En “El Ombú”, Guillermo Enrique Hudson dice: “A veces, a mediodía, encuentro algún pajuerano descansando a la sombra, y si no está durmiendo, platicamos, y él me cuenta ‘e aquel gran mundo que estoh’ ojos jamáh, han visto. Dicen que la casa ande cai la sombra ‘el ombú a la caida’e la tarde, padece desgracias, y que, por último, cai en ruina; y en esa casa, que ya no existe, daba la sombra ‘el ombú a la caida’e la tarde toitos los días del verano. También dicen que los que se sientan mucho a su sombra, se güelven locos.”
No se en realidad hasta que punto sean ciertas las influencias enloquecedoras, aunque se hayan podido constatar ciertos com-portamientos y actitudes lunáticas, a lo largo de los años, en gente cuya aproximación al ombú fue algo más comprometida que lo que pueda sugerir una siesta obediente. Y esta aproxi-mación ha tenido mucho que ver con algunos nombres en la plana mayor de lo fantástico. Julio Verne (1828-1905) en pleno uso de su infinita imaginación había escrito: “Al ver aquellos brazos, elevando hasta las nubes sus innumerables brotes, unidos entre sí por una tra-ma de plantas trepadoras, y los rayos solares, deslizándose a través de los in-tersticios de la hojarasca, hubiérase dicho realmente que el tronco de aquel om-bú llevaba sobre sí una selva entera.”
Es probable que así sea y que Verne tenga razón aunque, de hecho, existen indicios que nos permitirían suponer lo contrario.**Veamos un poco más antes de apresurar conclusiones. Yo pasé la mayor parte de los veranos de mi niñez en la casa de mi abuela paterna, en la que un ombú centenario exacerbaba el espíritu gre-gario de una familia de origen italiano. Una interminable y ago-biante parentela, que con los años ha llegado a multiplicarse más allá de lo que la contabilidad permite establecer como número cierto, se reunía por las tardes bajo la sombra de aquel árbol histó-rico del Municipio de la Ciudad de Rosario. Bajo su sombra se extinguieron las brasas de interminables comilonas, navidades y añonuevos. Bajo esa misma sombra fui sioux y cauboy; miembro de alguna sociedad secreta que bautizamos por aquel entonces co-mo los “Diablos de Callao”, probé el mate dulce, mentí, besé y descubrí los encantos de ser “machito”. De todo eso no sé cuanto tenga que ver el bendito vegetal, que con sus raíces levantaba las baldosas del patio y el living de la tía Chuchi.
Atribuirle al ombú cualidades más allá de las propias (?), es un pasatiempo tan añejo como la mismísima botánica. Y aunque, por lo general, suele pagarse por la yerba más de lo que la yerba vale, es muy probable, y no porque lo haya dicho Hudson o por-que Verne se haya fumado un chala sino por experiencia propia que, en efecto, el ombú no haya acabado quedándose sólo en me-dio de la pampa, sino debido a su naturaleza perversa, diabólica y profundamente maligna.
El fundador de aquella noble prole rosarima tuvo a bien un buen día enojarse con el bendito ombú (símbolo de la casa rei-nante), y decidió envenenarlo para que muera y para que sus raíces no levantasen las baldosas del piso de la casa de una de sus hijas. El árbol se resistió y el viejo sólo consiguió que el monstruo verde siguiera creciendo de manera desproporcionada y con algunos revires propios de la intoxicación que había padecido. Su tronco se desmoronó hacia adentro formando una suerte de cue-va en la que los primos jugábamos siguiendo las indicaciones de Salgari al pie de la letra (Salgari también fumaba de lo mismo que Verne, pero nunca se le dio por meterse con el ombú). Aquello era un desatino y un desafío a la urbanización. Jugábamos literalmente en una enorme jungal, que era lo que, al cabo de los años, se había transformado aquel histórico espécimen dioico. Verne estaba en lo cierto: “Hubiérase dicho realmente que el tronco de aquel ombú llevaba sobre sí la selva entera.”
En una escena de “La Gringa”, de Florencio Sánchez (1875-1910) se plantea lo siguiente:
Cantaliso —De lejos ya vide todas las judiadas que me habían hecho los gringos con esto (Mirando en derredor). Vean, vean, De la casa, ni que hablar. Parece que le van a edificar encima un pueblo entero. ¡Ni el horno, ni la noria, ni el palenque! ¡Cosa bárbara! ¡Desalmaos! ¿Y aquello? Eso sí que no les perdonaré nunca, ¡talarme los duraznitos! ¡Los había plantadoElisa,la finadita mi hija, y todos los años daban unas pavías así! ¡Dañino! Lo único, lo único de lo mío que entoavía puedo ver es el ombú. Pero che, ¿y por qué lo están podando así?.
Peón — ¿Podar? Al suelo va a ir también ¡Eso estamos haciendo, voltearlo!
Cantalisio — Eso sí que no. ¿El ombú? En la perra vida. Todo lo han podido hechar abajo, porque eran dueños. Pero el ombú no es de ellos. Es del campo, ¡Canejo!
Peón — Yo creo lo mismo. Pero los patrones dicen que el pobre árbol viejo les va a dañar la casa (aparece Victoria y se detiene a escuchar)
Cantalisio — ¿Y por qué no edifican más allá? ¡Bonita razón! Los ombúes son como los arroyos o como los cerros. Nunca he visto que se tape un río pa ponerle una casa encima, ni que se voltee una montaña pa hacer un potrero. ¡Asesinos! ¡No tienen alma! Si tuvieran algo adentro les dolería destruir un árbol tan lindo, tan bueno, tan mansito. ¡Cómo se conoce, canejo, que no lo han visto criar ni lo tienen en la tierra de ellos!
Peón — Vaya usted a hacerles entender esas razones.
Cantalisio — ¿Y qué van a comprender ellos, si ustedes mismos, ¡parece mentira, criollos como son! se prestan a la herejía?
Peón — ¡Oh! Y si nos mandan…
Cantalisio — No se hace. Salgan de ahí desgracios. ¡Todos se han vendido, todos se están volviendo gringos, todos! ¡Pa qué habré venido, canejo! ¡A ver tanta pena! (…)
¡Pobre Florencio Sánchez!, sólo a él podría ocurrisele bus-car la complicidad del peón y llamar a un vegetal abominable y rencoroso como el ombú “lindo, bueno o mancito”. El ombú es un hijo de la gran puta que merece la soledad a que fuera confinado desde el comienzo de los tiempos por el resto de la comunidad herbácea. Una hierba por demás jodida que sólo puede asociarse a la soledad y el dolor: “Después de mucho sufrir/ Tan peligrosa in-quietú/ Alcanzamos con salú/A divisar una sierra,/ Y al fin pisamos la tierra/ En dodnde crece el ombú, dice José Hernández en un rapto de inspiración que, según Borges, tuvo que ver con que, en cierta oportunidad, una Musa visitara al autor en una pensión de Plaza de Mayo.
Quizás Hudson tenga razón y no haya sido mi infancia una sobreviviente de tanta locura: “Tal vez, señor, los güesos de mi mollera sean más duros que los de la generalidá’e loh’ ombres, pueh’ e acostumbrao sentarme aquí toita mi vida, y aunque yo estoy viejo, entoavía no he perdido el mate. Es decir, nada. Probablemente para entonces él mismo haya perdido los cascabeles al advertir que un día Mahárbiz convertiría a la horrorosa planta en símbolo de un festival de cine en Mar del Plata.
“¿Se sentirá el ombú en su pampa húmeda un hermano de la ceiba antillana?”, se pregunta Mario Benedetti, solidarizándose como suele hacerