la nuca.

—De modo...—dijo misia Gregoria, que no podía respirar.

—Nada, mujer; que la quiebra de Schlingen ha sido la piedra que ha derrumbado el castillo de mi fortuna; tengo que pagar mis propias pérdidas y las de ese pícaro muchacho, que va a sentir mi mano de firme; ¿de dónde sacar el dinero? porque hasta ahora mis ganancias en la Bolsa no se han convertido en moneda contante: se sale de un negocio, se mete uno en otro: aquí pierdo, allí gano, y así hasta que se cae de pie o de cabeza. ¿De los Bancos? han dado tanto, que no fian ya un centavo, y a un deudor, como yo, no se le sigue prestando; acudí al portugués don Raimundo, y me he dejado chupar la sangre, ¡si vieras! pero, para lo que yo debo, esto es un grano de anís. Entonces he dicho: ahí están mis dos casas de la calle Piedad, la en que vivo, ésta, la de la calle Cangallo, la de la calle Suipacha, mis campos de Cañuelas y Bahía Blanca, mis cédulas hipotecarias... ahí está todo, tómenlo, véndanlo, todo, menos la estancia del Frigal, que no es mía, que es de mi mujer y a su nombre está escriturada. ¡Y si eso no les basta, córtenme en pedazos y acabemos!

De la palmada que aplicó al gorro, se lo hundió hasta los ojos.

—Pero, Bernardino, esto no es posible, ¿qué va a ser de nosotros?—exclamó la señora sintiendo venir las lágrimas.

¿Qué? refugiarse en el Frigal y allí estarse hasta que el temporal amainara; ya vendrían tiempos mejores.

—Sí—dijo misia Gregoria saliendo de su estupor,—y tengamos entonces otro gobierno que éste, que te ha servido y ayudado; y si no has sabido aprovecharte del favor oficial, ¿qué harás sin su apoyo? lo que yo te digo, es que esto te está muy bien empleado, por andarte con miramientos, con remilgos, haciéndote el pulcro y el decente; ¡todos han manipulado y de qué manera! nadie les ha dicho nada y si les han dicho, se han reído de la gente. En cambio, tú, ¿qué has sacado de tu amistad con el ministro Eneene? ¡un cuerno torcido! Estoy segura, como si lo estuviera viendo, que te ha ofrecido más de una vez participación en esos negocios que ellos hacen, y tú has contestado que no, por temor al qué dirán... ¿Dónde has dejado ese talento, que yo te reconozco? ¿para cuándo lo guardas? Esta era la ocasión de mostrarlo. Y si gritaban los otros, dejarlos: de pura envidia de no poder hacer lo mismo. ¡Válgame Dios! yo que te veía tan alto y te creía tan sólido, y ahora salimos con este escopetazo, ¡y es horrible, horrible, porque no daremos poco que hablar! ¿y las muchachas se conformarán en irse al Frigal ahora, Angelita, sobre todo? ¡qué desgracia, qué desgracia!

Rompió a llorar. Pero, don Bernardino, exasperado, no estaba para oír lamentaciones; a lo hecho pecho, y fastidiarse, y morderse el codo: cuando suceden las cosas, no hay que perder el tiempo en inquirir las razones, sino buscar el remedio, pronto, eficaz, enérgico; que no le calentara la cabeza, recriminándole; ¿parecíale que no tenía él bastante con su propio sufrimiento, y con los dos días y sus noches, que había pasado en aquella cama maldita, revolcándose, dándose de testaradas, tras de la idea, el medio, la forma de salvación común? ¿que no era poco martirio, verse así, a su edad, después de haber trabajado tanto?

—Esto que nos pasa, te lo anuncié yo, Bernardino—dijo gimoteando la señora,—ibas a galope, demasiado de prisa. Luego la Bolsa...

—Mira, eso que dicen de la Bolsa son estupideces; hoy se gana, mañana se pierde: pues lo que se hace es asegurarse del hoy, y cuando se le tiene, no dejarlo escapar por ir a tentar el mañana. ¡Eso!

—¿Ves? No escarmientas, Bernardino, y me temo que ésta no sea la última.

Volvió a sermonearle, insistiendo en que por ser demasiado honrado, se encontraba así; pero don Bernardino no la oía, ensimismado. Y, de pronto, recordó la señora sus celos de momentos antes, y la escena ridícula que había hecho a su marido, cuando éste se debatía en las ansias de su crítica situación: le miró, ¡qué pálido y deshecho estaba! ¡qué injusta había sido, y qué tontas son las mujeres celosas! Se acercó al lecho.

—Y yo que creía...—dijo,—¿me perdonas, Bernardino? Soy una vieja loca, como dices, pero es que te quiero, ¡te quiero! y he de probártelo en esta ocasión suprema de nuestra vida.

La idea aquella de que sus hermanos habían de gozarse en su dolor, no le vino sino más tarde, repuesta ya de la impresión primera, y no fué poca suerte, mayormente para don Bernardino, pues si los dos nombres proscritos salen a danzar, la discusión se envenena y arde Troya, y Esteven no se viste, almuerza y sale, con relativa tranquilidad.

Como lo hizo, a eso de las dos de la tarde. En el vestíbulo le esperaban dos postulantes y apenas apareció el decaído personaje, le asaltaron y allí mismo le dieron la lata, como fastidiosos mendigos. Con impaciencia, tomó apunte en su cartera del nombre, de la pretensión y del fiador de cada uno.

—Pierdan ustedes cuidado, que yo haré todo lo posible, y hablaré al doctor Eneene; precisamente, ahora voy al Ministerio. Y díganselo así al buen amigo mío que les recomienda.

Los dos, ebrios de esperanza, saludaron, tocando el suelo con el sombrero y el sombrero con la frente. Abajo, nuevo asalto; tres de golpe. Pero Esteven pasó el obstáculo con maña y se refugió en su coche.

—Qué jaqueca la de estos haraganes—dijo después de dar la orden al cochero, sujeto irrespetuosamente barbado,—¿no sería mejor que fueran a cuidar ovejas, o a labrar la tierra? ¡así está el país! Por supuesto que no diré jota al doctor; ya pueden esperar el empleíto, sentados. Además, no hay que cansar el caballo, y ahora menos, que lo necesito para tan dura jornada...

Dificultosamente, a causa de los muchos vehículos que embarazaban la calle, avanzó el carruaje; a cada dos pasos había que detenerse, volver atrás, haciendo pesadas estaciones de vía-crucis, y a veces rodear la manzana y tomar una calle opuesta, para sufrir nueva detención en la primera esquina, ya por un carromato que no se movía, o un tranvía y un coche que habían chocado.

—¡Qué calles estas!—murmuraba Esteven,—si aquí no vale andar sobre ruedas; el mejor coche para ir de prisa y sin dificultad es el de San Francisco, y aún así...

Asomaba la cabeza por la portezuela, sonriendo a los conocidos.

—Que no se te conozca, Bernardino—se decía,—es preciso mostrar cara alegre, disimular, enseñar los dientes al público imbécil, que te mira curioso, para burlarse de tu desgracia, si descubre su huella en el semblante; haz cuenta que estás en las tablas de un teatro, y que todos te observan y siguen los movimientos: aplomo y serenidad. No darle ese gusto supremo a la envidia, que ha visto tu carrera lucida con ojos torvos, de mostrarte amilanado, porque estás vencido. Ya que se cae, caer con arte, como el gladiador antiguo... Ese ha pasado, echándome una mirada, en la que he leído curiosidad y placer a un tiempo; seguro que va diciendo: ¡He visto a Esteven, pero me ha parecido tan fresco! Eso, eso es lo que quiero que digan todos, que ninguno me encuentre abatatado... y debiera estarlo, ¡sí, sí! ¡ah! ¡Bernardino! ¿qué has hecho? Todo lo tenías, posición brillante, nombre respetado, influencia, crédito, y todo lo has perdido, por querer abarcar demasiado, por glotón, por insaciable... Si yo debí retirarme en abril de los negocios: en saber retirarse a tiempo del juego, está el quid de la suerte; pero, todos creíamos que esto iba a durar, que la mina era inagotable... El doctor, empujándome siempre. Anímese, amigo, mire que el negocio es soberbio; yo le respondo del éxito. El éxito, es cierto, se presentó muchas veces, franco, decidido; tan decidido, que los mismos que teníamos metidas las manos en la masa, estábamos asombrados, atónitos... ¡así ha sido el desengaño después! Y Gregoria, que dice... Estas mujeres son de lo más infeliz que ha echado Dios a la tierra; las hay vivas y aun de talento, ya lo creo, pero a la que sale tonta, y son muchas, el animalillo más miserable de la creación la gana en malicia... Gregoria es tonta de remate, de una candidez evangélica, y se traga cada rueda de molino, que da miedo; la pobrecita no tiene más defecto que sus celos ridículos que, francamente, no sientan a su edad, pero es buena, y me quiere, eso sí; ¡me lo ha probado muchas veces! Pues, no dice que por honrado... ¡qué risa! ¡Cuando no ha habido negocio en estos últimos años, en que no haya estado yo metido y del que no haya sacado mi tajada! Precisamente, esto ha sido mi perdición: más parco hubiera sido y no me viera como veo... ¿Otra parada? ¡qué calles! así no llegaremos nunca... A mí me parece que mis acreedores se darán por satisfechos con esta cesión de bienes, ¿qué más puedo hacer? La estancia, no, que no me la toquen, porque arde el mundo, ¡no faltaba más! Si a mí me dicen esto, ahora dos meses, no lo creo, no, señor, me río; pero, ¿quién podía soñarlo? En el ansia de ganar, de ganar mucho, de ganar siempre, no mirábamos para atrás, ni para arriba, y así se nos ha caído la casa encima y nos ha aplastado. El doctor debe estar también muy comprometido, y le han de obligar a renunciar, ¡vaya! si viene la revolución, el primero que se viene abajo es Eneene... Por eso yo me pongo a salvo a tiempo, me lavo las manos y... ¡ahí queda eso! arreglarse cada cual como pueda. Ahora, le daremos el último empujoncito al amigo: que me coloque a Jacinto, de cualquier cosa; ese zanguago no puede estarse brazo sobre brazo... y veremos cómo va la concesión pendiente del Congreso; ¡quién sabe! si cayera esa breva todavía... ¡Cómo me miran todos! Ya tengo deseos de huir, de esconderme, porque esta curiosidad me desagrada, me hiere; ahí va ese otro... ¡y no me ha saludado! naturalmente, ya lo sabrá, porque estas cosas corren por el telégrafo de la murmuración con rapidez espantosa, y como ya no ha de necesitarme, me vuelve la espalda. ¡Ah, mundo egoísta y canalla! ¡ah! pero, pierdan cuidado, amigos y enemigos, que sois todos unos, y así cambiais de nombre y de actitud según la ocasión nos hemos de ver las caras todavía; para entonces os emplazo, cuando yo me haya rehecho de este golpe y esté otra vez arriba, en la cúspide: yo soy de los hombres que no se quedan nunca en el camino... Pero, ¿llegamos o no llegamos?

Aburrido, se había replegado en el fondo del carruaje, mirando distraído el ir y venir de la gente, mientras todas estas ideas se embarullaban en su imaginación. ¡Y cosa rara! así como el ahogado, en su tremenda agonía, ve el desfile, con pasmoso relieve, de los hechos de su vida entera, que pasa ante su mente, con sus alegrías y tristezas, como proyección fantástica de una linterna mágica, Esteven, un ahogado de la suerte, veía ahora su pasado y el camino tortuoso recorrido, tan claramente, como pudiera ver, desde lo alto de una torre, la senda extraviada de la montaña, en pleno día. Primero, como tenedor de libros en un almacén al menudeo, lo que no era óbice a que barriera la acera, por las mañanas, en mangas de camisa, y despachara libras de hierba, de café o de azúcar a las mucamas del barrio, efectos que sabía envolver con destreza en el grueso papel amarillento, con repulgos en los lados y dos cuernitos de remate, que hacía dándole graciosamente una vuelta al paquete entre sus manos; luego, cuando iba, de chaqué avellana, a rondar la casa de Gregoria, y el rapto y el casamiento, y su transplante prodigioso del almacén al caserón de la calle de Méjico; cómo, la fortuna de los Vargas, hábilmente escamoteada, sirvióle de pedestal, y ayudado de la política, subió, y de ser nadie pasó a ser alguien. ¡Y de qué manera! amigo de ministros, repartidor de gracias oficiales, protector adulado, admirado, respetado... Cada chapuzón suyo en las aguas cenagosas, en vez de cubrirle de barro, le cubría de oro. Es cierto que en cada paso del camino, había dejado un poco de su dignidad y de su vergüenza, pero, ¡qué hermoso viaje, sin embargo! Como el ladrón que ha sido sorprendido infraganti, rebelábase contra sí mismo, por torpe y por mandria.

—No me lo perdonaré nunca; he sido un imbécil. Cuando se tiene una posición así, ganada a fuerza de tanto sacrificio, no se expone nadie a perderla, arrojándola en la balanza de la Bolsa.

Se acordó entonces de sus cuñados despojados, e hizo una mueca.

—Ellos hablarán de la justicia de Dios; aquí no hay más Dios que mi suerte, que me ha abandonado. ¡Maldito sea yo y mi suerte!

Llegó, por fin, al Ministerio y entró. En el recibimiento, un negro barrigudo, dormitando en un banco, hacía la guardia.

—Sí, señor, pase usted. S. E. está solo—contestó solícito a la pregunta de Esteven.

Le acompañó hasta la puerta, rascándose la mota, y dejó paso franco: un saloncito, primero, con muebles pretenciosos, y en la pared un cuadro litográfico, con marco negro, representando a San Martín; en medio, una mesita y un tintero de bronce, con el busto de Belgrano. Los dos próceres se miraban, como preguntándose qué diablos hacían allí, porque los muebles, dorados, y la mesa, incrustada de nácar, olían a boudoir a la legua, a pesar del humo de cigarro que daba en las narices, tan pronto como se ponía el pie en el mullido bruselas de colores vivos. A la izquierda una puerta, entreabierta: el despacho del señor ministro; a la derecha, un salón, con muebles de pacotilla, y cortinas de damasco, y luego la fila de piezas estrechas, en que se amontonaban los empleados. En la primera de estas piezas, frente a la puerta del salón, estaba la mesa de don Pablo Aquiles Vargas, el decano de los empleados de la oficina, tan antiguo, que muchos juraran que el buen hombre había nacido allí, entre los expedientes que manipulaba desde las doce hasta las seis, todos los días laborables. Rara vez estaba el salón abierto, pero, si llegaba a estarlo, por accidente, la figura de don Pablo Aquiles divisábase la primera, surgiendo de entre el rimero de libros y papelotes, y aunque él no fuera curioso, fácil le era ver quién entraba y quién salía del despacho de S. E.; así, Esteven, no atravesaba el coquetón saloncito, sin echar hacia la derecha una mirada de desconfianza, que en alguna ocasión fué a chocar con la rencorosa que le lanzaban los ojos del viejo Vargas.

—Ahí está ese gaznápiro—decía don Bernardino,—espiando lo que no le importa; ¡y pensar que con media palabra mía, podía quitarme semejante estorbo!

Por su parte, don Pablo Aquiles se irritaba cada vez que veía pasar al odiado personaje.

—¡Cerrar esa puerta!—prorrumpía apartando el mamotreto que estudiaba,—¡qué negros éstos! Nada, tendré que cambiar de sitio.

Al penetrar en el despacho, Esteven se volvió, y percibió allá, en el fondo del salón rojo, a su cuñado, que le miraba, y se le antojó, porque otra cosa no podía ser, dada la distancia y la poca luz, que estaba alegre y se sonreía y hasta le sacaba la lengua; pura aprensión de su espíritu suspicaz, porque el otro, tan pronto como hubo conocido al visitante, se sumergió entre sus papeles, renegando, sin duda, de los negros que no tienen manos para cerrar las puertas.

—Mi querido amigo Esteven...

—Estimado señor ministro...

El despacho era espacioso; bien amueblado, en punto a riqueza, pero sin gusto y sin estilo. S. E. estaba sentado delante del escritorio, pluma en mano; muy cerca, una bandeja con botella de Jerez y copas; del otro lado, una caja de cigarros: bebía un sorbo, chupaba el puro y escribía. La poltrona parecía venirle demasiado grande; acurrucado en el borde del asiento, las piernas endebles recogidas, de bruces sobre la mesa, tan pegada la cara al papel, que debía ser miope, y no gastaba anteojos, sin embargo... Su cabeza era vulgar, de pelo lacio y aceitoso, salpicado de canas, lo mismo que la barba enmarañada, amarillenta por la falta de aseo o el incienso continuo del tabaco; llevaba la solapa de la levita y los hombros, espolvoreados de caspa, y las uñas muy largas, ribeteadas de negro.

—Adelante, mi querido amigo—dijo el doctor Eneene, la pluma en alto,—siéntese; un momento y ya acabo. ¿Qué tal va esa salud? ¿y el espíritu? mal, ¿eh? ¡caramba! no me lo diga usted.

Hablaba como si escupiera las palabras, con voz desafinada y poco grata, y seguía escribiendo, mientras don Bernardino, en el sofá, declamaba, desganado, el introito de toda visita; la pluma dió el último arañazo al papel, cerró la carta S. E. y llamó. El negro barrigudo presentóse, haciendo reverencias.

—Esa carta al Congreso—ordenó el señor ministro.

Y mientras el emisario salía, el doctor Eneene se esperezaba en la poltrona sin ceremonia, abriendo de par en par la boca, en un bostezo de corrección poco ministerial.

—Conque aquí tenemos al amigo Esteven—repuso; un traguito, ¿eh? sí, hombre, pruebe este Jerez, que no es malo; he de preguntarle al Habilitado dónde lo hace comprar, para que me mande a casa algunas cajas. ¿Y estos cigarros? ahí va uno; si quiere se lleva la caja; también voy a decirle al Habilitado que me mande una partidita de mil, porque es raro encontrarlos tan en su punto y tan sabrosos como éstos... ¿Qué dice, mi amigo? Yo aquí siempre sobre el potro, desvelándome por el servicio público, y ya ve usted lo que se me agradece; no he visto cosa más cochina que la política.

Se había levantado y paseaba, enfundadas las manos en los bolsillos; francamente, y con el respeto debido: S. E. tenía una facha muy lastimosa; a la luz del balcón, el paño negro de su traje mostraba un lustre indiscreto, sin duda del mucho uso, los golpes de grasa aparecían sin recato, y la caspa sobre hombros y espalda, tan visible, que se diría haber estado expuesto a espesa nevada. Agregar a esto, un cuerpecito raquítico, enflaquecido, de carnes amojamadas, sobre unas piernas de alambre, que se movían nerviosamente: todas las trazas del doctor Eneene eran las de un boticario retirado, y boticario de pueblo, por añadidura; allí no se veían rastros del pensador, ni del hombre de Estado, ni del tribuno, ni de nada de esto; y si su aspecto exterior no lo decía, menos lo denunciaba su conversación, vulgarísima, sin una idea que flotara en aquel mar de lugares comunes, sin una chispa que revelara la inteligencia, a obscuras, o la ilustración, a ciegas. Pido disculpa al señor ministro por la irreverencia, pero cúmpleme repetirlo: su aire era el de un boticario, acostumbrado a lidiar con potingues y menjurges, y así eran los emplastos de sus decretos y las cataplasmas de sus discursos; o si no, también, el de un sacristán, hecho a soliviar los cepillos de su iglesia, y así usaba las uñas largas; pero, ¿el de un ministro? nequaquam. Y dispense V. E.

Como todos los vacíos de mollera, era hablador, y hablador insulso; tomaba la palabra y era un escupir sandeces por aquella boca... El amigo del doctor Eneene tenía que aguantarle su charla y reírle sus gracias, sobre todo, cuando venía el cuento al caso, postre indispensable de su conversación, tan indigesto, que no había quien lo probara dos veces, sin sentirse malo de veras; don Bernardino pasaba por este amigo abnegado: era él bastante fino para apreciar debidamente la estulticia de S. E.; pero, tan calculista como fino, conocido el lado flaco, le adulaba, dejándole hablar, fingiendo escucharle con gusto y riendo a carcajada tendida el cuentecito de cajón.

—Le estoy oyendo a usted, doctor, y parece que me hacen cosquillas, ¡qué arsenal más variado de chascarrillos tiene usted! ¿de dónde saca usted tanto chiste y tanta memoria? Porque la verdad es que se necesita memoria... ¡vaya si se necesita! ¡siempre tan oportuno este querido doctor!

Y los dos se reían y no quedaban serios, sino cuando llegaban al inciso negocios y demás ítemes correspondientes.

Cuando el señor Ministro aplicó a la política aquel calificativo tan feo, que no quiero repetir, Esteven lo aprobó, como todo lo que S. E. decía, con asentimiento de cabeza y repitiendo:

—Diga usted que sí, doctor, diga usted que sí.

Y el doctor repuso:

—Porque es la verdad, amigo: esto de la política se me figura a mí como un gran árbol, ¿entiende? una higuera, supongamos, toda llenita de higos; arriba, comiéndoselos, los hombres del gobierno, nosotros; abajo, mirando, los de la oposición, ellos. Y toda esa grita porque bajemos, es porque temen que no les dejemos un solo higo, para cuando ellos suban. Deje usted que estén arriba y verá cómo hacen lo mismo, peor, porque hasta las hojas se han de comer. Es cuestión de estómago, y nada más: las palabras de patria y libertad y administración pura... ¡macamas! Eso se dice siempre cuando se está al pie de la higuera... En todos mis discursos de oposición no hablaba yo de otra cosa; pero, en subiendo, se olvidan, amigo, créalo. También, todos los días no hay ocasión de ser ministro... ¡qué diablos! Y uno tiene que pensar en los hijitos, y en los parientes y en los amigos.

—Naturalmente—apoyó don Bernardino.

Siguió hablando S. E. y la cuerda parecía interminable de aquel organillo de ciego. Lo que él no podía soportar eran las picardías que le decían en los diarios, y tanta ojeriza les había cobrado, que no quería ya leerlos; y todo porque no se bajaba de la higuera; porque llegó al Ministerio poco menos que tronado y ahora se había hecho de propiedades, así rurales, como urbanas, y había piloteado en el Congreso a algunos amigos, partiendo con ellos las ganancias de las diversas concesiones aprobadas, y recibido unos miserables miles de pesos de una compañía extranjera, por el despacho de un asunto, empantanado hacía años, y otros miles más por un decretito, que a nadie perjudicaba y favorecía a un honrado industrial; y porque tenía sus corredores en la Bolsa, bien amaestrados, y en los Bancos vara alta, y colocaba a los parientes, y daba a los amigos. Esto lo campaneaban todos los días. Y aunque fuera cierto, que ello no estaba bien probado, pero, señor, ¿dónde está aquí el mal? ¿de qué sirve ser ministro entonces? ¿de qué el poder? ¿de qué la influencia? si no se ha de hacer uso en provecho propio, déjenlo a uno tranquilo en su casa. Un periodiquín de caricaturas había dado en la manía de pintarle de murciélago, con las uñas tan largas, que lo menos medían un metro, qué gracia, ¡eh! y como el tal periodiquín lo exponían en todos los escaparates, andaba tropezando en la calle con el maldito avechucho.

—¿Y qué me dice usted, de esta otra manía de echarle a uno la culpa de todo lo que pasa? Que sube el oro, que quiebra Schlingen, que se dan de palos en la Bolsa, que los emigrantes se van, que la carne está cara, y los alquileres suben, y los inquilinos no pagan... ¡el Gobierno tiene la culpa! Mire, amigo, todo lo que a mí me pueden decir, es que he cuidado más de mi hacienda, en el poder, que de los intereses del país; aquí nos conocemos y podemos hablar con entera confianza, y esto es muy natural y muy humano, ¡caramba! pero, estoy ya tan cansado de que me traigan y me lleven, pues no hay tinterillo de imprenta que no me sobe a su gusto, que estoy dispuesto a largarme... mi renuncia ahí la tengo y será presentada en la primera oportunidad; yo no quiero, si la revolución viene, como andan propalando, que me encuentre en mi poltrona. ¡A otro perro con ese hueso!

Esteven pudo encajar en este primer paréntesis de S. E. su respetuosa protesta contra una resolución que calificaba de poco patriótica; el ilustre doctor Eneene se debía a los suyos, ante todo, y si la revolución venía, que no vendría, hallábase obligado a esperarla a pie firme, dispuesto a vender cara su cartera y a defender sus actos. A lo que contestó el ministro:

—Defender la tajada es lo que importa, amigo, y no dejarla perder, como ha hecho usted. Y a propósito, ¿cómo andan sus asuntos?

Don Bernardino, como un enfermo al que preguntan el estado de su dolencia, contestó con angustiado acento, que aquello seguía muy mal.

—Ha sido un desastre, mi querido doctor, la quiebra de Schlingen me ha dividido de parte a parte; luego, mis compromisos anteriores... total, que ahí les abandono todo y me iré al Frigal cuanto antes, a esperar que el ciclón pase...

—¡Y nada podemos hacer por usted! Ya ve, el mismo Hipotecario se nos ha plantado, y no es cosa de dar más que hablar. ¡Qué chambonada la suya! En fin, hace usted bien en desaparecer de la escena por algún tiempo; después volverá con más bríos; para entonces, suceda lo que quiera, el negocio pendiente estará ya resuelto y el expediente de nuestro ferrocarril despachado: dirá la oposición que nada vamos ganando con ponernos en contacto directo con los salvajes, pero, lo de la higuera: si ellos pudieran, hacían uno a la luna. ¿Ha visto a Rocchio?

—Sí, pero nada de nuevo...

—Pues yo tengo mucho de nuevo—dijo el doctor Eneene con una risita maligna;—el diputado aquel que nos andaba sacando el cuerpo, sin duda porque ya me tomaba olor a muerto, se ha venido a buenas y me responde de la votación. ¿Qué tal? y ahora, poco antes de llegar usted, estuvo a verme el representante de una sociedad anónima extranjera, pero yo no he querido soltar prenda todavía. Todo marcha perfectamente. Eso sí, no me deje usted de mano a Rocchio, que puede ser un agente muy útil... ¡Ah! ¿hizo usted el encarguito aquel? No quiere aflojar... ¡ya veremos!

Los dos se sumergieron en el pozo negro de sus cábalas, cuya trama urdían tan diestramente: don Bernardino daba detalles y S. E. hacía comentarios, inquiría, aconsejaba, resolvía dudas, recorriendo a pasito de comadreja el despacho.

—Es una trampa para cazar ratones—decía el señor ministro,—y si no ya verá usted cuántos caen. Y no perder tiempo, amigo Esteven; espero que me ayudará usted como siempre, pues el destierro al Frigal no es tan inminente, ¿verdad? Mientras yo esté en el Ministerio, no se mueve usted de la capital. Le necesito; es usted mi brazo derecho.

—A sus órdenes estoy, mi querido doctor; aunque se presagian mayores desastres en la Bolsa, quiero ver si me rehago de alguna manera, y pensaba quedarme hasta fines de mes...

—Pero, mucho pulso, amigo... y a propósito: esto que le ha sucedido a usted, me recuerda aquel cuento...

Y aquí el cuento. Don Bernardino escuchaba sin pestañear, con una sonrisa de encargo en la punta de los labios, y la frase de alabanza preparada ya para salir a escena, en la punta de la lengua, así que S. E. terminara la regocijada relación.

—Graciosísimo, mi querido doctor, ¡muy bueno, muy bueno! ¡qué sal la suya y qué memoria! porque se necesita memoria... ¡vaya si se necesita!

—Qué gracioso, ¿eh?—decía Eneene riéndose con envidiable gana.

Entró un negro y presentó dos tazas de te en una bandeja. Por la puerta, que dejó abierta, se veía, allá en el fondo, pasar los negros sirviendo te a los empleados: en la primera pieza, después del salón rojo, algunos de éstos, de pie, fumaban y charlaban, familiarmente, pero Esteven, aunque miró al descuido alguna vez, no percibió al viejo Vargas y sus ojillos de víbora, y eso que ahí estaba en su sillón de cuero, sin levantar cabeza el excelente hombre.

—¡Gaznápiro!—decía para sí don Bernardino,—le tengo sentado en la boca del estómago; ¡no poder hacerle saltar sin escándalo! y ahí siempre, a la entrada, de cancerbero. Ahora no le veo, pero, cuando entré me miró como burlándose... ¡Otro más que lo sabe! ¡ah! ahora sí le veo... mírame bien, estúpido, ¿no me conoces? sí, soy yo, el mismo. Estarás muy alegre, naturalmente... ya se te irá el gozo al pozo, viejo cucaracha, que te pasas la vida royendo papeles y reputaciones. Estoy seguro que dirás a tus compañeros: Ese, ése, es el que me robó la fortuna y me dejó en la miseria y me ha obligado a apechugar con este empleo miserable; si no fuera por él, me pasearía, en gran carruaje, por esas calles. O no, estúpido, porque nunca has servido para nada y quizá la hubieras perdido, por inepto, esa fortuna tan mentada y otro que yo la habría aprovechado; mejor es que quedara en la familia, como quedó. Mírame, muérdeme... no estoy tan caído como crees... y si no, ¡ya lo verás! ¡qué ojos de hombre y qué cargante se pone!

El negro salió, cerrando la puerta. Esteven respiró.

Entretanto, el ministro paladeaba el te, y decía:

—¿Qué le parece esta bebida, amigo? Buena, ¿eh? también me he hecho llevar algunos paquetes a casa, porque es un te delicioso, y a mi mujer le gusta mucho.

Y don Bernardino, elogiándolo como se merecía, aunque estaba tibio y revuelto y muy cargado, te de negro, en fin, creyó llegado el momento de dar el empujoncito que se había propuesto.

—También Jacinto, querido doctor—dijo tímidamente,—Jacintito, mi hijo... ¿sabe? se ha dejado apretar en la máquina de la Bolsa; una desgracia, pero, ¿qué hacerle? Los hijos cuestan caro, doctor, y un padre, mientras vive, no puede dejar el biberón de la mano, así sean ellos hombres y gasten barba.

—¡Hola! también Jacinto—repitió el doctor, distraído.

—¡También! y como el muchacho no ha de estar de haragán, ahora que va a liquidar su casa de comercio, yo pensé en usted y me dije: A ver si el doctor me le coloca en el Ministerio, y me le tiene allí sujeto por algún tiempo, por lo menos mientras las condiciones del mercado no mejoran.

—¿Aquí?—saltó S. E., alarmado;—pero, ¡si tengo esto hecho un hospital, y no cabe allá dentro ni un alfiler! Además, usted sabe que hay que hacer economías, o fingir que se hacen, para desarmar la oposición. ¡Estos nombramientos me han dado más disgustos! porque hay que contentar a los amigos y el presupuesto no alcanza... ¡tengo aquí más supernumerarios!... y todo sale de eventuales, amigo. Hace poco fué necesario hacer saltar, con el primer pretexto que se encontró, a un empleado de diez años... de diez años, ¡calcule usted! para colocar al recomendado de un colega... y ayer me traje al hijo de una prima mía, que es sordo-mudo, y se lo entregué al subsecretario, diciéndole: Ponga donde quiera a esa buena pieza y déle diarios a leer; que se entretenga en algo. Y mandé que se le asignaran doscientos pesos al mes, de eventuales. Porque mi mujer, me sacaba los ojos, repitiéndome: ¿Serás capaz de no hacer nada por el desgraciado hijo de Eulogia? el pobrecito no sirve para nada, y en ninguna parte estará mejor que en el Ministerio. Y me lo traje, y ahí está; el servicio público no ganará gran cosa, pero mi mujer y la prima Eulogia están contentas.

—Pues nada más fácil, querido doctor—observó sonriendo Esteven,—ponga en la misma mesa a Jacintito, y le dará conversación al sordo-mudo, y así no se aburrirá. El país no se ha de hundir por eso.

—Le pondremos, amigo; muerto por mil, muerto por mil quinientos. Que venga su hijo, y si no quiere venir, que no venga; yo daré orden al Habilitado que le entreguen trescientos pesos todos los meses. Con los amigos, hasta la pared de enfrente, o no tenerlos.

—Mi querido doctor—exclamó Esteven reconocido...

Y levantándose, la mano poco aseada de S. E. entre las suyas, agregó que se marchaba, porque no quería robar al ilustre ministro el tiempo, que tan escaso le venía para sus múltiples e importantes ocupaciones.

—No se moleste usted, doctor, en acompañarme... ¡siempre tan amable!

—Lo dicho—repitió el doctor Eneene, acariciando la aceitosa melena,—no se me mueva usted de la capital, ¿eh? y véalo a Rocchio, que tenga paciencia; el asunto corre de mi cuenta. En cuanto a la recomendación al Banco, no dejaré de hacerla... se trata de usted y basta; aunque rabien, tendrán que aceptar la propuesta.

—Muchas gracias, doctor...

Salió don Bernardino satisfecho, muy satisfecho; en el saloncito tropezó con un empleadillo, que traía la carpeta de notas a la firma de S. E. y rondaba la entrada del despacho, esperando el fin de la entrevista, y Esteven pasó erguido, sin dignarse atender a la mirada provocativa que los ojillos de víbora del cuñado le lanzaron, desde el fondo del salón rojo.

—Anda, vejestorio inservible—decía bajando las escaleras,—mírame, muérdeme; no te daré el gusto de verme en el suelo. Todavía puedo levantarme... el doctor es una gran palanca; ¡que no renuncie antes de fin de mes, y la victoria será mía!

¡Qué casualidad! Cuando iba a tomar su coche, pasaba precisamente Jacintito.

—¿A dónde vamos?—dijo el padre, cogiendo el brazo del muchacho;—ayer no has comido en casa, y hoy no has almorzado. Y eso que tu padre estaba enfermo. Cualquiera diría que me huyes... Ven acá, que tenemos que hablar.

Le obligó a entrar en el coche, y partieron.

—Nos hemos lucido—pensó el chico,—ahora me mata, sí, señor, y aquí no tengo escape. ¿Qué excusas voy a darle?

Don Bernardino, sin más trámite, fulminó el rayo de su excomunión sobre el culpable: lo sabía todo, todo, con puntos y comas, de pe a pa; míster Robert acababa de descubrirle la verdad y de notificarle la gravísima resolución adoptada: liquidar una casa que tanto había costado formar, y con un pasivo escandaloso. ¿No tenía vergüenza? ¿no le remordía la conciencia de haber arruinado a aquel pobre hombre? ¿con qué pensaba pagar los doscientos mil nacionales del pasivo y los cincuenta mil que adeudaba a Rocchio?

—Ya cantó el gringo—murmuró Jacinto.

—¿Con qué piensas pagarlos?—preguntó otra vez Esteven.

Silencio prolongado, obstinado de Jacintito. Sí, pues; para pagarlos estaba el padre, que tenía, debajo de la cama, una mina destinada al uso personal y exclusivo del hijo calavera... Bueno, esta vez sería la última; pero como no podía permitir que anduviera de vago ni que volviera a la Bolsa, acababa de conseguir del doctor Eneene un empleo en el Ministerio y un buen sueldo.

—¿Qué voy a hacer en el Ministerio?—protestó Jacinto, contrariadísimo.

—¡Rascarte! y sobro todo, no me pongas los pies en la Bolsa, porque te mando a un pontón.

—Vos también, papá...—se atrevió a insinuar el muchacho.

—Yo puedo hacerlo—contestó el padre;—pero ustedes, mequetrefes pelagatos... ¡qué audacia! he aquí la época...

—Peor lo ha hecho Quilito—saltó Jacinto más animado,—que ha perdido ciento cincuenta mil nacionales, y anda en la Bolsa, empeñado en sacarlos debajo de tierra.

—¡También el Varguitas! ¡y no tiene sobre qué caerse muerto! Ese es el ejemplo que te ha perdido.

—No sé; pero cuando yo te vi, papá, comprar tantas vitalicias, me dije: Esta es la mía; si papá compra, es que el alza es segura y el negocio soberbio.

—Cállate—exclamó don Bernardino fuera de sí,—que te calles, ni una palabra más. Y basta; ¡no me pises la Bolsa, y cuidado cómo te portas en el Ministerio!

Dió por terminado el récipe don Bernardino, y Jacintito, mordiéndose los labios de coraje, se preguntaba si era cuerdo, si era justo, que le sepultaran a él en una oficina, cuando tantas disposiciones tenía para el comercio. Y concluía opinando, que no era ni justo ni cuerdo sino, simplemente, un disparate.

VIII

Don Pablo Aquiles entraba a las seis del Ministerio, minuto más o menos: se quitaba el pesado gabán y revestíase de una chaqueta vieja bien holgada, calzaba los pantuflos e iba a sentarse al lado de la chimenea, apagada desgraciadamente siempre, delante de la pantalla en que las escuálidas cigüeñas se miraban tristonas, cual si lamentaran, ellas también, la ausencia del fuego alegre y reparador. Con el periódico de la tarde, enrollado como un canuto, dábase golpecitos don Pablo en las piernas, mientras comunicaba a su hermana las noticias que traía; primero, las del diario: que el Gobierno va a hacer esto o lo otro, que el oro está a tantos, que el empréstito no cuaja, que el ministro tal se va...

—¡Qué se ha de ir—observaba misia Casilda pasando revista a la mesa, que tendía Pampa;—ya verás, Pablo, como no se va! Si no se arma la de Dios es Cristo, esto seguirá hasta el día del juicio. Claro, les dejan hacer lo que quieren...

—Y se armará, Casilda, se armará.

—Sí, como siempre: que salen a la calle cuatro personas decentes, sin armas o sin municiones, y me las corren y quedan las cosas como antes, o peor; todavía, ¡si la intentona no costara sangre! pero muere más de un padre de familia y más de un joven... ¡qué sacrificio tan estéril! Si esta vez han de hacer lo mismo que las otras, mejor será quedarse tranquilos y aguantar... Muchacha, ese tenedor no está bien limpio: vete a fregarlo como Dios manda...

Luego venían las impresiones del día: si había tenido mucho trabajo en la oficina, si el jefe estaba de buena cara, lo que se decía.

—Pero ese Ministerio es un club—exclamaba la señora,—allí se fuma, se charla, se toma te, se reciben visitas; seguro que todo el trabajo pesa sobre ti, que eres un infelizote, y hasta ahora el ministro no te ha aumentado un centavo; en cambio hay otros gandules que ganan tres y cuatro veces más. No hay cosa peor que ser bueno y honrado, porque a ése se lo comen por sopas... Pampa, dobla bien esa servilleta...

Cuando don Pablo Aquiles venía con el cuento de que se había hecho saltar a algún compañero, para colocar a un paniaguado de la situación, o relataba, con pelos y señales, los abusos cotidianos, las arbitrariedades inicuas del doctor Eneene, misia Casilda prorrumpía en violenta catilinaria.

—No me lo digas, Pablo, porque no puedo contenerme; y tú, estás viendo esas cosas de cerca, y te callas... ¡qué pícaros! el día menos pensado te echarán a la calle, como no les adules bien. ¿Y qué hacen los diarios independientes? ¡Ah, si yo fuera hombre! ¡no poder escribir siquiera un remitidito! Cada pillería de éstas, publicarlas en letras bien grandes y adivina quién te dió. ¡Conque, le han puesto doscientos de sueldo, y acaba de entrar! como no sale de su bolsillo, eche usted que no se derrame. ¿Y dices que se hace pagar el coche por el Ministerio, y abastecer su casa de vino y de cuanto Dios crió? Pero, ¿dónde tiene la vergüenza ese señor ministro? Qué remitido escribiría yo, ¡qué remitido!

A veces, en la actitud que tomaba al sentarse, y en los golpecitos del periódico sobre la pierna, conocía ella que venía contrariado don Pablo Aquiles.

—Le has visto, ¿verdad?—preguntaba;—¿a que estuvo hoy en el Ministerio?

Don Pablo decía que sí.

—¿Ves? me lo sospechaba; ¡en qué andará ese par de alhajas! quisiera oírles por alguna rendija. ¡Tal para cual!

Un día, contó el viejo Vargas que el chico de Esteven había sido nombrado oficial primero o segundo, con trescientos pesos, y como él no era más que auxiliar con ochenta y en su sección estaba aquél, resultaba que él, don Pablo Aquiles, empleado antiquísimo, quedaba bajo las órdenes de su flamante superior, Jacintito: felizmente, éste iba tarde o no iba nunca, y cuando iba, no hacía nada. Tan disgustado estaba el pobre hombre y misia Casilda se puso tan furiosa, que no comieron aquella noche. Y Quilito, razonable como pocas veces, decía que, efectivamente, era una injusticia irritante, más, una inconveniencia ridícula, pero que Jacinto no abusaría de su posición, pues era muy buen muchacho; además, estaba seguro que no aportaría por el Ministerio nunca, y esta sería la mejor solución.

—¡Pillos!—exclamaba misia Casilda, mientras don Pablo, nervioso, llevaba el compás con su batuta improvisada,—¡Mira cómo hacen y deshacen a su antojo! Naturalmente, el que tiene padrino se bautiza. ¡Qué pillos! ¡con trescientos pesos, y de jefe tuyo, un mocosuelo! Quilito, hazme el favor de no defender estas iniquidades, porque creeré que estás corrompido, tú también, que te has contagiado con el mal de la época.

—Si yo no las defiendo, tía...

—Las excusas, que es igual.

Ella no quiso tragar, y así lo decía, eso de que Esteven se hubiera arruinado, aunque se lo aseguró don Pablo y lo confirmó el mismo Quilito. No, no le conocían bien: don Bernardino era un truchimán de primo cartello, y ya tendría a buen recaudo todos sus valores, para tomar las de Villadiego el mejor día; después, échenle ustedes un galgo. Que la familia se iba al Frigal, y salían las propiedades a remate... ¡farsa! ¡ojalá pudiera ella registrarles los baúles!

—¿Y la liquidación de la casa de Jacinto?—observaba Quilito,—¿y su entrada en el Ministerio?

—¡Farsa!—repetía la tía,—maniobras, juegos de manos... el tiempo ha de descubrirlo todo. A esa gente, no creo yo ni el bendito. ¡No les deseo ningún mal, pero si resultara verdad la ruina de Esteven, alabaría la justicia de Dios! Sólo que Dios tiene mucho que hacer, para perder el tiempo en castigar a los pícaros...

Lo cierto es que estas cosas les preocupaban. Y más que todo, la conducta incalificable del niño de la casa, de Quilito, en aquellos días de junio. Su asiento en la mesa, tanto a la hora de la comida como del almuerzo, quedaba desocupado con una frecuencia alarmante, a pesar de las protestas de la tía de no hacer pasteles fritos, ni carbonada, ni ninguno de los platos criollos, que no le gustaban: se levantaba a las doce, salía, y no volvía hasta las tres o cuatro de la madrugada. El padre y la tía casi no le veían la cara y cuando lograban vérsela, al atravesar el patio o al sorprenderle en su cuarto vistiéndose, se les figuraba muy pálido, muy flaco, la estampa marcada de un calaverilla precoz y sin freno.

—Acabará por enfermarse—decía misia Casilda,—¡se acuesta tan tarde! ¿por qué no le hablas tú?

Y don Pablo, que no tenía calzones para hacerse respetar, contestaba que eso era muy natural: la juventud necesita expansión, soltura; si se le cierra la puerta, se escapa por la ventana, o por el tejado, el cañón de la chimenea o el ojo de la llave; la cuerda que se ha mantenido tirante al joven, el viejo se encarga de aflojarla más tarde, y es peor, muchísimo peor. Además, ¿por qué se había de interpretar torcidamente las entradas y salidas del niño? El tenía sus negocios en la Bolsa, sus estudios en la Facultad...

—Que coma fuera, si eso le agrada—añadía don Pablo,—a mí me gusta verle mezclado a esa juventud dorada, rozarse con la alta sociedad: en esto estás de acuerdo conmigo, Casilda. Porque, la verdad, ¿qué va a encontrar el muchacho aquí? La modestia, la pobreza, el aburrimiento; una mesa frugal, una chimenea sin fuego. Y si él goza de mejores cosas en la calle, ¡dichoso él! No decirle nada, pues, y que haga lo que le dé su real gana. Verás cómo se abre camino, porque es muy inteligente y tiene grandes aspiraciones.

—En eso no estoy conforme contigo—replicaba la hermana;—para estos tiempos no vale la inteligencia, y mucho me temo que en los enredos de la Bolsa no esté Quilito más comprometido de lo que fuera menester.

—Casilda, eres una pesimista de mal agüero.

—¡Ay, Pablo, ojalá me equivocara!

A los síntomas apuntados, se agregaron bien pronto el ensimismamiento, el mal humor, la irritabilidad. Se encerraba en su cuarto y no abría a nadie. Don Pablo decía que para estudiar, pero la tía, informada por Pampa que, en razón de su ministerio, llegaba hasta el recluso voluntario, en ocasiones, sabía que el niño trazaba números y más números, o se estaba espatarrado sobre la cama, la mirada perdida en las cortinas, los brazos inertes. Cuando salía, contestaba distraído, impaciente:

—No sé, no tengo nada, ¡déjenme en paz!

La tía no había querido decir nada al padre, de lo ocurrido en los primeros días del mes, hallándose ella sufriendo del segundo ataque de reumatismo de la temporada, que la postró una semana entera: sucedió, pues, que entre dos y tres de la madrugada, ella en su lecho y con la lamparilla encendida, sin dormir, a causa de sus dolores, sintió que abrían la puerta de calle, cruzaban el patio y llamaban a los cristales de su cuarto.

—Abra usted, tiíta Silda, soy yo.

Como pudo, bajó de la cama; en camisa y descalza, con el maldito reuma prendido a la cintura, y tiró del pasado. Quilito entró, arrebujado en la bufanda.

—Tiíta, vengo a que me dé usted veinte nacionales, pero ahora mismo, inmediatamente.

—Pero, muchacho, ¿qué pasa? déjame acostar... Dime, ¿para qué quieres veinte nacionales? ¡y a estas horas!

—¿Me los da usted o no me los da? Cuando le digo que los necesito...

—Ve ahí en la cartera... sobre la cómoda; no sé si llega.

El joven buscó el bolsillo de tafilete. Abriólo y cogió dos billetes de a diez nacionales; los guardó, y sin decir más palabra, salió del cuarto y de la casa. El golpe de la puerta de calle retumbó, como un cañonazo. Misia Casilda quedó espantada, temblando más de susto que de frío.

—¡Ah! ¡Dios mío! ¡se va a jugar! Quilito juega, Quilito juega... ¡Dios mío, Dios mío!

Pasó el resto de la madrugada en vela, y el alba la encontró acurrucada en la cama, los ojos arrasados de lágrimas amargas; se oían rodar los carros en la calle, cuando entró el niño.

—No, no le diré nada a Pablo todavía—pensaba la señora.—¡El dice que hay que dejar a los jóvenes probar de todo, para enseñarles a vivir!

Don Pablo Aquiles sorprendióla con los ojos hinchados, pero ella alegó que era a causa del insomnio, y cuando vino Agapo, como solía, la encontró abatidísima y sin ánimos para cambiar una palabra siquiera; don Pablo se amilanó con esto, porque, a la verdad, en la casa se notaba algo, que no se sabía explicar, se sentía venir algo, muy malo, muy malo, ¿qué cosa? se ignoraba.

Los días siguieron así, sin variación notable, y llegó el 23 de junio. Aquel día, Quilito almorzó en casa, o mejor dicho, no almorzó, porque todo el tiempo se lo pasó renegando de los bodrios de Catalina, de Pampa, que era una sucia, que así limpiaba los cubiertos como se lavaba mal la cara; del pan, sin cocer, del vino, agrio... Y don Pablo, siempre paciente, trataba de calmarle.

—Hay que dispensarlo, hijito; si ya sabes que esto no es el Café de París; no podemos dártelo mejor.

La tía callaba. Pampa, aturdidamente, al presentarle un plato, pisó un pie del niño, y éste, que reventaba de mal humor, levantóse entonces hecho una fiera y se arrojó sobre la india, dándole de moquetes brutales.

—¡Ay, niño! ¡ay, niño!—clamaba la infeliz.

Misia Casilda y don Pablo acudieron en su defensa...

—Toma, toma, para que aprendas y veas dónde pones las patas otra vez.

—¡Quilito!—dijo severamente la tía.

Don Pablo consiguió quitársela de entre las manos, y el joven vociferó que se iba a su cuarto, a encerrarse, y que no quería ver a nadie, pues odiaba al mundo entero. Lanzóse fuera del comedor y trepó la escalerilla de sus habitaciones, pero misia Casilda le siguió, dispuesta a zarandearle como se merecía: sabido es que la tía Silda tenía sus momentos de energía formidables. Pero, por más que ella se apresuró, Quilito llegó el primero arriba y se encerró a piedra y lodo.

—¡Abreme—decía la señora, aporreando la puerta,—ábreme: no hagas escándalo, Quilito, no me faltes al respeto! Abreme.

Quilito abrió. Entró la tía, su cara de muñeca más lustrosa que de costumbre, sin las chapas de color en ambas mejillas, porque el disgusto las había borrado, y siguió al sobrino hasta la alcoba. Quilito se echó en la cama, de espaldas, y misia Casilda se sentó en un sillón, frente a frente. Bueno, ya estaban solos y podían explicarse: ella exigía, sí, señor, exigía explicaciones categóricas, para tomar una resolución seria: aquello no había de continuar así. ¡Qué! ¿el padre, la tía, los criados, todos, iban a estar sujetos al humor de un chicuelo irrespetuoso y sufrir en silencio sus rabietas inconsideradas? ¿qué se figuraba? ¡Si el padre no tenía bien puestos los calzones, ella sabría imponerse una vez por todas! La filípica continuó en este tono largo rato, y el muchacho ni se movía, ni hablaba: misia Casilda usó de todas sus armas, y trató de herirle en su amor propio, en su dignidad, en medio del corazón, que ella conocía tan tierno, a pesar de todo.

—A mí no has de engañarme, como a tu padre—dijo por último,—tú andas en algo malo, Quilito, y si te escondes, es que el remordimiento te persigue... de alguna acción vituperable... ¡no sé cuál! Seré muy torpe, pero me parece que tú juegas... y si juegas, que has perdido... ¿he dado en el clavo? ¿sí o no?

Tan había dado, que el chico se agitó, como si acabara de recibir un alfilerazo.

—¡Por Dios! tía, déjeme usted, márchese, quiero estar solo; no tengo gana de oír sermones.

Y se puso cara a la pared, rezongando. Pero, quieras que no, tuvo que oírlo, de cabo a rabo, tan contundente, porque la señora no se mordía la lengua, y soltaba cada varapalo que escocía de veras, que Quilito dió un salto, al fin, y con el aire de un demente, prendido al enrejado de la cama, que sacudía como si deseara arrancarlo, gritó:

—Sí, ¡he perdido, he perdido! ¿Y qué tenemos con eso?

Jadeante, se volvió a la tía, desafiándola con la mirada iracunda, pero la consternación de la señora debía ser tan grande, pues enmudeció de estupor, que Quilito sintióse conmovido y su cólera se apagó, como si hubieran derramado agua encima.

—Perdóneme usted, tiíta Silda, soy un miserable, no sé lo que me digo.

Se echó a sus pies, besándola las manos y ocultando su cabeza rubia en el regazo de la señora. Y sin darla tiempo a poder hablar, de temor, sin duda, a que renovara la letanía de las recriminaciones, contó sus percances de Bolsa...

—He perdido, tía, y no tengo con qué pagar: mañana, día de San Juan, vence el plazo, a medio día... Usted dirá que por qué he jugado: ¡todo lo que usted pueda decirme, me lo repite mi conciencia a voces, a todas horas! He jugado porque quería salir de pobre, cambiar de posición, tener lo que otros más afortunados tienen... Para ser rico, tía, y hacerles felices a ustedes, y hacerme a mí mismo feliz, yendo a depositar a los pies de Susana... no tuerza el gesto, tía... mi fortuna y decirla: ¡Ahora, nada ni nadie podrá separarnos! Porque usted no conoce a Susana, tía; es un ángel, y allí donde ella pone la planta, hay que poner los labios... Y todo lo he perdido, ¿ve usted? ¡Ay, tiíta Silda, me considero tan desgraciado, que si no fuera una blasfemia, diría que odio a mi padre, por haberme traído al mundo, sin que yo se lo pidiera!... Si aquí no había de hallar más que penas y miserias, ¿a qué me han dado la vida? Tómenla, ¡yo no la quiero, no la quiero!...

Misia Casilda, acariciando la cabeza rubia, murmuraba:

—¿Ves? si yo te lo decía, yo te lo decía...

Luego, ensayó arrancarle aquellas ideas disparatadas.

—No hables así, Quilito, mira que Dios te está oyendo; no te aflijas tanto, hijo mío, quizá todo pueda arreglarse. ¡Has perdido! es una desgracia, pero trataremos, unidos, de remediarla. Vamos a ver, ¿cuánto debes?

—Mucho, tía, muchísimo, ¡qué sé yo!

—Pero, dime... aproximadamente.

—Mucho, ¡muchísimo!—repitió el joven.

¿Qué iba a hacer al día siguiente? Porque todos los recursos de que podía disponer, los había probado, y todos fracasaron. ¿Cómo no estar, pues, de mal humor? ¿cómo no desesperar de su suerte y de la vida?

—Si le digo a usted, tía, que los pobres no debieran tener hijos; que a uno nadie tiene el derecho de traerle, así, a la fuerza, a compartir las miserias de la vida. ¿Acaso, a la edad de ser padres, no han echado de ver todavía que esto no vale un centavo? y si no hay nada que ofrecer al que ha de venir, ¿por qué obligarle a salir de dónde está sin sentir pena ni gloria?

¡El egoísmo, tía, el egoísmo! Yo no he nacido, no, para pobre y todo mi afán fué siempre enmendar de un golpe lo que mi destino había hecho... ¡Qué desgraciado soy, tiíta Silda, qué desgraciado soy!

Desvariaba de tal modo, que la tía, alarmada, pensó con terror en lo que había dicho aquella noche, de pegarse un tiro si la suerte no lo favorecía; se le imaginó verle ya con el cráneo hecho pedazos, cubierto de sangre, después de haberse arrancado violentamente aquella vida que él decía no querer, ni haberla pedido. Besándole con frenesí, le conjuró por todos los santos del cielo, que se calmara: ella iba a registrar los cuatro rincones de la tierra y le traería la suma suficiente para pagar su deuda. ¿A cuánto alcanzaba? para saber, porque era necesario saber... ¿eran mil, dos mil, tres mil nacionales?

—No, tía, no—dijo Quilito arrojándose en la cama de nuevo,—no se empeñe usted... ¡es inútil, es imposible! ¡Cuánto le agradezco todo, tiíta de mi alma!

—No seas bobo; desesperarse así no es cosa de hombres; ya verás, poco importa que no me digas la suma redonda... yo te he de traer lo suficiente.

Y poniendo una mano sobre el hombro del joven, añadió:

—Pero con la promesa de ser más cauto en adelante, y de no buscar más en el juego lo que sólo el trabajo puede dar.

Le dejó y bajó la escalera; en el comedor, don Pablo Aquiles se preparaba a salir.

—¿Y qué tal—preguntó,—se le ha pasado ya el berrinchín a ese polvorilla?

—Sí, ahí le dejo tan tranquilo; a Quilito no se le debe tomar a lo serio: es un loco.

—Bueno, hija, hasta luego.

—Hasta luego, Pablo.

Misia Casilda esperó a que saliera: después, fué derechamente a su cuarto y abrió el venerable armario de caoba; en el fondo del estante mediano había una caja de sándalo... Sentada en una silla baja, empezó a escarbar en la cajita misteriosa: dos onzas de oro de Carlos IV; un par de caravanas de brillantes y perlas, recuerdo de su madre; un anillo con amatista; el reloj de don Aquiles; botones de puño; prendedor de caireles con azabache...

—¿Me darán por todo esto quinientos nacionales?—decíase pensativa,—más quizá, porque las caravanas son muy buenas... a Quilito le harán falta... a ver... unos... tres mil nacionales; ¡es una enormidad! me parece que no puede ser más; ¡imposible! Reflexionemos: pongamos ochocientos por todo esto, mil por la imagen de plata maciza de la Virgen de Luján... la Santísima Virgen ha de perdonármelo... bueno, mil, hemos dicho, y ochocientos, son mil ochocientos; el relicario con esmeralda, que tengo en el cajón de la cómoda... ¿cuánto me darán por el relicario? ¿doscientos? pues, ya hay dos mil nacionales... ¡Ah! y cien que me quedan del mes, son dos mil cien. ¿De dónde sacaré el resto? ¿Pablo? me consta que no tiene nada, porque su mensualidad me la entrega íntegra... ¡Que la Virgen de Luján me ayude! y si es más de tres mil nacionales, veremos; hasta mañana a las doce, hay tiempo...

Se puso el mantón, y antes de salir, fué al patio interior a recomendar a las muchachas mucho silencio, no molestaran al niño y cuidaran la casa; ella iba y volvía.

—El niño ya encerróse—dijo la genovesa con una sonrisa imbécil.

—Bueno, mujer; usted a su cocina y Pampa que quite la mesa.

Salió con paso ligero, disimulando bajo el pañuelo de merino la caja y la imagen de plata.

Dos horas estuvo fuera. Volvió sofocada, quejándose del sol tan fuerte, que no parecía de invierno.

—¿Ha llamado el niño?—preguntó a Pampa.

—No, señora.

—¡Qué cabeza!—decíase misia Casilda,—no me he acordado de llevar los cubiertos de plata; estos prenderos son todos unos judíos... ¡Cuánto corretear y qué discutir, para no traer más que mil ochocientos nacionales! Verdad es que yo he tasado todo con mi fantasía de dueña legítima... ¡Ay mi Virgen! mi compañera de toda la vida; cuando la dejé sobre el mostrador, me pareció que me lo reprochaba con sus dulces ojos... ¡Valiente día estoy pasando! A ver esos cubiertos...

Sin quitarse el mantón, entró en el comedor y abrió, con la llave más gruesa de su llavero, el cajón bajo del aparador: había hasta tres pares de cubiertos de plata, envueltos en papeles de seda y en retazos de franela muy limpia: eran los últimos restos del antiguo esplendor de los Vargas, cuchillos y tenedores que, más de un bien cebado prior había manejado, en las comidas suculentas y frailunas del místico don Aquiles. A la casa de empeños con ellos, y andando.

—Ya vuelvo—dijo la señora a Pampa,—no te muevas del patio.

Media hora después volvía, sofocadísima.

—Si me sale ahora con que es más de los dos mil doscientos que le traigo—pensaba subiendo la escalera,—¡me parte!

Ya arriba, repiqueteó sobre la puerta, y entró, cuando Quilito hubo corrido el cerrojo.

—Aquí me tienes—dijo alegremente, echando el mantón sobre los hombros,—espero no haber perdido mi viaje, o mis viajes, porque han sido dos, hijo mío.

El joven la vió sacar de un pedazo de periódico, enrollados, los billetes, que puso sobre la mesa de pino que, en aquella primera habitación, llenaba, mal que mal, las funciones de escritorio: quinientos, seiscientos, mil, mil quinientos, ochocientos, dos mil, dos mil doscientos... Silencio. La tía, radiante, contemplaba el depósito; Quilito, turbado, miraba a la tía. Esta, miró a su vez al sobrino, y el semblante se le anubló, de pronto...

—Vamos, pues, ¿qué dices?

—¡Que la quiero a usted mucho tiíta de mi alma, y que sufro de veras por la pena que la estoy causando!

La abrazó repetidas veces, con efusión.

—Déjame, no me aprietes tanto... ¿De modo que... eso no te alcanza? ¡Habla, habla!

Quilito hizo un gesto, que quería decir: Eso, tía, es un grano de arena, una gota de agua, para lo que yo debo. Y misia Casilda, dando palmadas sobre la mesa con su mano enguantada, se impacientaba, seria, de nuevo, y severa, como antes, exigiendo se le confesara el monto total de la deuda, inmediatamente: el joven, entonces, hizo declaraciones completas... Treinta mil nacionales a don Raimundo de Melos Portas e Azevedo, el más temible de sus acreedores, porque tenía un pagaré bajo su firma, que le era forzoso, absolutamente imprescindible, recobrar al día siguiente, y si no lo recobraba, perdería la vida con la honra: lo había jurado; cincuenta mil a Rocchio, el corredor; veinte mil a un fulano del Club del Progreso, y cincuenta mil más, repartidos entre varios corredores de la Bolsa por operaciones malogradas en los días que iban de mes... total, ¡ciento cincuenta mil nacionales! De todo esto, lo más urgente a pagar era el saldo de don Raimundo Portas, quien no estaba dispuesto a conceder más prórroga que los dos días de gracia; el pagaré había vencido el 22... Los demás acreedores esperarían hasta que Dios quisiera. Necesitaba, pues, treinta mil nacionales para el 24 de junio, a las doce, ni un centavo más, ni un centavo menos.

No cayó de espaldas misia Casilda, porque sus nervios, a prueba de emociones, la sostenían admirablemente, pero parecióle que el mismo Lucifer le soplaba ciento cincuenta mil trompetazos en los oídos, y que la casa se le caía encima. A la mente y a la lengua se le vinieron ideas y palabras, a borbotones, y las arrojó a la cara del sobrino, cual si le azotara con un látigo... ¡Cómo! ¡él, un chicuelo pobre, un perdulario, endeudado por suma tan crecida! pero, ¿cómo había podido creer que sus fondillos iban a valer tanto jamás? ¿no pensó, por un instante siquiera, ya que su cabeza parecía tan hueca, que si perdía, no podría pagar, y si no podía pagar, que deshonraba a su familia para siempre? ¿en qué escuela se había educado, que así le habían sugerido la peregrina teoría de que las deudas son cosa baladí y es lujo de caballero tenerlas? ¿y esta era la manera con que él pensaba hacer la felicidad de su padre y de su tía, y la suya propia? Mordíase el joven el dorado bigotito, y no replicaba, la cabeza y los ojos bajos.

—¿Qué vas a hacer, entretanto?—preguntó la señora, recogiendo, con un movimiento de hombros, el mantón, que se caía. Y Quilito, fríamente, contestó:

—¡No se incomode usted, que yo sé lo que debo hacer!

Cogió un billete de veinte nacionales y pidió permiso para guardarlo.

—Esto es todo lo que acepto de usted, tiíta; dígame, ahora, cuanto se le ocurra: todo lo merezco, hasta que me arrojen a puntapiés a la calle, porque soy muy culpable, más de lo que usted cree, quizá... No sé, yo quería ser rico, pronto, pronto, y no pasar la vida trabajando, para comer pan negro de viejo, como sucede casi siempre... ¡Luego, mi amor por Susana! yo me decía: Si me hago millonario, ni los Esteven se opondrán, ni en casa me harán la guerra: el rico es libre y el dinero todo lo allana. Y vea usted cómo han fallado mis cálculos: en la Bolsa, la suerte siempre de espaldas, y en el club; hasta la lotería... mi número sin querer salir...

Del cajón de la mesa sacó un puñado de billetes de lotería, arrugados, que arrojó al suelo.

—¡Sin querer salir!—repitió con tristeza;—en balde practicaba los medios supersticiosos de que se valen algunos jugadores: escoger el billete en día trece, entrar en la agencia con el pie derecho, tomarlo con los ojos cerrados... ¡Nada! ¿y el club? ¡Si usted supiera, tía Silda! Algunas noches mucha suerte, y otras barranca abajo... ¿Se acuerda usted de aquellos veinte nacionales que vine a pedirle esa madrugada... que salí después? Había perdido en el club cuatro mil nacionales, y se me puso que con un billete de veinte, que fuera suyo y hubiera usted tocado, haría saltar la banca... y la hice saltar, tía, asómbrese... para saltar yo, después, porque ofuscado, puse cuanto había ganado a una carta, y lo perdí... ¡Ah! tiíta, el juego es así... Aquí tiene usted mi proceso hecho; la sentencia usted la ha pronunciado: si no pago mañana los treinta mil nacionales a don Raimundo, caerá la deshonra sobre mi nombre... y deshonrado, arruinado, alejado de Susana para siempre, sin ilusiones, sin esperanzas, sin porvenir... ¿qué voy a hacer? me pregunta usted; ¡hacerme justicia, tía, y acabar!

Dijo esto con tal sentimiento, y de modo tan lúgubre, que los reproches expiraron en los labios de la tía, y se abalanzó a él, como loca, estrechándole en sus brazos, suplicándole que no volviera a proferir la terrible amenaza, si no quería verla caer muerta a sus pies. ¡Qué muchachos estos! hacen una barrabasada, y no se les ocurre mejor medio de remediarla que el suicidio; ¡bonita manera de arreglar las cosas! la suerte que son pura boca, y que del dicho al hecho... ¡Vamos! reflexionar un poquito y estudiar el medio más decoroso y fácil de salir del atolladero: treinta mil nacionales no se encuentran así como así, bajo el primer adoquín de la calle... ¡Oh, la inexperiencia y la ambición son dos caballos desbocados que llevan al precipicio a cualquiera! Ya se lo pronosticó ella, y después dicen que las viejas no entienden... Basta; dejar ese gestito de contrariedad, que no recomenzaría con sus sermones; verdaderamente, en estas circunstancias las amonestaciones huelgan: es como dar de palmadas al niño que acaba de romperse la cabeza; lo urgente era encontrar el dinero... Ella, que le había criado y educado y mimado, que era su segunda madre, le salvaría.

Quilito se lo agradecía todo, besándola las manos, como un perrillo que ha sido castigado y quiere hacerse perdonar del amo la falta cometida.

—No me preguntes nada, hijo mío—agregó misia Casilda,—de aquí a mañana tenemos tiempo para pensar y para obrar... pero, prométeme que te dejarás de locuras: tu tía vieja te lo pide: ¡en estos casos de la vida, es cuando se debe mostrar que se tiene sentido común, sentimientos y religión! prométemelo, Quilito.

—Prometido queda—contestó el joven maquinalmente.

Antes de salir, la señora recorrió las dos piezas, buscando con los ojos si había puñal o revólver o instrumento alguno capaz de producir la muerte, y no bajó sin dejar al querido sobrino más tranquilo, en apariencia al menos, después de nuevas y patéticas exhortaciones. Bajaba los escalones, uno a uno, deteniéndose, apoyándose en el pasamano, y las lágrimas le caían gota a gota, sobre la falda negra; ese movimiento rencoroso de todo el que sufre, contra la indiferencia del mundo exterior, experimentólo la señora al ver el cielo tan puro y el sol tan brillante, cual si no tuvieran noticia de la desgracia ocurrida y de la más tremenda que se preparaba.

—¡Qué sol más antipático!—murmuró,—todo debiera estar de duelo, como lo estoy yo! ¡Qué hacer, qué hacer, Dios mío! ¡Virgen de Luján, ayúdame! Te ofrezco una novena y misa cantada, si nos sacas a todos de este mal paso... Lo peor, lo peor es que no me viene una idea, una sola... no queda ya nada por empeñar, y aunque hubiera: la casa entera no vale treinta mil nacionales... Inútil ha sido llevar al prendero esos recuerdos de familia...

Se había parado en el penúltimo escalón, y mirando los billetes envueltos en el periódico, que guardaba en la mano, repuso maquinalmente:

—La base aquí está, sin embargo, esto ya es algo, esto es mucho... falta el resto, ¿a quién acudir? ¡Dios mío! no se me ocurre nada...

De pronto, al poner el pie en el último escalón, la idea vino, clara y precisa...

—¡Qué disparate!—exclamó.

Y trató de ahuyentarla; pero, la idea, como mosca impertinente, la siguió hasta su cuarto, revoloteando sobre su cabeza, picoteándola en la frente, persiguiéndola incansable, más pegajosa cuanto más desechada.

—¡Qué disparate!—repetía misia Casilda.—¿De dónde ha venido a ocurrírseme semejante cosa? Solamente loca... ¡Dios me libre!

Repasó la lista de sus escasas relaciones, discutiendo consigo misma cuál conceptuaba ella capaz de hacer un servicio al prójimo, pero como se trataba de un servicio tan extraordinario, veíase obligada a eliminar nombres, unos por ser de personas tan pobres como ella, otros por poca simpatía, o ninguna confianza. Y se acordó de misia Petronila Barrientos, una viuda sin hijos, riquísima, que la visitaba con frecuencia, y en cada visita la repetía sus ofrecimientos de buena vecina y antigua amiga.

—Casildita, ya sabe que estoy a sus órdenes; mándeme en cuanto pueda serle útil. Ocúpeme con toda confianza, Casildita.

A la vuelta vivía, en una casa muy hermosa, de su propiedad...

—Iré a ver a misia Petronila—pensó la señora,—y le ofreceré la finca en garantía; mi carácter no es para estos casos: nunca he pedido dinero a nadie y creo, estoy segura, que la vergüenza no me dejará hablar... Pero, ¿a quién acudir, si no? ¡Esto, antes que lo otro! Ya me tiemblan las piernas y me pongo colorada...

A la calle otra vez. Pero, ¡fíese usted de los amigos y de sus ofrecimientos! Misia Petronila Barrientos la recibió con afecto, la escuchó con atención... y la despidió con política, diciéndola muy fresca, que no podía ser... porque no podía ser. Y vuelta a la casa, abatida y llorosa, por el sacrificio estéril que de su amor propio había hecho, alimentando pensamientos tan negros como éstos: El amigo es para ir de fiesta y no para acompañar en la desgracia. El corazón de un extraño es más tierno que el de un amigo. En el pedir y en el dar, se aquilata la amistad, etc.

Vino don Pablo Aquiles, por la tarde, y se enteró de que el niño seguía en su cuarto, bajo llave.

—¡Qué demonio de muchacho!—dijo,—¿qué tendrá? Igualito es a su madre, ¿te acuerdas, Casilda, que Pilar era así?... Pero, aquí yo no veo motivo; el disgusto de esta mañana no pasó de una tontería; voy a subir.

—No, Pablo, ¿para qué? Déjalo solo; es mejor.

—Le dejaremos, pues; pero, hazme el favor de cambiarte de cara, Casilda.

—¡Jesús! ¿por qué me lo dices?

—Me pareces muy preocupada, hija.

—Aprensión tuya, Pablo.

Cuando se sentaron a la mesa y se sirvió la comida, Quilito mandó a decir que él no bajaba, porque no tenía gana.

—¡Ya me va cargando el chico éste!—exclamó el padre.

Misia Casilda preparó en una bandeja dos platos, y bien tapada, con el pan y el vino, mandó a Pampa que la subiera al niño.

—Mira—observó,—si no abre, dejas todo en la escalera, delante de la puerta.

—Se enfriará, mujer—dijo don Pablo, a quien tanto mimo ponía de mal humor.

Fué lúgubre la comida. La señora no comió, empeñada en la batalla con la mosca de su idea primera, que había vuelto a acometerla, y don Pablo dió satisfacción al estómago con dos cucharadas de sopa, preocupado también y triste. Recogióse temprano misia Casilda, y sin desvertirse, pasó la noche en la sillita baja, delante del nicho vacío de la Virgen. Quilito no había salido, y esto la tranquilizaba, pero desesperábase de que la hora fatal estuviera tan próxima, y ella no hubiera encontrado más recurso que aquel descabellado, que le había venido a la imaginación, y que desechaba como impracticable y humillante.

—La Virgen ha de iluminarme—decía;—ya lo sabes, madre de mi alma: novena y misa cantada; ¡se trata de él, de nuestro orgullo, del que ha de ser nuestro sostén mañana! A Pablo no le diré nada, hasta no ver, ¿a qué darle un disgusto? y él, me parece, que huele algo... ¡ay, Dios mío! ¿qué es eso? ¡qué ruido tan extraño! el corazón me ha dado un salto... Debe ser el gato, que ha tirado alguna maceta, en el patio... ¡Tanto hablar de tiros y desatinos esa criatura! no estoy tranquila; quisiera llorar y no puedo. ¡Otra vez eso! ¡qué pesadez! y es un disparate, un solemne disparate... ¿A dónde, a dónde ir? No sé, me parece que todos van a recibirme como misia Petronila... Claro, apenas comprenden de lo que se trata, se encapotan y sacan el cuerpo con mucha urbanidad... Esto de hacer la pedigüeña no es para mí, ¡no es! y es preciso, sin embargo: cuando la necesidad habla, el amor propio se echa a la espalda. Si Pablo... ¡pero, qué! con las cuentas de sastres y zapateros de ese niño aturdido, ha molestado tanto al Habilitado, que no quiere éste adelantarle ya nada; todavía, si fuera una suma pequeña... ¡Señor! ¡Señor! ¿estaré condenada yo a pasar por tanta vergüenza?

Amaneció, y la nueva luz encontróla en la sillita baja, pensativa.

—Hoy es día de San Juan—dijo abriendo los postigos,—¿qué presente nos reservará?

Durante las primeras horas de la mañana, ocupóse en las tareas de la casa; a golpes de plumero perseguía el polvo, y cada golpe parecía descargarlo sobre la idea, que no la abandonaba.

—Es estúpido esto que se me ha metido aquí: si antes de las doce no se me ocurre otra cosa, no sé... yo tengo confianza en la Virgen; ella ha de hacer un milagro.

A la hora del almuerzo, Quilito tampoco pareció. Pampa dijo que le había visto salir, y misia Casilda imaginó que habría ido a buscar recursos por su lado, a pedir otra prórroga quizá... Entonces, antojósele que lo mejor, lo más hacedero, era irse directamente a ese señor de Portas, y arrancarle la concesión de un nuevo plazo prudencial para efectuar el saldo del maldito pagaré: ¡veinticuatro horas de prórroga importaba quizá la salvación! Esto es; prontito, a casa del señor Portas, que lo que es elocuencia para convencerle y lágrimas para ablandarle, no le habían de faltar. ¡Caramba! no haberlo pensado antes... Día de fiesta era, y don Pablo Aquiles, que estaba de morro y no quiso almorzar, se fué a dar su paseo; la campanada de las diez y media sonó en el reloj del comedor, y la señora se cubría ya con el velo y el mantón, cuando el llamador de la puerta de calle se hizo oír con grave redoble.

—¿Quién?—preguntó Pampa acercándose a la reja;—señor no estando; niño, tampoco.

Misia Casilda, en el umbral del gabinete, se asomaba, por la curiosidad de saber quién era...

—Que pase ese caballero, Pampa; déjale pasar.

La india abrió y don Raimundo de Melo Portas e Azevedo entró en el patio, saludando, la chistera tornasol en la mano; en vez del levitón legendario, llevaba ahora un sobretodo de pelo rizado, de estos color de ceniza, que no muestran la porquería...

—No le conozco—se dijo la señora;—pero, a esta hora y con esa facha, viene por Quilito: debe ser un acreedor. ¡Que la Virgen nos asista!

Pasó a la sala, donde el insigne portugués estaba ya instalado, en un sillón de seda amarilla, gastadísima, con los flecos deshilachados.

—Muy señora mía...

—Servidora de usted...

Al nombre de Portas, misia Casilda se animó.

—¡Ah, es usted el señor de Portas! Pues precisamente iba yo a su casa ahora.

—¿De veras?—exclamó don Raimundo, sacando los dientes en una sonrisa,—el señor Vargas la había encargado entonces... a eso venía yo también; aquí está el pagaré, vencido el 22 y que hoy debe ser saldado.

De una cartera de cuero, sacó el papelucho y lo presentó, haciendo el amable.

—Así la evito a usted una molestia—repuso;—dígnese fijarse usted señora, si es ese el documento, porque tengo unos ojos...

Misia Casilda decía:

—¿Molestia? no, señor, al contrario.

Tomó el papel, sin saber qué hacer.

—Sí—dijo,—éste es; treinta mil nacionales, y aquí está la firma, Aquiles Vargas...

—Debajo, debe estar la de don Bernardino Esteven.

—¿Qué dice usted?

—Sí, señora, del fiador; el señor Esteven ha garantizado la firma de su sobrino.

La señora sintió un desvanecimiento tan grande, que creyó iba a perder el sentido. ¡Esteven fiador de Quilito! Una de dos, o el joven mantenía relacione con sus tíos, de tapadillo, o aquella firma era falsificada; si lo primero, ella conocía a don Bernardino y no creía que su generosidad llegara a tanto, aunque estuvieran en los mejores términos con el joven, luego... No veía bien, no respiraba bien; un sabor muy amargo la envenenaba la boca.

—En efecto—balbuceó haciendo un esfuerzo,—aquí está también la firma de... ese caballero.

Se calló, mirando atontada el papel, que conservaba en su mano temblorosa; don Raimundo, apoyado en el bastón, la chistera sobre las rodillas, esperaba. Y viendo que misia Casilda no daba muestras de aflojar los monises, el portugués se alarmó. ¿El señor Vargas no había dejado nada para él? porque estaban a 24 de junio, término de la prórroga; si el pagaré no lo saldaba el señor Vargas, en cumplimiento de su compromiso, se vería él en la dura necesidad de presentárselo al fiador, a Esteven.

—No, no—exclamó la señora, agitadísima,—se pagará, sí, señor; mi sobrino sabrá hacer honor a su firma y no tendrá usted que recurrir al fiador, no, no.

—Lo decía, porque, como yo tengo otras cuentecitas que arreglar con el señor Esteven, no había más que incluir ésta con las otras...

—Si le digo que se pagará, ¿por qué ha de ponerlo usted en duda? Me ofende usted, caballero, me ofende usted.

—Bien, señora, a sus órdenes...

—Solamente que—agregó misia Casilda sudando, a pesar del frío que sentía, no podrá ser ahora mismo, en el acto... a eso iba yo a su casa, precisamente... a pedirle una nueva prórroga, corta, muy corta: en dos o tres días se habrá reunido la cantidad suficiente... Vea usted, señor Portas, cómo andan ahora los negocios; esto usted lo sabe mejor que yo; además, hoy es fiesta, no lo olvide usted. Estamos tan atrasados, que para el puchero apenas nos llega... pero, en dos o tres días, se lo prometo a usted; tenemos un depósito en el Banco y vamos a recibir ciertas cantidades que nos adeudan...

Lloraba casi, en su súplica desesperada, y don Raimundo movía la nariz, contrariado, tocando el tambor sobre la chistera, de impaciencia.

—Pero, señora, comprenda usted que del 22 a aquí van ya dos días de prórroga y la ley no exige...

—Caballero, sea usted bondadoso.

—No puede ser...

—En dos días más...

Siguió la porfía, hasta que el prestamista declaró, levantándose, que si al día siguiente, a la misma hora, no le entregaban los treinta mil nacionales, iría con la letra protestada a ver a don Bernardino Esteven. Y se marchó, bruscamente, después de guardar el papelucho en su cartera de cuero.

Parecióle a misia Casilda que, vestidita como estaba, la habían zambullido de cabeza en agua fría, porque daba diente con diente, como quien tiene tercianas, a la vez que llamaradas de fuego le quemaban la cara. ¡Esteven fiador de Quilito! ¿De qué manera había el joven obtenido esta firma? ¿directamente? Luego se veía con los tíos, entraba en la casa, trincaba con ellos, los enemigos jurados de su padre; ¿por intermedio de Jacinto? Era dudoso, y en uno y otro caso, pensaba ella que Esteven, más calculista que caritativo, no sería tan necio como para prestar su garantía a un joven que, le constaba, no tenía con qué responder a compromiso tan importante. Lo que misia Casilda deducía de todo esto, era tan espantoso, que se puso a llorar... El desgraciado niño lo había dicho: que era más culpable de lo que ella creía. Entonces, si la sospecha horrible resultaba evidente, urgía recuperar el pagaré de manos de don Raimundo, no darle ocasión de que fuera a poner bajo los ojos de ese hombre la firma falsificada...

—¡Sí, recuperarlo, pero cómo, cómo, Dios mío!—exclamó.

La mosca impertinente volvió, agitando sus alitas impalpables, y ella no la rechazó, como antes, la acarició, al contrario... ¡Sí, se humillaría hasta hundir la frente en el polvo! se trataba de salvar a Quilito, y si no había más medio que ése, el último, a él, apelaría, con los ojos cerrados.

De pronto, se acordó que el joven no había vuelto todavía; si no era a ver a don Raimundo, ¿a dónde habría ido? El temor de que fuera a realizar su amenaza de suicidio, la asaltó, arrancándola del sillón. Desatentada, salió al patio, gritando a Pampa si el niño estaba en su cuarto, a tiempo que la reja se abría y entraba Quilito.

—¡Ah! ya vuelves—dijo la tía con sofocada voz.

Hízole entrar en la sala, y estrechando sus manos con fuerza, descompuesta, loca, prorrumpió en esta pregunta:

—¿Qué has hecho, hijo mío, qué has hecho?

Quilito, pálido, no comprendía. Y la tía, sin soltarle, repitió su pregunta desolada:

—¿Qué has hecho? ¿qué has hecho? ¡Alguien te ha aconsejado mal, te ha arrastrado al crimen, porque tú has sido siempre bueno, has sido honrado, honrado como tu padre y como tu abuelo!

—Tía, ¡por Dios!

Misia Casilda le soltó, y sentándose en el sillón, porque sus piernas, flojas, no podían sostenerla, repetía, llorando:

—Sí, alguien te ha aconsejado, porque tú no eres malo, no eres capaz...

Dijo que don Raimundo acababa de salir, que había exhibido el pagaré de treinta mil nacionales, y que ella, con sus propios ojos, que comería la tierra, había visto al pie de su firma, la firma de Esteven... Miró a Quilito, y en su turbación y en su semblante demudado leyó la verdad, la comprobación de su sospecha.

—¿Qué has hecho? ¿qué has hecho?—volvió a decir con angustia.

Pero, el joven se había echado ya a sus pies e imploraba su compasión; sí, era cierto, era cierto que él falsificara la firma de Esteven, para obtener del prestamista el dinero que necesitaba, pero lo hizo ciego, sin saber lo que hacía, ni a lo que se exponía, pensando, en su fiebre de fortuna improvisada, que, llegado el vencimiento, podría retirar fácilmente el pagaré, las manos llenas de oro, como había de tenerlas; nadie se lo aconsejó, sino su mala cabeza.

—¡Soy un miserable, tía de mi alma, no merezco que usted me mire siquiera, porque, aunque honrado en el fondo, no he sabido resistir y evitar una acción vergonzosa, que la ley castiga, tía!

Y bien, como la deuda no podía saldarla, y el pagaré, protestado, iría a parar a manos de don Bernardino, si no estaba ya en su poder, quedábanle a él dos caminos: o dejarse meter en la Penitenciaría o saltarse los sesos... Misia Casilda dió un grito y le abrazó, aterrada. Quilito se debatía, diciendo que, puesto que había deshonrado las canas de su padre, debía sufrir el condigno castigo; que él no se atrevería ya a afrontar su mirada, y que la idea que Susana, su adorada Susana, conociera su delito, le enloquecía...

—No, yo no podré resistir esto, no podré, no podré.

—¡Escúchame, desgraciado, tengo un medio de salvarte, un medio supremo; ya lo verás: el prestamista me ha concedido un plazo de veinticuatro horas, ¿sabes? y en estas veinticuatro horas se puede volver el mundo patas arriba, figúrate. Yo por un lado, tú por el otro: cavaremos, cavaremos hasta encontrar esa suma. Nunca me había imaginado esto, pero, ha sucedido y debemos remediarlo con algo más positivo que con lamentaciones y amenazas: déjate de tiros y de Penitenciaría. ¡Qué horror! ¡Había de permitir la Virgen de Luján que tú fueras tratado como un criminal empedernido! No, ¡imposible! has cometido una falta grave, pero sin medir todo su alcance, ofuscado en esa jugarreta de la Bolsa, que yo tanto te incriminaba... Pierde cuidado, tu padre no sabrá nada, y ese hombre tampoco, porque, mañana, a estas horas, habremos reconquistado el pagaré. Si te digo que tengo un medio, infalible no, infalible no, pero... es muy probable... veremos; quiero que te tranquilices, hijo mío.

—Es usted muy buena, tiíta Silda, pero, verá usted como todos los medios serán inútiles...

—¿Qué sabes? déjame a mí, que yo sé lo que me digo.

Hasta sonreía la infeliz señora, ansiosa de calmarle, de inspirarle valor y confianza.

—Pero, tú me has de ayudar, ¿eh? En primer lugar, no haciendo tonterías y abandonando esas ideas de desesperación, que Dios condena; luego, viendo por ahí... tú tienes amigos ricos, relaciones influyentes: no desanimes, hijo mío...

El joven dijo que había visto a muchos amigos, pero sin resultado; ¿quién presta, sin garantía, treinta mil nacionales? Y misia Casilda, recordando a la de Barrientos, contestaba que, efectivamente, muchas veces los mejores amigos son los primeros en dar el esquinazo, y que vale más dirigirse a los extraños; pues, por dejar de pedir no quedaría, y si el medio supremo, el suyo, no resultaba, se hipotecaría la finquita o se vendería: con el producto bien podía pagarse al señor Portas y a alguno de los demás acreedores, pues si la casa, vieja, no valía gran cosa, el terreno, por el sitio, valía mucho.

—¡Ahora!—arguyó Quilito desalentado,—¡imposible!

—¿Y por qué no? todo está en buscar comprador... conque, hijo mío, manos a la obra; tu vieja tía ha de salvarte.

Se oyó el golpe del bastón de don Pablo en las losas del patio y sus pasos mesurados; Quilito se arrancó de los brazos de la tía y huyó por las habitaciones interiores, trepando la escalerilla de su cuarto, donde se encerró con doble vuelta.

—¿Quién estaba en la sala, Casilda?—preguntó don Pablo Aquiles deteniéndose junto al aljibe.

—Nadie—contestó la señora,—yo sola.

—¿Así, de velo y mantón?

—Es que voy a salir.

—¿A dónde?

—Entra y te lo diré.

Penetró don Pablo en el comedor, y sin quitarse el sombrero ni el abrigo, muy risueño, sentóse en el sillón de costumbre, y mirando a su hermana, dijo:

—Adivina la gran noticia que traigo...

—No sé...

—He encontrado al oficial mayor en la calle; ¡qué casualidad! y me ha sorprendido, hija, porque no imaginaba yo que esto sucedería: asómbrate, ¡el ministro Ensene ha renunciado!

—¿De veras?

—De veras, parece mentira, ¿eh? pues, sí, señor, el hombro ha caído, y vergonzosamente, como tenía que suceder; si le dejan un día más en el Ministerio, se lleva hasta los clavos de las paredes. Ahora sí que van a empezar a descubrirse las picardías, hija.

—Por mí, que se descubran; como no han de hacerle nada... ¡todavía si fuera, para atarle codo con codo y mandarle a presidio! pero ya verás como echan tierra al asunto.

—De esta vez, ciertos son los toros: caído Eneene, la ruina de Esteven es segura; ¿no ves que era el compadre que le sostenía? Ahí decían que en la liquidación última de la Bolsa, de la que Esteven salió tan comprometido, el ministro le había echado un cable para salvarle, pero, lo que es ahora, el cable se ha roto y mi hombre se hundirá y ¡laus Deo! que bien ganado se lo tiene.

—Pues yo no lo creo, Pablo, mientras no lo vea, no he de creerlo...

Y cambiando de tono, temblándole la voz, añadió:

—Hablemos de otra cosa, Pablo, de algo muy grave.

Don Pablo la miró, y echó de ver entonces que había llorado, que estaba pálida y tenía los labios blancos.

—Habla, Casilda, me asustas, ¿qué pasa aquí? ¿dónde está Quilito? ¿a dónde ibas?

—Tranquilízate; Quilito está en su cuarto... Yo no quería darte este disgusto, me hubiera callado, pero se trata de algo tan grave, tan grave que... mira, Pablo, no hay otro remedio, no lo hay, aunque te rompas la cabeza buscándolo... Es una humillación para nosotros, lo comprendo, pero, ¿qué hacer, cuando la honra y la vida de Quilito están de por medio? Si me ves así, Pablo, es que voy... es que voy... a casa de Esteven.

El rayo había caído, y sin embargo, don Pablo Aquiles vivía, sentado en su sillón, paseando sus ojos atónitos de misia Casilda, inmóvil, a las cigüeñas de la pantalla, mudas confidentes de sus cavilaciones, y en esta mirada parecía preguntarles qué era aquello, qué significaba, aquello, porque él, francamente, no lo comprendía...

IX

—Explícate, Casilda, explícate—dijo ansiosamente.—¿Estás tú loca o estoy yo idiota?

Y misia Casilda habló, con esa incoherencia de las grandes emociones.

—No, Pablo, es que aquí, en casa, sucede una cosa horrible, una desgracia inaudita... ¿ves? ya estoy llorando; no puedo contenerme... tengo el cuerpo como si me hubieran dado de palos y alguien se me hubiera paseado por encima luego... anoche no he pegado mis ojos, cavilando, cavilando... pues, sucede, Pablo, que Quilito, de él se trata, desgraciadamente, en ese juego maldito de la Bolsa, ha perdido... no sé cuánto, mucho, y debe, y no puede pagar y ese don Raimundo irá mañana a casa de Esteven, y esto no lo podemos consentir...

—¿Qué dices, Casilda, qué dices? no te entiendo; hablas de un modo...

—Verás: Quilito, entre otras deudas, debe treinta mil nacionales: ¡figúrate! treinta mil nacionales, a un prestamista, que ya estuvo hoy a cobrarlos el muy sinvergüenza, porque hoy vencía el plazo... ahí tienes, ¿cómo deja el Gobierno andar sueltos a estos pícaros, que así engañan y estafan a niños sin responsabilidad? Porque estoy segura que de esa suma Quilito apenas habrá tomado diez mil, y el resto será los intereses del usurero... sobre esto había yo de escribir un remetido... ese pagaré no debiera ser válido, ¿verdad? naturalmente. Pues, Quilito, sin darse cuenta de lo que hacía, con tal de que el prestamista le diera lo que necesitaba, ofreció la garantía, ¿de quién te parece? ¡de Esteven! ¿comprendes ahora? ¿no? está bien claro, Pablo; dijo Esteven como hubiera dicho cualquier otro nombre conocido en el comercio...

—No está claro—exclamó don Pablo Aquiles, que iba perdiendo el color y la calma,—ningún prestamista da sin una firma de garantía, si la persona no le inspira la suficiente confianza, y no podía inspirársela un niño de teta como esa desgraciada criatura; ¿has visto tú la firma de Esteven en el pagaré?

—No, la firma no—contestó la señora confusa y embrollándose;—pero, en fin, yo no entiendo de esto; lo único que puedo decirte es que si mañana no entregamos los treinta mil nacionales, el prestamista, que tiene a Esteven por fiador de Quilito, no sé por qué, irá a presentar a ese hombre la letra protestada: esta es la situación. Cuando yo lo supe, figúrate cómo me pondría y qué de cosas le diría a ese mal aconsejado niño, porque, no tengas duda, le arrastran los amigotes, y Quilito había dado en la manía de hacerse un Creso de la noche a la mañana... ya ves si tenía yo razón y no era tan pesimista... Antes de decirte nada, intenté allegar recursos, empeñando cuanta antigualla de algún precio y chafalonía guardaba en el armario: hasta mi Virgen de Luján ha ido a casa del prendero; y no bastando esto, ¡qué había de bastar! me fuí a casa de misia Petronila a pedirle un préstamo sobre nuestra casita, y no ha querido... ¿qué hacer? el plazo es tan corto, que no da tiempo para nada; ¿hemos de consentir que un pagaré firmado por Aquiles Vargas vaya a manos de ese hombre? ¡no, por Dios!... he luchado con la idea, he luchado, pero no encuentro yo otra solución: Esteven nos ha robado nuestra fortuna, la que, por delicadeza y por orgullo, no hemos querido reivindicar ante los tribunales, fortuna que ha gozado y sigue gozando... pues bien, llega este caso, desgraciado, fatal, y yo, apretándome el corazón y pisoteando mi amor propio, voy a Gregoria, que dígase lo que se quiera, es nuestra hermana... con él no deseo nada, ni verle... voy a Gregoria y la digo: Mira, yo nunca te he pedido nada, nunca te he molestado en la posesión de lo que nos dejó nuestro padre, pero hoy me pasa esto: Quilito, el hijo de tu hermano y de la hermana de tu marido, que es Vargas y Esteven como tú y como tus propios hijos, debe esta cantidad, y la honra y quizá la vida le va en pagarla: préstame esa suma, Gregoria, y toma mi casa, lo único que poseemos, en garantía; ya ves que no vengo a pedirte nada, no vengo a que me des nada. Esto o algo parecido la diré, y estoy segura que ha de atenderme, porque Gregoria no es mala y si se ha mostrado tan dura para nosotros, es porque el marido la domina completamente... Comprendo que, después de veinte años de interrupción de relaciones, es humillante, es humillante ir a solicitar un favor de este género, pero... ¡hay que salvar la vida de Quilito! ¿sabes? me ha dicho que va a matarse, y si él muere, ¿qué será de nosotros que no tenemos más luz y más alegría que Quilito?

Eran tales las sensaciones que experimentaba el mísero don Pablo Aquiles, que cada palabra de la hermana era una gota de aceite hirviente que le caía sobre la piel; se quitó el sombrero y el abrigo, dejó el bastón sobre la mesa, volvió a sentarse y a levantarse, paseaba, se detenía a escuchar a misia Casilda, hizo ademán de subir a las habitaciones altas, para ahogar al calaverilla del hijo; pero se contenía y se sentaba otra vez, atusándose el bigote, mordiéndose los labios, palmeándose la calva reluciente. Y cuando la señora calló, aniquilada, él prorrumpió en amarga lamentación contra la suerte negra que le acompañaba en la vida: de niño, torturado por la severidad exagerada del padre; de joven, castigado por la pérdida de la mujer y de su fortuna, y ahora, de viejo, obligado a abandonar la última ilusión que le quedaba y le sostenía: ¡su hijo! Porque, después de esto, ¿cómo tener confianza en el porvenir? si para vencer los rigores del presente había que agacharse a lamer las botas del aborrecido enemigo...

—No, no, Casilda—exclamó con desesperación,—todo menos eso, todo menos eso... Es cierto que no pediríamos sino una parte mínima de lo que nos corresponde, y no en calidad de donativo, sino en calidad de préstamo, pero siempre sería pedir un servicio, un favor, a ellos, los Esteven. ¿Y si no te reciben, desgraciada? ¿y si no te lo hacen ese favor que vas a pedirles poco menos que de rodillas, porque no quieren, o porque no pueden, arruinados como dicen que están? ¡Sería una humillación vergonzosa y estéril!

—¿Qué me importa? Nadie más soberbia que yo, y me humillaré, sin embargo, y besaré el suelo, si es preciso; se trata de Quilito que, por mi boca, va a pedir lo suyo. Para mí nada quiero: cáscaras comería, antes que poner los pies en esa casa. Y si nada consigo, me quedará la conciencia tranquila, por haber tentado todos los medios de salvarle.

Con esto no podía transigir don Pablo Aquiles: ¡todo, menos eso! se buscaría, se pensaría, se iría a golpear a todas las puertas, y cuando todas se hubieran cerrado, entonces... y aun así, ¡quién sabe! Repasó la historia antigua de la familia, insistiendo sobre los hechos conocidos en que fué triste actor Bernardino Esteven, y en que tan poco airoso papel representó Gregoria; recordó sus miserias de veinte años, las estrecheces soportadas con resignación y valentía, sin que jamás hubieran necesitado pedir limosna a nadie: como se habían bastado a sí mismos, y educado al niño de la casa con el mimo y la holgura de un señorito rico...

—Y esto lo olvidamos hoy, Casilda, yendo a prosternarnos ante ellos, los Esteven. Mira, cuando pienso en lo que ha venido a parar nuestro orgullo, todos los nervios me vibran, y pacífico como soy, no sé, siento ansias de atropellarlo todo o de romperme la cabeza contra esa pared. ¡Señor! yo he trabajado honradamente toda mi vida; no he distraído jamás un centavo de mi humilde paga, ¡tú puedes decirlo, Casilda! todo para la casa, todo para el niño de la casa: que se eduque bien, que se vista bien, que viva, que goce... mañana, hombre de provecho, me resarcirá de mis desvelos, y esa fortuna que su padre ha perdido, por desgracia y por inepcia, lo confieso, él sabrá reconquistarla por medio de la labor honesta... en lugar de esto, ¿qué sucede, Casilda? que no contento con el sacrificio que le hemos hecho, de dedicar nuestra vida al cuidado de la suya, de ahogar nuestros deseos más humildes para dar expansión a los suyos, y de haber comprometido nuestra posición modestísima, quiere ahora tomar nuestra dignidad, lo único que nos queda, lo único que nos ha dejado... ¡No, esto no será, porque yo no quiero que sea! ¿debe? que pague; ¿no puede pagar? ¡que reviente!

Estaba transformado don Pablo, y hasta los pájaros de la pantalla debieron volver sus cuellos arqueados y sus largos picos, asombrados de oír hablar así al viejo pusilánime que, noche a noche, iba a contarles sus tristezas.

—¡Ah! Pablo, Pablo—dijo misia Casilda con un suspiro,—no es tu corazón el que ahora habla.

Recordarle a ella los hechos pasados, cuando su memoria, reavivada por el rencor, se los presentaba día a día, más patentes cuanto más lejanos, tenía razón, muchísima razón: era horrible, era injusto, era inicuo... ella no excusaba a Quilito, pero, en la situación en que se encontraba, había que salvarle, ¿de qué manera? veinticuatro horas hacía que estaba sufriendo esta tortura, y no halló más salida que esa, la más difícil... Y pensarlo bien, ¿no era más humillante que el pagaré cayera en poder de Esteven, quien podía creer que ella y el padre estaban complicados en el enjuague?

—Pero, ¿dónde está el enjuague?—replicaba don Pablo.—Esteven dirá al prestamista: ¿Y a mí qué me cuenta usted? y le despedirá con cajas destempladas. Porque si el prestamista se ha contentado con la palabra del chico, ya está aviado.

La señora no tenía argumentos que oponer a estas razones, porque el gordo, el de la firma falsificada, no lo largaría ella jamás; pero insistió en lo crítico de la situación, en los pasos inútiles que habían dado, ella y el mismo Quilito.

—Si tú pudieras hacer algo—decía,—pero no, tienes las manos atadas, y, ¿acaso, una finca se enajena con la facilidad de un objeto cualquiera? hay que darse cuenta, Pablo, de la espantosa desgracia que pesa sobre nosotros. Quilito está obligado a pagar esa suma mañana, y si no puede, se matará; le conozco demasiado.

—¡Todo, menos eso!—repetía, don Pablo Aquiles, agitándose en el sillón.

Y misia Casilda, aferrada a su idea salvadora, repetía que era pedir lo suyo, ahora que se necesitaba, y a título de préstamo: una vez reintegrado, que siguieran gozando de la fortuna benditos de Dios, porque los treinta mil pesos serían reintegrados y cuanto antes: ese dinero les quemaría las manos, con ser de su propiedad, como era. ¿Y creía él que ella no sufría de verse en la dura necesidad de recurrir a Gregoria, su implacable hermana? Al subir la escalera de aquella casa, iba a parecerle que subía los peldaños del cadalso...

—¿Qué hacer, Pablo, si no? ¿qué hacer?

Pero don Pablo no cedía, ceñudo e iracundo. ¡Iba a matarse, decía el niño que iba a matarse; después de asesinar a su padre, bien podía hacerlo, en desagravio! ¡y asesinado de qué manera! a traición, con alevosía.

—¡Ten compasión, Pablo, de él y de mí!—exclamó la señora,—mira, no iré a casa de Esteven, si no quieres; buscaremos por otro lado, volveré a casa de misia Petronila, correré la ceca y la meca... tú mismo, ¿por qué no sales y ensayas? ¡Hay que evitar, a todo trance, que Esteven vea el pagaré, a todo trance, Pablo!... No vendré a casa, sino cuando ya no pueda más; aunque sea de noche, no te alarmes... Y voy a pedirte una cosa: no digas nada a Quilito, que la ocasión no es de recriminaciones. Valor, Pablo, valor; verás, la Virgen de Luján nos ha de ayudar... Hasta luego, adiós.

Dejóle desplomado en el sillón, tan abatido, que no hizo un movimiento para detenerla, no dijo una palabra para estimularla en la espinosa jornada que emprendía: el golpe habíalo atontado y se le oía barbotar:

—¡Todo, todo, menos eso!

Misia Casilda salió, con paso resuelto, y tomó la calle de Moreno, rumbo al Este.

—Si él supiera, sería el primero en decirme que fuera a casa de Esteven, si no iba él en persona... ¡Cómo permitir que ese hombre se entere de la vergonzosa acción de Quilito! ¡ay, sólo de pensarlo, la cabeza se me va!... ¿Me recibirá Gregoria? Creo que no llevará su rencor hasta el punto de arrojarme de su casa; me parece que no voy a poder subir la escalera, ya los nervios me bailan y el corazón me da saltos: debo estar blanca como un papel... ¿Por dónde empezaré? ¿entraré altiva o humilde? humilde, ¡Dios mío! porque voy a humillarme; ¡qué paso tan penoso! Sólo por él, por salvarle... si mañana no tenemos la suma justa, la falsificación queda descubierta... ¡qué horror! a lo que se exponen estas criaturas sin discernimiento; porque Quilito lo ha hecho de inocente, de atolondrado... ¡Volver a casa de misia Petronila! ¿a qué? para sufrir un segundo desaire: no, lo mejor, es esto; Gregoria no puede negármelo: si no es para mí, ni para Pablo, es para el hijo de Pilar, una Esteven, ya que desprecia tanto a los Vargas, olvidando el apellido que lleva. Entraré y la diré... no sé, no sé; cuando me vea delante de ella, después de tantos años... ¡Dios mío! ¡no tendré valor! ¡y si ese hombre sale! cara a cara no le he visto, desde aquella vez que le llamé ladrón con todas sus letras... ¡Ah! y aquella otra que estuvo en casa, de luto, el muy hipócrita, a entregar la herencia irrisoria que se dignó concedernos... Llevo toda la sangre revuelta, y cuanto más me acerco, más me abandona el valor... Creí que la provisión hecha, después de tanto cavilar y llorar, alcanzaría hasta el fin de mi empresa... Vamos, Casilda, no olvides que este sacrificio que haces, es por salvar a Quilito. Esta es la calle de Tacuarí: me faltan tres cuadras todavía, y sospecho que no podré llegar... voy como borracha, ¿qué dirá la gente? tomaré un coche... Dame fuerzas, Virgen santísima, para subir este Calvario... seguiré a pie, mejor, ya falta poco...

Así pensaba la tía Silda, y según sus ideas, más o menos animosas, apresuraba o acortaba el paso; en la esquina de Piedras se paró, porque al mirarse en el espejo de un escaparate, se vió de cuerpo entero, la estampa viva de esas pobres vergonzantes, viudas de pega, generalmente, que andan hocicando en las casas ricas, de mantón y velo color de ratón, con lágrimas perennes, como cristalizadas, en los ojos, y en la mano, cubierta a medias por mitones agujereados, el certificado, amarillo y grasiento, de la parroquia, lleno de borrones y de firmas ilegibles. Digo que esto se le figuró a misia Casilda, a causa del estado de ánimo en que se encontraba, y comparación tan injusta como ésta no se ha hecho, pues señora más atildada y limpita que ella no podía haberla; pero lo cierto es que se paró, deseosa de volverse atrás.

—Segura estoy que los criados de Gregoria van a tomarme por una de estas mujeres, que piden limosna para el hijo tullido, y no me dejarán pasar... esto, si no me traen, de parte de la señora, un puñado de cobres... ¡ay, Dios mío! ¿no sería mejor volverme?

Luchando entre su amor propio, que se resistía, y su cariño a Quilito, que la empujaba, llegó, y desde la esquina, miró la casa. ¡Cuántas veces había pasado por delante, la cabeza muy alta, orgullosa de poder proclamar con esta actitud, que no necesitaba de ellos, los Esteven! quién la hubiera dicho entonces... Vió ante la puerta dos carros de mudanza, y changadores que entraban y salían, y descargaban en la acera muebles, cuadros y estatuas; los sillones de brocatel, en medio de la calle, las consolas doradas y los vasos de ónix, producían singular efecto sobre la alfombra poco limpia del empedrado: era la casa de Esteven que se desmoronaba, el lujo arrojado a escobazos por la ruina, la soberbia insolente castigada por la justicia; aquellos rudos gañanes eran sus ejecutores inconscientes. Misia Casilda se acercó, dando vueltas en su imaginación a esta idea:

—¿Será cierto la marcha al Frigal? y si se van al Frigal, ¿será cierta la quiebra?

El mal trago, pasarlo pronto: la señora entró, y sufriendo los codazos de los mozos mal olientes, a la verdad, subió la escalera sucia de polvo, deteniéndose, para dar paso a un mueble que bajaban o a un changador, que subía. Arriba, en el vestíbulo, nadie: muebles por todos lados, rollos de alfombra y de cuerdas, espejos arrimados a la pared; algunas plantas, maltratadas, tristes en medio del desorden: las puertas abiertas, mostrando el piso desnudo de las habitaciones... el sol, a través de la vidriera, pintaba preciosos cuadritos de color sobre las losas de mármol... allá dentro, se oía mucho bregar y voces y el canto alegre de un canario.

—Nadie—pensaba misia Casilda,—ni un criado, ¿llamaré? ¡Dios mío! no me atrevo; ganas me dan de bajarme y echar a correr... ahí viene alguien. ¡Valor!

Cuatro changadores, con el piano en hombros, salieron por la puerta de la antesala, y una vocecita fresca decía:

—¡Cuidado! reparar en los cristales y en el farol; más despacio, agacharse un poco...

Los mozos, sudando, hipando, echando ternos y cuaternos, avanzaban, encorvados, y el mueble, negro y lustroso, parecía un animal extraño, de muchas patas; misia Casilda se apartó, y cuando la procesión hubo pasado y el piano, dando encontrones, bajaba bufando la escalera, vió delante de sí a una niña de trenzas rubias, que la miraba, pasmada de sorpresa. Y de pronto, sin saber cómo, sin que ella hiciera un ademán ni dijera una palabra, clavada por el estupor y la vergüenza, sintióse la señora estrechar en cariñoso abrazo por la niña rubia, y la vocecita fresca, que murmuraba:

—¡Oh, tía Silda, tía Silda!

Sin saber cómo tampoco, se vió en una habitación, que no habían desguarnecido todavía, ella sentada y la niña a sus pies, besándola, y repitiendo:

—¡Oh! tía Silda, tía Silda...

¡Qué buena era! había esperado la hora de la desgracia para venir, para ofrecer la reconciliación a sus hermanos arruinados; antes, de ricos, no quiso presentarse, sin duda, para que no creyeran que iba a pedirles favores, pero, ahora, que la suerte les había hecho iguales, venía, noblemente, generosamente, olvidando pasados agravios, a confundir sus lágrimas con las de la familia hermana.

—¡Ah, tía Silda, que buena es usted! yo sin conocerla, siempre me la había figurado así... Yo soy Susana, su sobrinita, que tanto la quiere, porque yo la quiero, tía Silda, mucho, muchísimo; ¡qué alegre estoy! la veo aquí y no lo creo... Es Dios mismo quien le ha inspirado este paso, y su corazón bondadoso: yo siempre rogaba por usted y por el tío Pablo, y pedía en todas mis oraciones que la reconciliación se hiciera, porque no había razón, no había razón... ¿Vendrá también el tío Pablo? hoy es día de fiesta para mí, y eso que debiera estar triste, porque, ¿ve usted tía? estamos de mudanza, los muebles van al remate y nosotros al Frigal... pobres como usted, tía Silda, pobres, después de haber tenido tanto. Pero, esto no es una desgracia, ¿verdad? la pobreza es la menor de las desgracias... Dígame algo, tía, dígame que quiere mucho a su humilde sobrinita...

Misia Casilda, conmovida, besó a Susana con placer inefable; no se cansaba de mirarla y de oírla, tan bella y tan discreta, la santita de la casa, como sabía que la llamaban: era digna, sí, de ser amada, y el pobre Quilito no exageraba cuando hacía su entusiasta panegírico... Ya la niña se había levantado y hablaba gozosa, de ir a llamar a su madre.

—Verá qué contenta se pone, tía Silda, porque ella la quiere, en el fondo, en el fondo, la quiere...

Pero, misia Casilda, temerosa, la retenía, diciendo que no deseaba incomodar, que se marchaba.

—¡Marcharse usted! no faltaba más, tía, sin ver a mamá.

Se escapó, gritando alegremente:

—¡Mamá! ¡mamá!—como un ángel que va a anunciar la buena nueva.

La señora se había puesto de pie, pálida como un cirio... y si sus piernas la hubieran obedecido, habría huído de aquella casa, donde nada tenía ya que hacer, puesto que su intención era otra bien distinta de la que la santita le prestaba: repugnábale pasar por más generosa de lo que, humanamente, se creía capaz... Y se oyó la vocecita fresca:

—¡Es la tía Silda, mamá, es la tía Silda!

Y cuando ésta buscaba con los ojos espantados un agujero donde meterse, donde no la vieran, misia Gregoria se presentó, traída de la mano por Susana, radiante... En la puerta se detuvo y las dos hermanas, frente a frente, se miraron, con asombro de verse así, tan cerca, después de veinte años; ni una ni otra habló, rígidas las dos: Susana empujó a la madre suavemente.

—Es la tía Silda, mamá; abrázala, porque es muy noble lo que ha hecho, de acordarse de nosotros, ahora que ya no somos ricos.

La de Esteven, arma en ristre, asestó el primer golpe, diciendo entre dientes, con amargura:

—¡Ah, tú aquí! ¡vienes a gozarte, sin duda, en mi desgracia!

El tono era injurioso; la actitud, provocativa. Pero, misia Casilda, que iba desarmada, se adelantó, tendiendo su mano.

—No, Gregoria, no—dijo,—vengo a verte... simplemente.

Susana dió nuevo empujoncito a la madre, y misia Gregoria tomó la mano que se la ofrecía... Y blandió el arma otra vez.

—¡Ahora te acuerdas!

Las dos manos se soltaron, después de rozarse tibiamente; y ambas hermanas sentáronse, Gregoria, pronta siempre a herir; Casilda, resignada a sufrir, sin dar el cambio, todos los golpes, que le fueran dirigidos. La de Esteven pensaba:

—¿A qué vendrá ésta? ¿qué mosca la habrá picado? ¡es ocurrencia! después de tantos años... y cuando nadie la llamaba; ella no podrá decir que haya hecho yo la menor insinuación. Si creerá que esta visita de desagravio va a hacerme olvidar su conducta con nosotros... pero, ¡ya caigo! tú vienes por el renacuajo, a ver si así, después de este paso, logras meterlo en la casa... ¡pero ya escampa!

Y la de Vargas:

—¡Siempre la misma! no sé cómo he podido yo figurarme que iba a recibirme de otra manera... ¡si no tiene corazón! ¿Por qué no habré escuchado a Pablo? me he humillado inútilmente... tres puntos en la lengua me daré, antes de pedirle nada; además... ¡están arruinados! era cierta la quiebra. Quisiera estar a cien leguas, no haber venido. ¡Ah, Quilito, Quilito!

El silencio se hacía embarazoso. Misia Casilda dijo, mirando a Susana:

—¿Esta es la mayor, Gregoria?

—Sí—contestó la de Esteven,—la mayor.

—Y a Angelita, ¿no la conoce usted, tía Silda?—intervino la niña, viendo que el silencio volvía.

—La conozco, sí, de vista.

—La llamaré...

—Déjala; no quiero molestarla.

—Voy a llamarla.

Y escapó. Las dos hermanas, solas ya, mirábanse de reojo.

—¡Qué tiempo tan hermoso!—dijo la de Vargas.

—Muy hermoso—repitió la de Esteven,—no parece de invierno.

—No parece, no... de modo que... ¿se van ustedes al Frigal?

—Sí, nos vamos al Frigal.

Esto dió pie a misia Gregoria para hablar de la situación, de cómo estaba todo, los alquileres por las nubes... luego, ¡la dichosa Bolsa! El que entra allá, sale sin pellejo. Así es, que se iban a la estancia, a reponerse; lo que no le daba vergüenza confesar, porque no era ella la única...

—Si es la peste que tenemos encima—apoyó misia Casilda,—no sé nosotros lo que haremos, sin estancia dónde refugiarnos... pero felizmente, hasta ahora no nos podemos quejar.

Nuevo silencio, que una y otra interrumpían para decir una frase vulgar sobre la vida del campo, el trabajo que da una mudanza... La de Vargas pensaba:

—Ni una palabra me ha dicho de Pablo, ¡qué mala es!... y tanto hablar de su estado de fortuna: sin duda teme que yo le pida algo; me guardaré bien de hacerlo. ¡Ay! ¿por qué habré venido?

Y la de Esteven:

—¡No me ha preguntado por Bernardino! ¡qué rencorosa es!... he de insistir en lo de nuestra ruina, porque viene a pechar... ya me ha echado una indirecta sobre la estancia.

Vino Susana con Angelita, y ésta, desgreñada, mordiéndose las uñas, se paró delante de misia Casilda, con aire de pifia...

—Esta es Angelita—dijo Susana risueña, presentándosela.—Abraza a la tía Silda, Angelita.

—Ven, monina; ¡qué pícara es! tiene tus ojos, Gregoria.

La besó, y la muchacha, en vez de devolver la caricia, soltó una carcajada estridente.

—¡Ah! la tía Silda, ¡ja, ja, ja, ja!

Y salió del cuarto riendo y haciendo cabriolas.

—Es una loca—observó misia Gregoria,—está furiosa porque nos vamos al Frigal, ¡figúrate!

Susana, avergonzada, dijo que la hermanita era una muchacha sin juicio, de la que no podía sacarse partido; Jacinto era otra cosa; no estaba allí en aquel momento, si no le llamaría, para que la tía le conociera y viera qué serio y qué hombre estaba.

—Papá se fue ayer a Montevideo—añadió la niña,—y no vuelve hasta la semana entrante, que se irá al Frigal con nosotros; él va a sentir mucho no haberla visto, tía Silda...

La de Vargas movía la cabeza, con una sonrisa forzada en los labios pálidos.

—¡Ah! está en Montevideo... ¡Ah! sí, en Montevideo.

Y misia Gregoria, con indiferencia estudiada, explicó que Esteven se había ido por sus negocios: un paseo de ocho días y nada más. Este nombre, torpemente lanzado por la inocente niña, acabó de helar la entrevista, ya de suyo glacial; misia Casilda esperaba el momento de poder levantarse, y misia Gregoria deseaba impaciente verlo llegar. Las miradas de reojo decían ahora: la de Esteven:

—¿No te vas todavía? ¿qué esperas? Ya habrás comprendido que nosotros somos como el aceite y el vinagre, y que si no te he echado de casa, ha sido por no dar escándalo, y de lástima de ver cómo te has agachado a pedir perdón... Es en balde, hija; nunca nos entenderemos nosotros... lo que yo siento, es no saber a qué has venido...

Y la de Vargas:

—¿Me despediré ya? me parece que aquí estoy de más... No, si no podía ser de otro modo: con Gregoria nunca hemos congeniado, y lo que ha habido entre nosotros, no es cosa que pueda olvidarse... Sin embargo, la verdad es que me ha recibido, con política, si no con cariño... que nunca podrá existir, ¡nunca!

Y Susana se entristecía, viendo que la reconciliación no era sellada con un abrazo fraternal; allí estaban las dos, hablando de cosas indiferentes, como personas extrañas; ¡y cuánto tenían que decirse, sin embargo! ¿no valía más explicarse de una vez? ¿por qué se mostraba tan intratable la madre, cuando la otra había dado, la primera, el gran paso? ¡Por Dios! cuántas ilusiones se forjara en los breves instantes que la tía Silda estaba en la casa; cuando la descubrió en el vestíbulo, parada, como una evocación; cuando la vió darse la mano con su madre... ¡Era su magna empresa realizada! el Señor la había escuchado, y su corazón latía de amor y de esperanza. Pero, así que misia Casilda se levantó, en medio de un silencio más largo que los otros intervalos de la conversación desganada, que habían sostenido con la punta de los labios, Susana se abrazó a ella, suplicándola no se marchara todavía.

—Aquí estoy molestando, hijita, estáis muy ocupadas...

La de Esteven, de pie, no decía nada. Y cuando misia Casilda extendió la mano, en señal de despedida, ella la tocó con la punta de los dedos, articulando un adiós tan frío, que se le quedó congelado entre los dientes. Acompañóla hasta el vestíbulo, y allí, en la puerta de la antesala, con una inclinación seca de cabeza, la despidió, volviendo luego la espalda, para hablar a los changadores... Susana besaba a la tía.

—Prométame que no será ésta la última vez que vendrá—murmuraba desolada,—usted es buena, tía Silda, y dispensará a mamá: ella es así, pero en el fondo, la quiere... ¿Vendrá pronto? ¡y si no, porque no estaremos, yo iré a visitarla a su casa, iré con muchísimo gusto, tía!

La señora retribuyóla sus caricias, prometiéndola cuanto quiso pedirla...

—¡Pobrecita! es un ángel, no puede negarse—decía misia Casilda bajando la escalera.

Y Susana, llorando, la tiraba besos como quien echa flores, con el presentimiento que ya no vendría más, porque la reconciliación no se había pactado... no, no vendría más; su empresa había fracasado y su corazón, de duelo, ya no latía como antes. Pobre santita de la casa, que así, en un momento, viera trocarse la miel en acíbar...

Ya en la calle, misia Casilda no supo adónde ir; estaba tan quemada de la conducta de Gregoria, que se asombraba de su propia paciencia: cómo había soportado en silencio el par de bofetadas con que la obsequió al entrar, sobre todo aquel ahora te acuerdas, que llevaba más filo que un puñal florentino; y luego el aire, la cara, el tono, cual si le debieran y no le pagaran... ¡Valiente papelón había hecho, y todo para salir como rata por tirante! ¡Qué candor el suyo de creer que iba a conmoverse Gregoria con solo verla, que iba a sentirse tocada en el corazón ante aquel acto de nobleza! Si en Gregoria no había que buscar más que a la hembra y a la madre, pues fuera del instinto ciego por su hombre y por su prole, no se encontraban en ella rastros de otra clase de sentimientos, y esto habíalo probado muchas veces y acababa de comprobarlo ahora. ¡Ah! si el pagaré falsificado llegaba a sus manos, la suerte de Quilito estaba jugada; felizmente, Esteven había marchado a Montevideo... Esto daría algún respiro, un plazo de ocho días era mucho en las presentes circunstancias; entretanto, se buscaría con linterna un comprador para la casa, o se harían diligencias para hipotecarla... Pero, esta pálida esperanza no podía endulzar el trago amargo que la señora acababa de pasar: sus mejillas de muñeca brotaban fuego, y la ira contra sí misma por haber cedido a aquella idea de reconciliación tardía y de fines interesados, se mezclaba a la que sentía contra su hermana, tan orgullosa en la misma desgracia; si llega en otro momento, y pide, la hubiera recibido de idéntica manera y despedido con un no tan frío, como aquel adiós, que parecía un puntapié.

—Y yo callada—decía misia Casilda, caminando sin rumbo,—como si no tuviera lengua para decirle cuatro frescas; se me han quemado los libros: cuando comprendí que mi visita era inútil, debí erguirme y tratarla de igual a igual; ¿a qué humillarse? Creo que me he contenido porque estaba delante aquel ángel, que no parece hija suya, si no... nos hubieran oído los sordos, señora Gregoria... a Pablo no le hablaré jota de esto, porque se enfermaría, y con razón, como voy a enfermarme yo, de seguro... pero, ¿a dónde voy? no sé, no sé... a casa no me vuelvo así, con las manos vacías; mi gran recurso ha hecho fiasco. ¡Dios mío! estoy tan desesperada, que me arrojaría bajo ese tranvía que pasa... Yo pienso que estos golpes de la vida la endurecen a una el corazón: estoy contenta, sí, señor, de que haya tronado el ladrón de Esteven. Dios castiga sin piedra ni palo: toma, toma... a comer cardos al Frigal ahora... ¿a dónde voy? ¿a dónde voy?

Se acordó de míster Robert. Muchas veces le había oído a Quilito ponderar aquel hombre, elogiando su honradez, su contracción, su inteligencia; y cuando ella lo sacaba de ejemplo, estimulándole a imitarle, el joven hacía burlas.

—Si eso no sirve para nada en el comercio, tía; hoy el que no es vivo y no sabe pasar por todo, con arte, se fastidia: míster Robert, por culpa suya, no ha de caer, pero le empujarán por detrás, y le tirarán de cabeza, por zonzo, usted lo verá.

Ella, escandalizada de tales teorías, le zurraba de firme, con aquel látigo de la moral casera, que tan bien sabía manejar... Puede ser; míster Robert la auxiliaría con algún consejo, si le encontraba en el escritorio, que no le encontraría quizá, por ser día de fiesta. Dirigióse a la calle Piedad: ella sabía que el escritorio estaba al lado de una tienda de juguetes y de una agencia marítima, pero pasó y repasó sin dar con él: miraba las tablillas de las puertas y no veía el nombre de Esteven... Aquí está la juguetería, cerrada; aquí está la agencia, cerrada; ¿será esta? habían sacado las tablillas, pero la puerta no parecía cerrada: empujó, y en la mampara de pino, imitando la caoba, vió una chapa de porcelana con letras negras, que decía: Esteven y Compañía. Aquí es... La señora entró.

Tres hombres había en el escritorio: uno, muy rubio, montado a caballo sobre un banco alto, y dos, de barba, con los sombreros puestos, paseando. Y el rubio decía:

—Esta es la situación: yo fuí y le hablé claro al padre y le mostré el estado de la caja y de los libros: un pasivo de doscientos cincuenta mil nacionales. Empeñarse en seguir era locura, porque en vez de ponernos a flote, íbamos a hundirnos más, y con el capital a perder el crédito, es decir, el mío, que el del socio ya andaba por los suelos, desde que su nombre salió en la pizarra de la Bolsa, por no poder pagar... Ese día, yo me resolví a la liquidación; felizmente, Esteven ha estado muy razonable, lo confieso, y bien pudo no estarlo en medio de sus compromisos, haciéndose cargo de la mayor parte del pasivo; pero, cincuenta mil nacionales para mí es mucho, es todo, es la ruina otra vez... ¡y va la tercera! Si esto es justicia y vale ser honrado, para hacer el papel de víctima siempre, que venga Dios y lo vea...

—¿Y usted cree que los bienes de Esteven alcanzarán a cubrir los créditos?—preguntó uno.

—Eso mismo se ha discutido en el concurso de acreedores—respondió míster Robert,—y hasta se piensa que sí... Es indudable que, sin la salida del doctor Eneene del gabinete, Esteven se hubiera repuesto pronto: todos sabemos sus afinidades oficiales y el uso que hacía de ellas, pero este golpe ha acabado de partirlo.

—El viaje a Montevideo me huele a mí a fuga—dijo el otro.

—Volverá o no volverá, pero los bienes responden de sus compromisos y los acreedores no se preocupan de su salida de Buenos Aires; lo que sí puedo asegurarles a ustedes es que el famoso don Bernardino es tipo de volver a dominar la plaza; ya le veremos entrar triunfante, de nuevo.

—¿Y usted, amigo Robert?

—No sé todavía... ni quiero pensar lo que haré... iré a cavar la tierra, ¿no es mejor? ¡Ah! ¡la Bolsa, la Bolsa! no la pizarra, las columnas hubiera querido yo arrancar, como Sansón, para hacer desplomar el templo maldito...

Misia Casilda, que había entrado sin ruido, parada junto a la mampara, tosió para llamar la atención: el inglés saltó del banco y vino a ella.

—Señora...

—No se moleste usted, volveré más tarde...

—¿A quién tengo el honor...?

—Soy la tía de Aquiles Vargas.

Ya los otros se despedían.

—No faltarme esta noche—dijo míster Robert,—hoy es el santo de mi padre, y mal que mal, lo celebraremos con pasteles hechos de manos de mi mujer.

Salieron los dos, y el ex socio de Jacintito condujo a la señora al sofá.

—Usted dirá, señora...

—Pido a usted mil perdones, caballero, si he venido a importunarle, pero, usted conoce a mi sobrino, y por él conozco yo sus cualidades recomendables...

Misia Casilda, francamente, no sabía cómo exponer el asunto que la llevaba, de modo que lo entendiera míster Robert y el buen nombre de Quilito no sufriera menoscabo.

—Esto es una consulta de médico, más bien—insinuó sonriendo tristemente.

Dijo que a él acudía, como hombre práctico en negocios, y perdiéndose en un laberinto de circunloquios, explicó a su manera el apuro en que se encontraba: un pagaré a saldar al día siguiente, una casa con qué hacer frente a este saldo y un comprador que faltaba, ¿qué podía intentarse? El caso era grave.

—Y tiene todos los síntomas de la peste actual, señora—observó míster Robert;—lo malo está que la botica grande, es decir, los Bancos, no despachan ya. A su sobrino de usted se lo advertí que tuviera cuidado con el contagio...

—¿Y yo, señor Robert? he gastado más saliva...

—Tanto andar con el apestado del primito...

—Eso es, ¡los amigotes! Así se lo decía hoy a mi hermano; pero, en fin, señor Robert, espero que usted me dará un consejo o una información que me sea útil; yo quiero vender esa casa, o hipotecarla o darla en garantía de préstamo, ¿es posible esto en las veinticuatro horas?

—Señora, hay casos, como éste, en que la sangría está indicada: acuda usted a los prestamistas particulares, a don Raimundo Portas, y no cito más que uno, que tiene una lanceta y un pulso de operador admirables.

—No, don Raimundo Portas, no—exclamó misia Casilda con alarma poco disimulada.

—¿Por qué no ve a Rocchio, el corredor?

—No, Rocchio, no—dijo la señora, rechazando este nombre con igual alarma que el primero.

—Pues, entonces, voy a darle una tarjeta mía para un capitalista (a usted le parecerá mentira que en esta época exista pájaro tan raro) de mi conocimiento: es un hombre que tiene su capital saneadito, pues no se ha metido en especulaciones, y compra ahora a bajo precio todas las propiedades que puede acaparar; la mía, lo único que poseía, ha pasado a sus manos así, en venta particular y por una suma irrisoria; debo prevenirla, pues, que la operación será dolorosa.

—A todo estoy preparada, señor Robert—contestó misia Casilda suspirando.

Y el inglés fué a extender la receta, como decía él con amarga ironía y la entregó a la tía de Quilito.

—Calle de Santa Fe—leyó ésta;—lejitos es; tomaré el tranvía. Señor Robert, muchas gracias...

Despidióse a estilo vulgar, con ofrecimiento del domicilio y de sus servicios, y salió con más ánimo. ¡Qué trotar aquel día la infeliz señora! No alcanzó el tranvía, y se fué a pie, porque tampoco halló coche, y después de media hora de caminata, llegó a la casa indicada, y tocó el llamador: nadie; subió la escalera de caracol, y en el primer descanso, dió dos palmadas: silencio siempre; derrengada casi, sin alientos, siguió subiendo, y allá arriba, campanilleó largo rato, hasta que salió un chico, con cara de Judas, y dijo que el señor no estaba. ¿A qué hora volvía? muy pronto, si quería esperar, que esperara. No había banco en el recibimiento, y como el condenado aquél no la invitó a pasar, misia Casilda se sentó en un tramo de la escalera; ¡ganas de llorar tenía! ¡con tal que pudiera entenderse con aquel hombre! Esperó mucho tiempo, envuelta en el mantón, conteniendo las lágrimas, suspirando, ya de angustia, ya de impaciencia, y se colgó otra vez de la campanilla, y el Judas salió y con modos dignos de su catadura, dijo que no había nadie en la casa, y que si venía por limosna, que podía marcharse, porque el patrón no la recibiría.

—No, hijo—contestó la señora con blandura,—no vengo a pedir limosna. ¿Tengo yo facha de pordiosera? Si el señor no está, dime dónde puedo encontrarle, porque necesito verle con urgencia.

—Pues el patrón... estará en casa de su compadre, calle de Entre Ríos.

Apuntó el número misia Casilda, y bajó aprisa; ni tranvía ni coche a mano tampoco esta vez: anda, anda, anda. Y la gente, endomingada, paseaba alegre, y el sol y el cielo parecían más risueños que nunca. Era el de la calle Entre Ríos un caserón de planta baja; desde la acera se veía jugar a varios muchachos en el patio: cuando la señora se acercó a la reja, apenas podía hablar, de cansancio.

—¿El señor de tal?

Los chiquillos la rodearon: uno le sacó la lengua, otro le tiró del mantón, y todos pusiéronse a hacerle pitos, descaradamente... Vino un criado y dijo que el señor de tal se había marchado ya...

—¡Dios mío! ¿volveré a la calle de Santa Fe? ¿y si no le encuentro? son las cinco; pronto obscurecerá... ¿y Quilito? llegar así, ¡sin adelantar nada! me voy a casa de misia Petronila: un desaire más, ¿qué importa? En caso de deshaucio, escribiré esta noche a ese caballero... ¡yo no me rindo!

Anda, anda, anda. Cuando entró en casa de la de Barrientos, no se atrevió pasar del vestíbulo, porque oyó mucho holgorio en la sala: voces y carcajadas y bailables tocados al piano, que se interrumpían para cantar nombres, aclamados y festejados con risas y redobles de teclas.

—Están jugando a las cedulitas—pensó misia Casilda,—ahora caigo: si ayer me invitó ella, diciéndome que pasaría un buen rato. ¡Ay! muy bueno, muy bueno, lo estoy pasando. No, ahora no puedo entrar; volveré a la calle de Santa Fe.

Anda, anda, anda. De la calle de Santa Fe a la de Entre Ríos, de ésta a la de Suipacha, donde vivía don Raimundo, de aquí otra vez a la de Santa Fe, y por último, ya encendidos los faroles, a su casa, cuerpo y espíritu abatidos por la fatiga y el poco éxito, pues no encontró lo que buscaba, ni logró ver a nadie: en la puerta, tropezó con don Pablo Aquiles, que llegaba. Miráronse.

—¿Nada?—preguntó don Pablo.

—Nada—respondió misia Casilda. ¿Y tú?

—Nada—contestó él sombríamente.

Entraron en el comedor y se sentaron: la lámpara brillaba en medio de la mesa, tendida ya con la prolijidad de siempre. Y don Pablo contó el empleo de su día:

—De aquí, sin querer ver a ese desventurado niño, porque no podría verle, Casilda, no podría verle... ¡me ha destrozado el corazón! me fuí en busca del habilitado y del subsecretario y les dije no sé qué: hasta creo que he llorado... Mi intención era pedir un adelanto que, unido a lo que tú has recaudado con las alhajitas, pudiéramos ofrecerle a ese caimán de prestamista, que ya se contentaría con una parte ahora... y si no se contentaba, menudo escándalo le armaba yo, por andar en semejantes tratos con menores de edad; pues nada, hija; me hicieron tanto caso, como a un perro: que no podía ser, que la acefalía del Ministerio... ¡Mira por donde vine a lamentar no estuviera Eneene en su poltrona! Entonces hablé a un ricachón que yo conozco, y a uno de estos que comercian con los sueldos de los empleados, pero, como me veían con la soga al cuello, me hicieron tales ofertas que, de aceptarlas, estaría condenado a trabajar para ellos, viviendo del aire, unos dos años... y me he vuelto, corrido, desesperado, porque, la verdad, hay que salvar a ese muchacho... la cosa no tiene vuelta. Y tú, ¿dónde has estado?

Tocóle a misia Casilda el turno de relatar su odisea, y lo hizo a tropezones, balbuciente, temerosa de delatarse ella misma con sus reticencias o sus rodeos.

—Pues, yo, Pablo...

Insistió sobre su consulta a míster Robert, elogiando su amabilidad y su tacto: a la verdad, el único resultado obtenido era la recomendación del inglés para aquel individuo, que nunca estaba en su casa... pero se guardó bien de aludir remotamente siquiera a la entrevista desgraciada con la hermana, con Gregoria. No lo decía y esquivaba la mirada de don Pablo, porque estaba segura que, si sus ojos se encontraban, entregaría su secreto sin resistencia; y don Pablo la preguntaba, la apuraba, espiando sus gestos, desmenuzando el sentido de sus palabras, cual si sospechara que algo había oculto y no quería mostrársele. Por último, cara a cara, hizo la pregunta, a quemarropa:

—Pero... en casa de Esteven, ¿no estuviste?

—¡No, no, no he estado!—contestó con aplomo misia Casilda.

Y cada una de estas negaciones, la reforzó con movimientos enérgicos de cabeza. Turbada, sin embargo, se levantó a desprenderse el velo, dando la espalda al hermano, por temor de que sus colores la vendieran; y se puso a mover platos y copas para mejor disimular.

—Has hecho bien—decía don Pablo Aquiles,—te aseguro que me has tenido con el alma en un hilo, de pensar que irías... ¡imagina! después de veinte años, separados por un rencor cada vez más vivo, presentarse así, de sopetón, a pedir, ¡porque tú ibas a pedir, Casilda! no te hubieran dado nada, hija, y habrías sacado lo que el negro del sermón, ítem más, el amor propio herido.

—¿Digo yo lo contrario, Pablo? Pero la desesperación me excusa de haber... tenido la idea, porque, no ha sido más que una idea loca, de ir a casa de Esteven; ¡hacerme yo ilusiones de Gregoria!

—Entretanto...

—Entretanto, Pablo, es preciso pensar, buscar: mañana vence el plazo, ¿ves? esta noche debieras ir tú a casa de ese aprovechado capitalista, que dice míster Robert: de noche será fácil encontrarle, si no, Pablo, no sé, no sé...

—¡Iré, ya lo creo que iré! ¡todo, todo, menos eso!

Misia Casilda pasó a su cuarto, impotente ya para seguir fingiendo, y echada en el reclinatorio, delante del nicho desierto, lloró largo rato...

—No, no se lo diré, porque se moriría... felizmente, nada le pedí a Gregoria, nada, pero, aun así, ha sido humillante mi visita... ¿qué no haría yo por salvar a Quilito? ¡y si no se logra tapar la boca al portugués, no le salvaremos, no! ¿Cómo he de estar yo tranquila, si sé que la honra de nuestro apellido anda en juego? ¡Madre mía, aunque te halles ausente ahora, tú me oyes, no nos desampares!

Trataba de ahogar los sollozos y no podía; don Pablo Aquiles la sorprendió así, y, aunque afligido, hizo la comedia de que se enfadaba, por lo flojas que son estas mujeres, que todo lo abultan y ennegrecen.

—Vaya, mujer, no te pongas así; con lloriqueos no vas a remediar lo que está hecho. Si para mañana no tenemos el dinero suficiente, yo me encargo de amansar al prestamista: y en último caso, hija, le ofrecemos la finquita, aunque vale más del doble; que la venda y se cobre o que se quede con ella y se la coma entera; en cuanto a Quilito, déjalo por mi cuenta: en adelante, a sus estudios, y a llevar vida de pobre... No seas tonta, no creas en eso de tiros y puñaladas: todos los muchachos dicen lo mismo, cuando algo les contraría. ¡Cuántas veces me he suicidado yo, así, de boca!

La obligó a levantarse y llevóla al comedor, diciendo jovialmente, para darle ánimo, que tenía mucho apetito, ¿qué menú había? Como día de San Juan debía haber algo de extraordinario; la señora, silenciosa, se entretenía en arreglar el cubierto del niño, mirando el lustre del cuchillo, los dientes del tenedor, palpando el pan, a fin de verificar si estaba tierno o no... Don Pablo paseaba, vuelto a su sombría preocupación... En la chimenea el viento soplaba lúgubremente... Pampa entró, preguntando si servía la comida.

—¿Está el niño arriba?

—No, señora.

—¿Cómo? ¿ha salido?

—Sí, señora.

—¿Lo oyes, Pablo? Quilito no está en casa.

—Ya volverá, hija...

—Bueno, le esperaremos.

El corazón se le había oprimido tanto, tanto, que no podía respirar; fué a la puerta del patio interior y miró a ver si había luz en el cuarto de Quilito, y estuvo mucho tiempo, con la frente sobre el vidrio helado, en la otra que caía al patio principal, y de donde podía verse el zaguán y la calle: las seis, las seis y media, las seis y tres cuartos...

—¿Qué hora tienes, Pablo?

Cuando él decía la hora justa, ella suspiraba y el corazón se la oprimía más, todavía más; pasó a la sala, abrió la ventana, y a pesar del frío, se estuvo asomada, espiando el paso de los transeuntes.

—Ahí viene alguien, ¿será él? parece que se detiene... no, sigue; ahí viene otro, pero pisa más fuerte que él...

Volvió al comedor; eran las siete, las siete y cuarto, las siete y media; no, a Quilito le había ocurrido algo. Tan asustada estaba misia Casilda, que el mismo don Pablo se alarmó.

—Te has empeñado en que tiene, por fuerza, que suceder algo... ¡qué mujeres! llamaremos a Pampa.

Interrogada, la india declaró que el niño había salido casi detrás de la señora; que, antes, subió ella al cuarto, para arreglarlo, y el niño la despidió, diciendo que ya no valía la pena...

—¿Ves, Pablo? Ese ya quiere decir mucho.

—¡Qué disparate! si esta china condenada no sabe lo que dice; a ver, ¿qué hacía el niño cuando entraste?

—Pampa no sabiendo.

Y añadió que le encontró con los pelos revueltos, muy agitado, y la regaló un cuaderno con figuras.

—¡Qué desatinar de muchacha!—exclamó don Pablo,—si estaba así, como lo pintas, ¿cómo iba a regalarte estampitas? Un buen sopapo te debió dar, por lengua larga; retírate, si no quieres que te lo dé yo.

Pero ya misia Casilda había cogido la lámpara, y dijo que iría al cuarto, a ver... Quizá, el joven había vuelto y no lo sabían; la señora delante, alumbrando, don Pablo detrás, y la india de escolta, subieron la escalerilla, defendiéndose del viento huracanado, que quería matar la luz. Arriba, faltóle el valor a la señora y entregó la lámpara a su hermano, pidiéndole entrara primero... Ya le parecía ver el cuerpo de Quilito, inanimado, en medio de la pieza. Don Pablo tomó la lámpara, y, ¿era el viento o eran sus nervios? la lámpara bailaba en su mano, a riesgo de volcarse. La puerta estaba entreabierta, y entraron... En el cuarto de estudio, todo en su sitio: los libros sobre la mesa, un montoncito de papeles rotos sobre la carpeta... En el dormitorio, nada ni nadie: la colcha de la cama revuelta, como que el cuarto estaba sin aviar, según propia confesión de Pampa, a quien el niño había dicho que ya no hacía falta.

—¿Te convences, Casilda?—dijo don Pablo,—con tus exageraciones eres capaz de volver loco a cualquiera; bajemos, que Quilito no debe tardar.

—Aquí hay un papel—saltó de pronto la señora.

—¿Qué?... ¿dónde?

—Aquí, en la almohada, prendido con alfiler.

Se abalanzaron a la almohada, pero ni don Pablo ni misia Casilda podían desprenderle, tal temblor les entró a los dos; cuando lo tuvieron delante de los ojos, no podían leer, porque el susto les cegaba.

—Lee, Pablo, que mis ojos no distinguen nada.

—Lee tú, más bien, hija, tengo la vista nublada. Vete, Pampa, aquí estorbas.

Cuando la india se marchó, don Pablo Aquiles, más muerto que vivo, se acercó a la luz, y trató de descifrar lo que había escrito, pero no podía, no podía...

—Casilda, ven, ven...

La entregó el misterioso rótulo, y se sentó en el borde de la cama, embobado, mirando en silencio a la hermana. Y entonces, cual si vinieran del otro mundo, acompañadas del viento que gemía en la puerta y sollozaba en la ventana, se oyeron estas palabras, que los labios de misia Casilda pronunciaron gravemente: ¡Padre mío! ¡tía de mi alma, perdón!... El papel cayó al suelo, y el padre y la tía, como hipnotizados, no se movieron... De pronto, la señora dió un grito y se arrojó sobre don Pablo, enloquecida... Correr a la calle, a la policía y dar parte; quizá se estaba en tiempo aún, quizá podía evitarse la horrible desgracia. ¡Quilito muerto! no, ni pensarlo: ¡Dios no sería tan cruel, la santísima Virgen de Luján no lo permitiría! Lloraba, hablaba, se revolcaba en la cama del querido niño, besando las almohadas, estrujando las sábanas: que fueran a buscarle, que se le trajeran, pronto, pronto, pronto... Don Pablo, ahogado, ensayaba calmarla: no debían interpretar así el papel, porque era muy natural que Quilito pidiera a su padre y a su tía por escrito, el perdón que no se atrevía a pedir de viva voz; decía simplezas como ésta, tartamudeando, y después de vano esfuerzo, concluyó por llorar él también, abrazado a los hierros del lecho.

—Pero, ¿no te mueves?—exclamó misia Casilda,—corre, vuela a la policía, no pierdas tiempo.

Le arrastró, y dando traspiés, como ebrios, salieron los dos, bajaron la escalerilla atropelladamente.

—¡Quilito! ¡Quilito!—clamaba la señora.

A sus lamentos, acudieron Pampa y la genovesa... En el comedor, la tía Silda echó sobre los hombros de don Pablo el sobretodo, le puso el sombrero de través, y le dió el bastón, por la contera.

—Te vas a la policía—recomendábale sofocada,—y le hablas al jefe, al mismo jefe... y que le busquen, que le busquen... ¡Dios mío! ¡todo el tiempo que se ha perdido! ¡ya estará muerto, muerto! yo voy a salir también, a recorrer las comisarías, y las calles... Vete, vete.

Don Pablo dejaba hacer, como un maniquí, sin hablar. Y a empujones, la hermana le echó fuera. Pero, no había dado un paso en el patio, cuando alguien llamó a la puerta, y luego a la reja, con tal apresuramiento, que daba a entender la prisa que se traía.

—¡Quilito! ¡Quilito!—gritó la tía, corriendo desaforada al zaguán, en la esperanza que fuera el querido niño...

No, no era Quilito: era un hombre alto, con muchas barbas, era Agapo.

—Tú traes noticias de él—exclamó misia Casilda,—dime, dime, ¿dónde está?

El filósofo, turbado, balbuceó que no sabía nada, que no traía ninguna noticia...

—Sí, sí—insistió la señora,—te lo conozco en la cara; vienes pálido, con los ojos hinchados... y sin embargo, no estás borracho, no.

Agapo se adelantó, a fin de evitar la luz del farol, y dirigióse a don Pablo, que no se movía, en el umbral del comedor.

—Tengo que hablarle—díjole rápidamente,—sígame, afuera, en la calle.

El bastón cayó de las manos temblorosas de don Pablo Aquiles... Misia Casilda se había precipitado al atorrante, y le obligó a entrar y a ponerse delante de la luz, que quería evitar.

—Te digo que estás pálido, Agapo, no lo niegues, ¿qué le has soplado a Pablo ahora? tú vienes a hacer de lechuza aquí... dime, dime, ¿dónde está Quilito? ¿qué ha sido de Quilito?

Le sacudió desesperada, asida a su brazo inerte, y a este violento impulso, una lágrima cayó de las pestañas del filósofo y fué a perderse en el matorral de sus barbas.

Esta lágrima lo dijo todo... Misia Casilda se desplomó en los brazos del desventurado don Pablo Aquiles, y éste, bajo el peso de su hermana y de su pena, se postró en tierra, llorando... y Agapo, por la primera vez de su vida, sintió en el corazón la cruel picadura del dolor.

X

...y se encerró en su cuarto, con doble vuelta. Corrió las cortinas de la ventana, a causa del sol indiscreto que a ella se asomaba, y después de escuchar un momento, si se sentían pasos en el patio o en la escalerilla, retiró cuidadosamente del bolsillo de su gabán claro un objeto y lo colocó sobre la mesa: ahí estaba el pequeño revólver, como un juguete de brillante acero: Quilito, inclinado, lo miraba, con esa fijeza con que los condenados a muerte miran el instrumento de su suplicio. ¡Ah, si la pobre tía supiera! sus veinte nacionales habían servido para comprar la terrible alhajita... ¿No estaba empeñada generosamente en salvarle? ¿qué mejor medio de salvación que aquel, tan fácil y expeditivo? Lo demás, era manotear en el vacío, pretendiendo volar, cual si los brazos fueran alas. Que se pagaba al portugués, y esto era muy problemático, evitando así el descubrimiento de la falsificación, ¿y luego? Rocchio, el del Progreso, y los otros; aun trampeando de aquí y de allí y encalleciéndose las manos en el trabajo... El juego tan sólo, pero no se acercaría ya al tapete: su última carta estaba jugada. ¿A qué luchar más? Si su destino era ese, lo aceptaba sin pestañear: él había entrado en la vida por la puerta color de rosa, como convidado que acude a espléndida fiesta, a deleitarse con manjares y músicas y placeres sin cuento, y encontró el salón a obscuras, la mesa del banquete desierta, pan y agua por todo manjar, los demás invitados de blusa en vez de frac, y no escuchó más música que la del arado, de la azada y del martillo... ¡ah! no, ¡muchas gracias! él no había venido para eso, ¿por qué le engañaron? ¿a qué le trajeron? si no existía algún medio de hacer como aquellos pocos, que no visten blusa, y se pasean y divierten, se marchaba. ¿Había uno? ¿y no era necesario sudar ni quebrarse la cabeza? no, mucho pulso y buena suerte. El pulso, no lo tenía; la suerte, le había faltado: ¡adiós, y hasta la eternidad! Pero, al irse para siempre, desengañado, no lo hacía sin amargo pesar, de separarse así de su padre, de su tía y de su novia... poderosa trinidad de afectos, que le ligaba al mundo, del que quería salir. ¡Susana! este recuerdo enternecióle, y lloró su primero y único amor... La vida es un viaje de recreo, en que no se paga el billete, pero sí los vidrios rotos; Quilito saldaría su cuenta de daños y perjuicios, y se iría allá, muy lejos, a otra parte, donde el trabajo no fuera una ley. ¡Quién sabe! dicen que hay otros mundos, bien distintos de esta miserable y carcomida nuez que habitamos, ¿por qué no encontraría en alguno la felicidad que él buscaba? Y si no los había, ni podía encontrarla, valía más dormir eternamente dentro de la caja del cementerio, que andar soñando aquí abajo, como sonámbulo.

Cogió el revólver y lo examinó, hizo jugar el gatillo, colocó las balas diminutas, y delante del espejo, como aquel suicida célebre, se paró, acercando la boca del arma a la sien...

—¡Qué sensación tan extraña!—dijo contemplándose en aquella actitud,—el acero está tan frío, que parece recibirse el beso de una muerta... Pensar que sólo con mover el dedo ya está todo concluído... pero, no aquí; sería muy cruel para ellos, mis viejos queridos del alma, que ahora mismo, allá abajo, sufren la inmensa pena que les he causado, y se esfuerzan por salvarme. Voy a poner este chisme sobre la mesa y a escribirles largamente, confesando todo; quiero que me perdonen, porque sin su perdón, no me iría tranquilo... ¿qué dirá de mí, papá? ¡tanto esperar de su Quilito! tengo la pluma en la mano y el papel por delante, y no sé qué decirle; me da vergüenza confesarle que su hijo es un falsificador... no, no se lo diré, no le escribiré nada; vale más irse en silencio, sin despedirse... Romperé esta carta y escribiré dos líneas pidiéndoles perdón, porque sin el perdón no me voy, no me voy... A Susana, sí, una carta muy larga, para que se acuerde de mí, para que rece por mí, ¡qué desgracia la mía! tan feliz que podía haber sido, y no he podido serlo, a causa de esta tendencia maldita, que lo reconozco, me lleva por otro camino que el del trabajo, que, forzosamente, fatalmente, estamos obligados todos a seguir; yo creo que en mí hay algo del tío Agapo, solo que él se contenta con lo que tiene, y no hace nada, y yo he deseado tener más, sin hacer nada... Lo que he puesto el nombre de Susana, la mano me ha temblado: ahora lloro, ¿me faltará valor? ¡ay! no puedo pensar en mis viejos y en ella, sin afligirme... Tiíta Silda, estoy seguro, ha de guardar mi secreto, y si logra recuperar el pagaré, mi falta no la sabrá nadie, nadie más que ella y Dios; esto me consuela, porque la idea de que había deshonrado a mi padre, después de arruinarle, y que él lo supiera, y que Susana lo supiera, y que todos lo supieran, amargaría más mis últimos momentos... ¡Adiós! Susana, no me olvides, ruega al cielo por tu desgraciado Quilito... Ha salido muy borroneada, pero podrá leerla; aquí está ya cerrada, con la dirección bien puesta: cuando me encuentren, me registrarán, y no faltará una buena alma que se la lleve... También le escribiré al comisario, diciéndole que a nadie se culpe de mi muerte: así hacen todos los que se matan, ¡cuántas veces lo he leído en los diarios! esta carta la guardaré en el bolsillo, con la otra. La despedida a mis viejos, voy a ponerla en sitio visible... ¡ay, Dios mío! ¡cuando entren y la vean! ¡pobrecitos!... aquí, en la mesa, la haría volar el viento; ¿dónde la pondré? en la almohada, prendida con un alfiler... ¡así! ¿estoy pronto ya? saldré de puntillas, para que no me sientan, pero, antes voy a asomarme a la ventana, a ver si viene alguien... ¡Han llamado! y no he oído pasos en la escalera, ¿será papá? no, si es él, me mato aquí mismo: su presencia me sería insoportable... ¿Quién es? ¡ah! es Pampa... algún recado de tiíta Silda... el revólver aquí, en el bolsillo, bien disimulado.

Abrió, y entró la india, diciendo que venía a arreglar la pieza, pero él quiso despedirla, porque ya no valía la pena.

—Mira, deja las cosas revueltas como están, y vete.

La tomó del brazo y empujóla hacia la puerta; ella se resistía, mirando al joven con sus ojos extraños.

—Niño no queriendo Pampa—dijo pronunciando lentamente, con la singular entonación que acostumbraba,—niño pegando ayer Pampa, ¿por qué?

—Porque eres muy mala y desobediente.

—¿Qué queriendo decir desobediente?

—¡Qué gracia! desobediente es aquella persona que no hace caso de lo que se le manda.

—¡Ah! ¡Pampa haciendo siempre caso! ¡Pampa estando muy triste... anoche soñando que madre haber muerto! ¡cristiano matando con cuchillo muy largo... yo queriendo morir también!

¡Pobrecilla! con las manos, deformadas horriblemente por los sabañones, restregábase los ojos, haciendo ese hipo lastimero del niño que va a llorar; Quilito, compadecido, la acarició los pelos cerdosos, irreductibles a la disciplina de la peineta.

—No llores, tonta, que eso que has soñado es una mentira muy grande; todo lo que se sueña es mentira, ¡te lo digo yo! tu madre está sana y buena, y un día de estos vendrá a verte. ¿Por qué crees que yo no te quiero? ¿no te acuerdas que el día aquel que llegaste en ese vapor, fuí yo con tiíta a buscarte y te regalé confites?

—Sí, sí, ese día quitando madre Pampa, y hermanitos... ¡Pampa no verles más!

—Bueno; si te he dicho que has de verles pronto... no llores así, que te pones muy fea... y después te he enseñado a leer, y a escribir y a contar: si no sabes bien todo esto, es que no eres muy despejada... Y para probarte que el niño te quiere, voy a regalarte una cosa.

Súbitamente, la india dejó de gimotear.

—¿Ves este álbum? todo llenito de figuras: pues te lo doy, para que te acuerdes del niño y seas buena y aplicada; te lo doy, con una condición: que has de ser fiel y sumisa para el señor y la señora, que te visten, te alimentan y te educan... que los cuidarás bien, si se ponen enfermos... ¿me lo prometes?

Pampa dijo que sí con la cabeza y recibió el álbum, muy sorprendida de ver llorar al niño.

—Ahora, vete, vete.

La india salió, con el cuaderno bajo el brazo, la cara de bronce inundada de lágrimas y mocos, que ella limpiaba a lengüetadas, mientras bajaba la escalera; Quilito, en la ventana, la miraba.

Este incidente le había conmovido; bien es verdad, que su corazón desbordaba de amargura en aquel momento supremo.

—Me ha hecho llorar esta criatura; ¡pobre Pampa! ahora me duele haberla pegado ayer, tan injustamente... ¡qué hermoso día! para estar alegre, para ser feliz... No saldré hasta que tiíta no salga, si no, me atajaría en el patio, y me molestaría a preguntas, y quizá, no me dejaría marchar, de miedo... y va a salir, porque desde aquí la veo en el comedor, de velo puesto... hasta les oigo hablar, aunque no distingo lo que dicen: ¡esto es lo que más me aflige! ¡si yo no lo merezco, viejecitos de mi alma, que así os preocupéis por mí! soy un miserable, indigno de vuestro cariño, que no he sabido hacer vuestra felicidad, como era mi deber; ya lo veréis: Quilito muerto, quedaréis tranquilos, disfrutaréis en paz de vuestra rentita; y Quilito morirá, porque es un estorbo y una vergüenza para su familia, porque no quiere ser un segundo Agapo, como tiíta lo profetizó con tantísima razón... ¿otra vez llorando?... tiíta se levanta, sale... ya sonó la reja, ya está en la calle, ¿a dónde irá? a poner en práctica el medio de que me ha hablado, a arrastrarse, a cavar la tierra, como ella dice... ¡y por mi culpa! ¡ah! no merezco perdón: lo que he hecho es inicuo... no se moleste usted, tiíta: si el medio, el medio infalible, aquí lo tengo, en el bolsillo. Llegó la hora: me voy, no sea que papá suba y me sorprenda... no puedo respirar, tiemblo como si tuviera miedo, y no tengo miedo, pero sí tristeza, mucha tristeza...

Fué al dormitorio, y de la percha descolgó el sombrero; la vista de objetos que le eran familiares, le causó emoción tan grande, y sobre todo, el papel clavado en la almohada, a manera de fúnebre inri, que se puso a sollozar.

—Es una vergüenza, pero no puedo contenerme: sí, aquí, en este cuartito, he vivido soñando... ¡qué ilusiones! ¡para llegar a esto!... ¡en marcha y tener valor!

Salió, descendió de puntillas y miró por los vidrios de la puerta del comedor a don Pablo Aquiles, de espaldas, sentado; tenía la cabeza sobre la mano, y esta mano pasaba, de vez en cuando, por sus ojos y por su frente.

—¡Sufre, sufre, y por culpa mía! Ya voy a hacerme justicia, papaíto de mi alma; no nos volveremos a ver, pero Quilito no te dará más disgustos. ¡Adiós, papá, adiós!

Atravesó el zaguán, abrió la reja y se fué por esas calles, sin rumbo.

Todos paseaban en aquel día de San Juan, todos estaban alegres, todos parecían felices; los tranvías iban llenos de gente, ávida de respirar, de divertirse, satisfecha de vivir...

—Quisiera hacer como todos hoy—pensaba el joven,—reirme, gozar... ¡parece que soy yo solo el triste y el desgraciado! ¡ay, no! que están mis viejos, que ya no volverán a reír ellos tampoco... ¿por qué he tomado esta calle? iré por el río, es más solitario... pero, antes, pasaré por casa de Susana, quiero despedirme de ella: ¡cuántas veces he seguido este camino! en esta cigarrería entraba a comprar cigarros, en aquella esquina me esperaba el italianito vendedor de diarios: daba luego mis tres paseos frente a la casa de Esteven: ella, en el balcón o detrás de la celosía, me miraba y me sonreía, y así que desaparecía, me iba al escritorio de Jacinto, y después a la Bolsa, ¡la Bolsa! ¿por qué habré pisado la Bolsa? no me vería en la que me veo.

Caminaba muy despacio. Así llegó a la casa de Esteven y el mismo espectáculo que sorprendió a misia Casilda, le chocó a él igualmente.

—Susana me escribió que se iban al Frigal, pero no creía yo que fuera tan pronto... ¡Se va entonces a la estancia! y pobre, completamente arruinada; con qué alegría me lo dice en su última carta: «Ahora que somos iguales, no habrá más obstáculo a nuestra felicidad que la desavenencia de las dos familias, pero de esto me encargo yo.» ¡Siempre la misma, confiando en Dios! bien se ha portado Dios con nosotros, que no ha querido oírnos... Allí está el balcón, por donde ella me aparecía: un changador se ve ahora, triste representación de la realidad... Tú no me ves, Susana, ni puedes oírme, pero, desde aquí, te digo que te quiero, que te adoro: ahí va un pedacito de mi corazón destrozado, ¿sabes? todas tus cartas las he quemado, conforme me indicaste: nadie sabrá nuestros secretos... ¡adiós, Susana, adiós!... vamos, si sigo aquí, concluiré por llorar...

Dió una última mirada a la casa, y marchó más aprisa; atravesó la plaza de la Victoria, y desviando sus ojos de la Bolsa, bajó la barranca que lleva a la estación y entró en los descuidados jardines del paseo de Julio; en un banco apartado descansó un rato, dando vueltas en sus manos al junco, y en su cabeza a la idea de suicidio, que le dominaba.

Echado sobre el parapeto, se entretuvo también en la muda contemplación del río soberbio, de los botes que se balanceaban, de las toscas verdinegras que las aguas iban cubriendo poco a poco; de los pilluelos, desnudos de pie y pierna, que jugaban en la orilla con barquichuelos de papel... En cuchillas sobre la roca, con una larga caña guiaban la frágil armazón que, deslizábase como barco de verdad, hasta tanto el agua no comía su mal blindado casco; así, hacían regatas inverosímiles, distinguiéndose los botes rivales por medio de banderitas de color, enastadas en canutos de paja... En el jardín, correteaban los niños, haciendo de caballitos briosos, duros de boca, dando corcovos y coces... Quilito siguió andando, lastimado de ver reír a todos, y que la decoración de aquella tarde de invierno no estuviera en armonía, con las tristezas de su alma, ¿por qué no se nublaba el cielo? ¿por qué no se escondía el sol? ¿por qué las gentes no cantaban en coro la oración de agonizantes, si él iba a morir? Esta idea de la muerte dábale escalofríos. Ahora poco, había visto un bote de papel, que un golpe de caña hizo zozobrar, y que, sacado del agua y bien escurrido, pusieron a secar al sol; pues al rato, este bote navegaba otra vez como si tal cosa, desafiando a sus rivales nuevecitos... Quizá él cometía una gran tontería en pegarse un tiro, por pérdidas de juego; si todo el que pierde se matara, aviados iban a estar los jugadores. El instinto de conservación, siempre despierto, le soplaba al oído que bien podía esperarse un poco, que la tía, por ejemplo, ensayara el gran recurso que decía: reconquistado el pagaré, lo demás era cosa de poca monta; a Rocchio y comparsa se les pagaría o no, según las circunstancias, y por eso no había de dejar de ser él tan caballero y tan decente como el que más. Fulano, zutano y mengano habían hecho lo mismo, y no se les ocurrió tomar billete para el otro mundo con un pistoletazo; al contrario, ahí andaban tan frescos... Mejor era volver a casa, y ver si tiíta Silda consiguió algo, ¿no dijo que iba a vender la finca? pues con eso había de sobra para arrancar el pagaré del poder de don Raimundo... Eso es, y luego echarse panza arriba, para que los dos viejos, arruinados, le dieran de comer, y le vistieran y le costearan sus lujos, como antes, y meterse de nuevo en la Bolsa, ávido de desquite, para hundirse más en el pantano. El estaba convencido: trabajar, no podía, de ninguna manera; sujeto a un sueldo, sin porvenir, vegetando, aunque no tuviera que mover los brazos, como Jacinto, tampoco...

—Soy más canalla de lo que yo creía—se dijo;—me parece que tengo miedo, y por eso me vienen estas ideas de encadenarme a la vida... ¿miedo de qué, estúpido? si es cuestión de un momento: se mueve el dedo y ¡zas! ya está. He dicho que no quiero la vida, no la quiero: quédense ustedes con ella, y divertirse; prefiero ser comido de gusanos y no que la miseria me devore... Yo creo que la fría impresión del revólver sobre la sien, me dura todavía, y es por eso que el valor me abandona; siento el peso del arma en el bolsillo, y la sangre se me hiela, ¡soy un cobarde! pues no, no lo soy y he de probarlo... En lugar de apuntarme a la cabeza, me apuntaré al corazón: así, la muerte vendrá más pronto; ya te enseñaré a no brincar como ahora, saltarín de los demonios. Tendría que ver que volviera a casa, después de darles el gran susto; si no tengo valor para matarme, ¿iba a tenerlo para mirar a mi padre frente a frente, y para vivir de él, como lo he hecho siempre? en mi casa soy un estorbo, y en el mundo no hay sitio para mí... Me irrita la alegría de esta chusma...

Salió del paseo y se metió en los sauzales del río: allí estaba más a gusto, más solo, y podía llevar a cabo su propósito sin dificultad, porque en aquel paraje no lucía el sol: arriba, el dosel tupido de los sauces llorones; delante, el río, desenvolviendo sus aguas turbias; detrás, la ciudad, con sus ronquidos de gigante. El tren del Norte pasaba, resoplando y silbando... Quilito sintió frío y se abrochó el gabán; un calambre del estómago le hizo recordar que no había comido aquel día.

—He debido tomar algo—pensó,—para tener fuerzas: si el cuerpo desfallece, el espíritu se amilana... No es extraño, pues, que me sienta sin valor y eche mano de todos los sofismas de la cobardía para convencerme que no debo suicidarme; a los condenados a muerte, se les da un cordial, para que resistan: con razón, el armero me preguntó si iba a batirme, porque estaba muy pálido... pálido de debilidad y no de miedo, debilidad de estómago, entendámonos... aquí me encuentro mejor... pero, todavía no, más tarde; hay tiempo.

Sentóse sobre un tronco, suspirando. Y se quedó absorto, mirando correr las olas, que se perseguían las unas a las otras, encrespadas de furor, e iban a morir mansamente a sus pies... La lucha interna seguía, entretanto.

¡Qué triste! era dejar así la vida, lejos de los suyos, en la aurora risueña de los veinte años; se pegaría el tiro, bueno, ya lo había dicho y cumpliría su palabra, pero su cuerpo quedaría allí sobre la maleza, como el de un perro callejero, y pronto vendrían los curiosos y los vigilantes, y le registrarían, aún caliente, con sus manazas rudas para saber quién era, y sin miramientos, como se carga la res que se acaba de desollar, le colocarían sobre sucias angarillas y le llevarían a la comisaría, al depósito de cadáveres, hasta que papá o tiíta Silda vinieran a reclamarle. ¡Qué triste! ¡qué triste! ¿no sería mejor arrojarse al río, con una gruesa piedra a la cintura, para quedarse allí abajo dormido, y que nadie, nadie, volviera a verle? ¡ay, no! el ahogarse cuesta mucho, se sufre y la muerte tarda en venir... ¿Qué hora era? el sol iba a ponerse, y bajo los sauces se sentía más frío que antes: cuando la noche cerrara del todo, entonces, entonces... ¿Qué harían en su casa? los viejos estarían esperándole: a su cuarto no habían de subir, hasta que el retardo no les alarmara. ¿Habría conseguido algo tiíta Silda?

—¡Padre mío! ¡tía de mi alma, perdón!—murmuró, repitiendo las palabras de su despedida.

Si fuera, no iría, era una suposición... si fuera y les sorprendiera en el comedor, ¡qué alegría! allí mismo se echaba a las plantas del padre, prometiendo regenerarse, ser bueno, ser trabajador, y tiíta Silda, mostrándole, muy risueña, el pagaré de don Raimundo, le decía:

—Aquí lo tienes, pero, ¡cuidadito en adelante!

Y el cobarde instinto de conservación, le quemaba las orejas.

—No te mates, tonto, que la vida es muy buena y muy agradable; una vez hecho a ella, ya verás... Si no tienes más que veinte años, y por eso, inexperto, exageras tus faltas y crees que no podrás sobrellevarlas; pero piensa en tanta cosa de que vas a privarte, de que todos se hartan a dos carrillos, y que tú, por flojo y tío melindres, te irás sin catar siquiera... Mira Jacinto, ¿no ha hecho lo que tú? es cierto que no ha falsificado firmas... esto de la falsificación es fácil remediarlo con la venta oportuna de la finquita... pero Jacinto ha jugado y ha perdido, y sin embargo, no piensa en matarse; ahí le tienes en una oficina, mano sobre mano, viviendo del erario. ¿Crees que el mundo va a despreciarte, porque no pagues? si el no pagar está a la moda, y es muy high-life; y mira, hijito, al mundo con el pie, si no quieres que te monte encima. Además, piensa que es muy doloroso morir a tu edad, y estarse pudriendo tierra tontamente, mientras los otros ríen y bailan sobre tu sepultura... ¿Sabes lo que sucederá después que te dés el tiro? te llamarán malogrado por los diarios, y requiescat in pace; a los dos días nadie se acuerda del santo de tu nombre: no olvides el refrancito: el muerto al hoyo, y el vivo al bollo; sólo papá y tiíta Silda te llorarán hasta la consumación de los siglos y esto será el único resultado de tu suicidio; bien triste, ¿no es cierto? ¿Y no te parece, hijito, que aquí hace mucho frío, que el suelo está muy húmedo, y que, ahí, encima de la maleza, se debe estar muy incómodo? ¿y no temes que la mano te tiemble, en el momento de disparar, y vayas a herirte malamente, y en lugar de volver muerto a casita, te lleven herido, para sufrir dolores y apósitos y visitas de médico? créeme y fíjate bien en lo que voy a decirte: tu falta, a los ojos de la moral, siempre pudibunda, es grave, naturalmente, no tiene vuelta de hoja, pero, tal como andan hoy las cosas en nuestro país, es una chiquillada, una gracia, que más que la censura, despertará la risa, con esta frase por todo comentario: ¡Qué diablo de muchacho! este Varguitas es muy vivo... No tiene más que hacer, pues, que ponerte bajo la égida de un fantasmón de la política, un Eneene cualquiera, y verás cómo esa falta, que a ti te parece tan deshonrosa, sirve maravillosamente para tu carrera, y recorres de un salto la escala, mientras los que se emperran en hacer el desairado papel de honrados, vegetan en los últimos tramos... ¿Qué no? ¿no te convenzo? ¿eres honrado, tú también? ¿tienes delicadeza? ¿tienes vergüenza? pues, hijo, pégate el tiro, porque, francamente, no sirves para nada... pero, ¡cuidado no tiembles!... ¿Y Susana? ¿qué me dices de Susana? ¿has visto porteña, más deliciosa? y la dejas, para que se la lleve otro: tú comprendes que, siendo como es, no quedará para vestir imágenes, y aunque constante y santa, por añadidura, no va a guardarte duelo toda la vida; fíate y no corras: las santas son de carne y hueso, por más que digan, y cuando la carne habla, no valen disciplinas, hijo... Ahí tienes: Susana hubiera sido tuya, a la larga; no lo dudes. Esos tiquis miquis de los viejos tenían que acabarse, y si no se acababan, porque, en tu familia, las mujeres son muy tercas, cargabas con la santita a cuestas, y a vivir; las santas se dejan robar también, cuando llega la ocasión: no habrás visto a ninguna defenderse, si entran ladrones en la iglesia... ¿Tampoco te convence esto? entonces, a matarse, y de prisa.

Quilito se descubrió la cabeza; tenía fiebre. La marea le mojaba ya los pies, y se retiró al otro extremo del tronco: miraba el agua avanzar y decía:

—Cuando llegue hasta aquí y los faroles del muelle se enciendan, entonces, entonces... Es inútil, será cierto y muy razonable todo eso, pero yo no quiero la vida, lo repetiré cien veces; ni ante mi padre, ni ante Susana me atrevería a presentarme ahora, aunque estuviera seguro del perdón del uno y del amor de la otra. No y no. Aun en el supuesto de que pudiera echarse tierra sobre la falsificación... ¿qué porvenir me espera? ¡trabajar, trabajar siempre! porque de esto sí estoy convencido, el juego no saca de pobre a nadie: los jugadores son ricos de relumbrón, y aun así, en las raras ocasiones que la suerte les permite brillar, pues, a lo mejor, se quedan a obscuras por larga temporada... y con franqueza, yo no podría trabajar, no podría; ¿acaso me voy a poner detrás de un mostrador? ¿a entrar de cagatinta en una oficina? ¿a ir de guardador de ovejas a una estancia? ¡sería vergonzoso! y como carezco de capital, me sería imposible emprender un negocio cualquiera... Creo que, si lo tuviera, el capital, lo jugaba de un golpe, a ver... No sirvo, pues, para trabajar, y no pudiendo avenirme, naturalmente, con mis gustos y mi educación, a hacer las del tío Agapo, me doy yo mismo el pasaporte... Ya llega, ya llega el agua y el farol de la punta del muelle está encendido... pero, todavía no...

La noche cerraba, y bajo los sauces el frío y la obscuridad aumentaban; sobre la superficie del río, brillaban, desparramadas, lucecitas amarillas, a lo lejos, que se movían, como fuegos fatuos. En el cielo, ni una estrella; los ecos del paseo se habían acallado... Quilito sacó el revólver.

—A ver quién es más valiente—dijo acariciando el arma;—por mí te prometo que no he de temblar; pero no vayas a echar el tiro por la culata: recto al corazón y me lo partes, para no sufrir más...

Suspiró, guardó otra vez la alhajita y abandonó el tronco, internándose en el sauzal. Un hombre iba delante de él, andrajoso, con un saco a la espalda, recogiendo los residuos de toda especie que encontraba: huesos, ramas, papeles, trapos, canturriando para amenizar su faena; llegó así a un sitio, cerca del terraplén del ferrocarril, en que había dos enormes caños de estos que debieran servir, y no sirven, para las obras de salubridad, abandonados, y se sentó sobre una piedra, dejó el saco repleto en el suelo, sacó la colilla de tras de la oreja y la encendió... A la luz del fósforo, Quilito reconoció al gran Menipo, o sea Agapo, en prosa llana. Ya el otro le había sentido, y se vino derecho al bulto, con la cerilla en la mano.

—¡Sobrinito!—exclamó el filósofo,—¿qué haces aquí, en mis dominios? Vienes a visitarme, ¡qué amable! pues, haremos los honores, como corresponde... Esta es mí casa: ¿ves ese caño maestro? ahí tengo el dormitorio; bien tapado por un extremo, echo el poncho y duermo dentro muy abrigado y a gusto; el otro, más pequeño, me sirve de despensa... mi lavabo está enfrente: el río, con agua limpita y fresca... y nada más, no necesito más... hasta chimenea tengo: el sol, de día, y de noche no me faltan ramas secas para hacer una hoguera. Pero, ¿qué demonios te ha dado por venir aquí? es ocurrencia, ¡ajo! ¿has comido? no te invito, pues tú vendrás de esos cafeses de lujo, harto y reharto... pero no creas que mi cocinero es malo; voy a encender mi hoguera: hoy es día de San Juan.

En un periquete, preparó una pila de rastrojos y la prendió fuego. Y sentado en la piedra, sonreía al sobrinito, quien, a caballo sobre el caño pequeño, miraba, ensimismado, la alegre llamarada...

—¿Qué tal mi chimenea? no hace humo, como las de los ricos... Pero, explícame, ¿cómo te encuentras por estos andurriales? ahora, cuando te vi, se me figuró que serías alguno de esos pilluelos, que vienen a robar en mi despensa: por eso me eché encima de ti, sin prevenirte... Ni soñaba, hijo, que pudieras ser tú, ¡ajo! ¡miren al Varguitas, el rey de los cajetillas, en casa del tío Agapo! Me pareces triste, Quilito; estás paliducho, con muchas ojeras... vamos a ver, ¿de qué lado te duele? El tío Agapo es médico, y de los buenos, precisamente porque no ha estudiado: el estudio seca la mollera y hace evaporar el talento; mira si no: los que se comen los libros son, generalmente, los más brutos... Conque, dime lo que te pasa, ¿es un dolor de bolsa lo que sientes o, simplemente, una nanita pasajera?

El joven quiso sonreir, y contestó, con esfuerzo, que ni la Bolsa ni la prima venían a cuento ahora; él andaba por allí... por capricho, porque le daba la gana.

—Bueno, hombre, no te enojes; el geniecito de la familia...

De la despensa retiró una botella y un trozo de pan, y del saco un envoltorio que, una vez abierto, dejó ver apetitosos relieves de pavo asado y pasteles y rosquillas de maíz.

—Anímate, hombre, y prueba un bocadito; si te digo que mi cocinero es de primera, ¿qué tal? ¿me doy yo la gran vida o no? ¡ya ves cómo me regalo el estómago, y esto es de todos los días, que, para mí son siempre de fiesta, ¡pavo y pasteles! cuántos, de casa propia, no lo catarán hace siglos; ayer tuve pollo, y anteayer también, y un habano, de postre, enterito, ¿eh?...

Quilito le miraba comer, y su estómago, en ayunas, excitado por los ojos y el olfato, rezongaba, impaciente. Con mucho gusto hubiera trincado con el tío, pero le daba vergüenza mostrar que tenía hambre; un traguito, sí, bebería, para no desfallecer en el trance fatal, pero le repugnó ver a Agapo chupar la boca de la botella con sus labios grasientos.

—Tampoco querrás beber—dijo el atorrante,—no hay vaso y somos muy delicados; pues así es la mejor manera de apreciar el vino, ¿me creerás? he pasado tres días sin probar gota, porque a Nanita le había prometido no emborracharme, y siempre caía en falta: con el vicio no se puede luchar, hijo; cuando no tomaba, me dolía la cabeza, no dormía bien... en fin, para mí el vino, es como el riego para una planta: me secaría y quedaría en los huesos, si no bebiera. Pues, el otro día, me presenté algo mareado, lo confieso, y mi santita me excomulgó y arrojó de casa, condenándome a ocho días de destierro, en penitencia... Para volver a su gracia, me juré a mí mismo aborrecer el vino... por una semana: he pasado los peores días de mi vida, ¡ajo! pero, yo no le aflojaba al cuerpo, y le decía: ¡Aguante usted so vicioso! ¡y no le di ni esto! en tres días... Cuando ayer supe la culada del hermano Bernardino, y que al otro pájaro del Ministerio le habían también colgado la galleta, te digo que mona más a gusto, no la he tomado nunca: pasé cantando el ¡Oíd mortales! por su casa, con tales gritos, que la gente salía a las puertas, y de miedo que los vigilantes me aguaran la fiesta, me vine a mi palacio y aquí la continué, en la alegre compañía de algunas de mis aristocráticas relaciones... Se bebió y se cantó, hasta la madrugada, ¡ajo! ¿te parece a ti, que no iba a estar yo alegre? ¡pillo, ladrón!

La llama de la hoguera dábale un aspecto siniestro, así, con el chambergo ladeado, los ojos fulgurantes de odio, la navaja abierta en la mano, que blandía, como si quisiera despachurrar a alguien. Quilito no le hacía caso, abstraído.

—¡Pillo, ladrón!—repitió el filósofo,—ya las pagarás todas juntas: esto no es nada; si él es el culpable de que yo me haya descarriado; nunca me tuvo cariño, porque mi madre no era su madre, y decía que yo había ido a comerle su parte de pan, y en vez de darme educación y oficio, me echó a la calle, a que me lo buscara donde Dios quisiera... El, entretanto, estaba manoteando en casa de tu abuelo: ya lo sabes. Toma, pícaro, toma, ¡ajo! ahora conocerás lo que es tener hambre... no, siento que no lo sepas todavía, porque te queda la estancia, pero, ya te llegará tu San Martín, como a los chanchos... Lo principal, que es el primer paso, está ya hecho: el Bernardino, patas arriba y el ministril aquel de las uñas largas, boca abajo; la tierra tiembla: mira, Quilito, ponte como los gauchos o los indios, la oreja contra el suelo, y sentirás un rumor así como de muchos caballos que galopan: es la vanguardia de la revolución, que se anuncia, que se armará pronto... ¡ay! ¡qué gusto! ese día, cuando el bochinche esté en lo mejor, atrapo al doctorcito Eneene... no, lo que es a ese nadie me lo toca, es mío... y con unas buenas tijeras le podo las uñas, cortándole hasta raíz de las yemas; le pongo un bonete con un murciélago pintado y un letrero que diga: ¡por ladrón! y a patadas, amarrado codo con codo, le llevo a la plaza Victoria y allí, delante del respetable público, le ensarto en la lanza del muñeco de la Pirámide; ¿qué tal? qué bueno sería, ¡ajo!

Quilito, abstraído, pensaba:

—¿Y he de llegar yo a estar como este hombre, sucio, harapiento, comiendo las sobras de los otros, durmiendo en el suelo, dominado por el vicio y la pereza? Cuanto más le miro, más asco me da: la mugre le brota encima, como el verdín en las casas viejas... me parece imposible que pueda vivirse de esta manera, y tan contento; ¡ah! pero él está contento, porque es honrado, porque, en medio del vicio, ha sabido mantener limpia la conciencia... ¡qué bueno debe ser mirar para adentro y no ver ninguna mancha! ¡qué bien se debe dormir, aun envuelto en el poncho de Agapo, dentro del caño! pero, con esta comezón del remordimiento, no es posible conciliar el sueño... Cada vez estoy más decidido a matarme: me estoy mirando en el espejo de Agapo, y me horrorizo, de verme con su chambergo roñoso, sus guiñapos prestados, y la cara abotargada por las malas noches... En él es el vino; en mí sería el juego... y todavía, él sale ganando en la comparación, pues si ha tenido que ver con las comisarías, no ha estado nunca en la cárcel: Agapo es honrado y yo un falsificador... ahí viene el tren, ¿me echaré en los rieles? ¡sería horrible! mejor es el revólver, que el tren y que el río...

El filósofo vaciaba la botella.

—Acércate, muchacho—dijo con el último trago,—y caliéntate un poco: tienes frío; estás temblando... mi salón no es muy abrigado, pero, ya ves que la salud no se afecta: ni un resfriado me viene, quizá por aquello de: mala hierba... Vivo tan a gusto aquí y soy tan feliz, que no te envidio tus lujos; si aquí me he criado, ¡ajo! a mí nadie me molesta y hago mi santa voluntad, vagabundeando como un rentista, y sin importárseme de que el oro baje o suba: para mí, siempre está a la par. Mira, si hicieras lo que yo, no tendrías esa cara; tú te has metido en la Bolsa, y me parece que te han pegado una soba... no lo niegues; ¡si yo sé que tenías a Jacintito de compañero, y Jacintito ha salido disparado... bueno, ya te enojas otra vez! no te diré nada. Lo que sí te prometo es que, ese día, el día que yo le cobre las cuentas a Eneene de la manera que te he indicado, hago saltar la Bolsa en seguida, y si no ese día, la víspera, cuando no haya empezado el alboroto todavía: he de elegir la hora en que todos los especuladores estén reunidos tramando sus picardías: ¡ya subirán todos más alto que el mismo oro! te lo advierto, para que te cures en salud y no vayas por allí. Después... he de realizar mi programa, sin suprimir un solo número.

Se oyó el silbato de la locomotora, y el tren pasó, haciendo retemblar el suelo; algunas brasas encendidas cayeron a los pies del filósofo.

—¡Ajo!—exclamó dando un puntapié a los tizones,—¡que vais a quemar mi palacio! ¡siempre ocurre lo mismo con estos condenados maquinistas!

Quilito se había estremecido, porque parecióle que las ruedas le pasaban por encima, triturándole los huesos... De pronto, Agapo, que se calentaba a la lumbre, volviéndose de lado y de frente, para repartir el calorcito equitativamente, preguntó:

—¡Ah! dime... bien decía yo que tenía algo que preguntarte y no caía qué cosa era... hoy debe haber ocurrido algo muy grave, muy extraordinario, en tu casa.

—¿Por qué?—dijo asustado el joven.

—Porque he visto, he visto, ¿entiendes? a la señora Casilda entrar... repito que lo he visto... en casa de Esteven.

—¡Tiíta Silda en casa de Esteven!—exclamó Quilito, tan sorprendido que dió un salto y casi fué a dar de bruces en la hoguera.

—Sí, señor, ¿te sorprende? pues lo mismito quedé yo; estaba entretenido, en la acera de enfrente, en ver sacar los muebles de mi señor hermano, y a cada uno que echaban al carro, lo saludaba, diciendo: ¡toma, pillo! ¡toma, ladrón! cuando ¡cataplum! la señora Casilda que llega y se para a la puerta, con el aire de quien vacila, diciendo: ¿Entro o no entro? Y entró... ¡si te digo que lo he visto! ¡Ave María Purísima! decía yo; ¡una Vargas en casa de Esteven! y misia Casilda, nada menos, ella, que truena contra los Esteven, exceptuando tan sólo, ¡Dios se lo pague! a un servidor. ¿No te habrás equivocado, Agapo? mira que cuando estás borracho, y ahora tienes una mona medianita, ves las cosas al revés, y todo lo cambias, las caras, los nombres, hasta las palabras, porque, con la memoria, se te pone torpe la lengua. A pesar de esto, estaba convencido que era la mismísima tía Silda, la que acababa de entrar: y no volvía en mí, te lo juro; ver lo que yo había visto, era para dejar patitieso a cualquiera, ¡figúrate! Y me devanaba los sesos, pensando: ¿qué habrá pasado en la calle Moreno? una desgracia, sin duda. O será la Gregoria que mandó por la hermana; entonces aquí se ha hundido la casa, solamente así... y la casa no se ha hundido. Entretanto, Agapo no se mueve de este sitio, hasta que la señora de mantón, que a él se le ha antojado ser doña Casilda Vargas, salga de enfrente y pueda confirmarlo o no... Pues, hijo, salió y era, sin sombra de duda... Te diré a qué hora ocurrió el extraordinario suceso: a las cinco, sí, de cuatro y media a cinco... ¡ah! un detalle: la señora salió muy agitada, y se estuvo un segundo en la orilla de la acera pensativa, y cuando se decidió a marcharse, hizo ademán de secar los ojos o de pasar la mano por la frente, con disgusto o despecho, digo yo... ¿a que se han tirado de los pelos? claro, era de presumir. Pero, me pareció tan acongojada, que si no atravesé la calle para ofrecerle mis servicios, fué porque no me tenía firme sobre mis piernas y me daba vergüenza... Explícame, pues, qué significa esta visita de tu tía a una casa donde no ha puesto los pies, desde que tú abriste los ojos.

Quilito, a horcajadas otra vez en el caño, la barba sobre sus manos, lívido, mirando la llama con fijeza magnética, balbuceó que no sabía nada, que él desde mediodía faltaba de casa...

—Es un disparate tuyo—agregó,—cuando se está mal de la cabeza, se ven visiones.

Agapo atizaba el fuego.

—¡Por estas!—dijo besando los dos índices en cruz,—estaba mareado, pero no ciego. Créeme, hijo, créeme...

La cabeza de Quilito echaba chispas, como la hoguera que removía el filósofo.

—¡Ah, desventurado!—decía la voz interior,—¿y todavía alientas, después de lo que has oído? ¿por qué no empuñas el revólver y te arrancas de una vez la miserable vida, que a pesar de todo pareces empeñado en conservar? ¿no comprendes que ya para ti no hay remisión? Mira, observa, reflexiona, hasta dónde han llevado tus calaveradas a tu familia infeliz: ¡a humillarse a los Esteven! ¡a solicitar, de rodillas, su favor para salvarte! porque, no lo dudes: el medio supremo, a que se refería tiíta Silda, y que ella misma no consideraba infalible la desgraciada, era ése: recurrir al odiado pariente... ¡ah! ¡qué corazón tan grande el de tiíta! y por lo que dice Agapo, el recurso ha fracasado, y a los Vargas han dado los Esteven una vez más con la punta de la bota... ¿ves? te imaginas... no es posible, pues no eres dueño de tu razón... pero, si pudieras imaginar cómo están en tu casa esos viejos que has deshonrado, y que llamas queridos, falsamente, mentirosamente, porque si verdad fuera, no habrías hecho lo que has hecho; y tú dudando todavía, vacilando cobardemente; no te hagas ilusiones; en tu casa no puedes presentarte ya, y ahora menos que antes, ahora que sabes toda la extensión de tu falta; los umbrales aquellos no puedes pasarlos sino muerto, en expiación... ¡Estás creyendo que bastaría con echarte a los pies de tu padre! ¿y tendrías valor? ¿no comprendes que si no te rechazaba, sería por compasión y por lástima? ¡convéncete! no eres un segundo Agapo en la familia; eres un Quilito, y este nombre está por debajo del otro... ¡vete, huye, y cumple con tu deber!

Se levantó, vacilante, los ojos extraviados, y a Agapo, que, asustado, le cortó el paso, con un ademán le rechazó, diciendo, entre dientes, que se iba, que se iba...

—¡Ajo!—exclamó el otro persistiendo en detenerle,—no, así no te vas, me das miedo, Quilito, ¿qué tienes? bien me pareció desde un principio que había algo de extraño en ti.

—Déjame, déjame...

—No, así no, así no; si quieres que te acompañe a tu casa... pero, solo no, aunque te enojes y me pegues.

—¡A mi casa!—exclamó el joven delirante,—no puedo ir, no puedo, porque no, porque soy un miserable, ¿entiendes? porque he deshonrado a mi familia, ¿entiendes? porque debía estar ahora en la Penitenciaría, ¿entiendes? escúpeme, Agapo, escúpeme, pero, ¡déjame marchar!

Embistió al filósofo denodadamente, pero el otro le cogió por la cintura y le cargó como a un niño, obligándole a sentarse en sus rodillas, a pesar de sus esfuerzos rabiosos por soltarse... Sí, le dejaría ir cuando se calmara, pero no solo: él no se fiaba de su buen juicio, ahora que le había visto hecho un loco, como si quisiera tirarse al río; ya lo creo que le llevaría a su casa, y de la mano, como se hace con los chicos que se ha encontrado raboneando en el Bajo. ¿Qué desatinos eran esos que acababa de decir? ¡qué Penitenciaría, ni qué as de copas, ajo! alguna tunda de papaíto, por haber entrado tarde o hecho una diablura de jovencito desbocado. Que le tirara de las barbas cuanto quisiera, pero él no le soltaba hasta que no le viera tranquilo... bueno, ¿se lo prometía? de esta manera, sí; pero, mucho cuidado, porque Agapo tiene muy malas pulgas y fuerzas suficientes para hacerse respetar, ¡ajo!

Quilito, libre, se calmó. Repitió con energía, que lo dicho, dicho estaba: que él no podía volver a su casa, por razones que al tío no le importaban un bledo, pero que si le dejaba marchar en paz, le prometía ser todo lo juicioso posible...

—Si no vas a tu casa, muchacho, ¿a dónde vas?

—A tomar el fresco...

Agapo le vigilaba, y vió que se sonreía, que parecía tranquilo...

—¡Qué bruto eres, Agapo!—dijo Quilito sentándose de nuevo en el caño, para acabar de desorientar al tío;—¿qué te has figurado entonces? ¿qué iba a darme un baño a estas horas? tienes razón: un regaño del viejo me ha puesto así... chocheces y niñadas, por una y otra parte. Y punto final. Cuando se me pase el coraje, volveré a casa... Ahora, se me ocurre darte un encargo, ya que he tropezado contigo: ¿irás esta noche a casa de Esteven?

—No sé...

—¿Irás? la familia no saldrá hasta mañana, quizá, para el Frigal... Vete, pues, y entregas esta carta, en mano propia, a Susana.

—¿Esta carta?

La tomó el filósofo, apenas repuesto, sin quitar ojo del sobrinito, que sonreía siempre.

—En mano propia—recomendó otra vez el joven,—tú vas a verla, Agapo, ¡feliz, cien veces feliz! dile de mi parte... no, no le digas nada; entregas la carta, y te marchas, para evitar preguntas: ahí dentro está todo.

La emoción le dominaba, y sus ojos azules se empañaron. Registró en sus bolsillos y sacó un reloj de níquel, que ofreció al atorrante.

—Quisiera darte el estipendio de costumbre, Agapo, pero no tengo un mezquino centavo; toma esto, y guárdalo, en recuerdo mío, ¡ojalá fuera de oro!

—¿Y por qué has de dármelo, ajo? ¿para pagarme el porte de la carta? no me da la gana: yo te he servido siempre, pues es mi deber de tío, y de tío que te quiere, Quilito; tú y los tuyos habéis compadecido y tratado bien a Agapo: no os habéis burlado de su desgracia, ni avergonzado de su parentesco, como los otros. Por eso os quiero, ¡ajo! y si he recibido de ti los dos nacionales de las cartas a la primita, es porque soy pobre, y comprendía que aquella era una manera delicada tuya de auxiliarme.

—Precisamente; por eso deseo que aceptes este reloj, que quizá no valga dos nacionales...

—Bueno, si es así... pero, conste que yo no te pido nada.

El filósofo guardó la modesta alhaja.

—Y ahora—repuso Quilito con la voz un poco alterada,—dame la mano, Agapo, que quiero decirte adiós.

Le estrechó la diestra, nerviosamente, y Agapo notó que la mano del sobrino estaba helada, y al resplandor de la hoguera, que moría, su semblante demudado y la misma mirada de demente de ahora poco.

Se había puesto el joven de pie y se despedía, pero el filósofo, intranquilo, le retuvo, diciendo que iba a acompañarle...

—Iré detrás, si no quieres que vaya al lado...

—Estás muy pesado, Agapo...

—No, solo no te dejo; repito que me das miedo.

—Vas a hacerme perder la paciencia.

—¡Solo no; no te dejo!

Quilito, colérico, dio un empujón al tío, que volvió a cogerle de la cintura, echando más ajos que nunca, furioso también; el joven entonces, las manos libres, sacó el revólver y puso la boca del cañón en la frente del atorrante.

—Suéltame, suéltame o te mato.

La sorpresa de Agapo fué tan grande que, maquinalmente, le soltó. Y Quilito, en salvo, a la distancia, le apuntaba con el arma.

—No me sigas, te prohíbo que me sigas; si te siento detrás, te mando un tiro.

La hoguera se había apagado; la noche era obscura, y debajo de los sauces no se veía... Agapo corrió en pos del sobrino, desaparecido entre las tinieblas.

Y Quilito, loco, sin sombrero, iba delante. ¡Imbécil! ¿quién le daba al otro velas en su entierro? se había de matar, aunque vinieran a impedírselo todos los filósofos de la tierra. La maleza crujía bajo sus pasos y detrás se oían las zancadas de Agapo, que venía persiguiéndole; Quilito se acurrucó al pie de un sauce, se quitó el sobretodo claro, que podía denunciarle, y esperó, el revólver amartillado en la mano... Agapo llegó, pasó y se alejó, rastreando la caza, gritando desesperado:

—¡Quilito! ¡Quilito!

Y cuando no se oyeron ni los pasos ni la voz del tío, y el joven se vió solo, frente al río que arrastraba sus aguas negras, en medio de la obscuridad, con rumor siniestro, desprendió el chaleco, abrió la camisa, y sobre la piel que despedía el dulce calor de la vida, colocó la boca del arma, en el sitio en que sus dedos vacilantes, sintieron agitarse más el corazón... Salió el tiro, la sangre tibia brotó mansamente y Quilito experimentó un escozor vivísimo... pero la vida no quería soltar su presa, porque él veía, pensaba, sentía aún.

—¡Ah! vida infame—murmuró con un quejido de dolor,—¡cuánto me cuestas! ¡déjame, no quiero nada de ti, te desprecio! la mano me ha temblado, ¡qué cobarde soy!

A tientas y a gatas, perdiendo sangre, buscó el revólver, caído en la maleza, lo cogió de nuevo, y se disparó otro tiro, en la sien esta vez... Cayó de espaldas, los brazos en cruz y quedó inmóvil; del horrible agujero de la frente, el hilo de sangre corría, manchando sus cabellos rubios, y en el pecho, el líquido rojo se coagulaba sobre la blanca camisa. Y la vida huyó de aquel cuerpo, arrojada por el espíritu obcecado, que decía no querer nada de ella, porque él no la había llamado...

Ya las zancadas y los gritos de Agapo se oían de nuevo.

—¡Quilito! ¡Quilito!

Dos hombres venían con él. Y todos tres buscaban, olfateando como lebreles, más cerca, más lejos, se iban y volvían, hasta que el pie del filósofo dió con el cuerpo del suicida.

—¡Ajo! ¡una luz aquí! ¡pronto, pronto!

Encendida la cerilla, Agapo la acercó y retrocedió, dando un alarido de espanto: ahí estaba el desgraciado niño, los ojos azules aun abiertos...

—¡Dios mío! la culpa es mía, por haberle dejado solo... ¡no me lo perdonaré! ¿quién lleva ahora esta noticia a la familia? iré yo. Quedarse aquí vosotros, hasta que la policía venga; avisaré. ¡Qué desgracia, ajo, qué desgracia!

Desapareció y el cuerpo de Quilito quedó allí, frente al río, que murmuraba su letanía indiferente, y entre los dos desconocidos, que fumaban, en silencio...

En esta misma fatal noche de San Juan, míster Robert, a la espera de su tranvía, después de cerrar el escritorio por última vez, paseaba por la acera de la Catedral. Vencido en la lucha con el agio, había salido destrozado del combate, sin fe y sin esperanza, sin fuerzas ya para mantener el peso de su honradez sobre los hombros. ¡Ah! si era una carga inútil, ¿por qué no arrojarla a la calle? La luz roja no venía, y míster Robert siguió su camino y fué a pararse delante de la Bolsa. ¡Cosa rara! míster Robert no bebía vino, y es probado, pero padecía de alucinaciones sin duda; y tal como aquella vez creyó ver las extravagancias, de que se ha hecho mención, ahora, al mirar el edificio con encono, observó, creyó observar, mejor dicho, se le figuró, se le antojó que veía, en la cornisa del frente, sobre la puerta principal, un gran caballo, de piedra o de lo que fuera, con un hombrazo encima, de casco y espada desenvainada, y la adarga caída entre las patas del animal... Y debajo había dos letreros, que era lástima no pudiera leer, como míster Robert, el desgraciado joven rubio, de ojos azules, que en aquel momento, tendido sobre sucias angarillas, atravesaba sin vida los umbrales de una casa de la calle Moreno.

Decía el uno: Que tu caballo de combate sea el trabajo y tu espada la perseverancia; mas, si quieres vencer en la contienda, no dejes caer a tierra el escudo de la prudencia.

Y el otro: La mejor lotería es el ahorro, no el que amontona por vicio, sino el que guarda por previsión.

FIN

por Eduardo Montes-Bradley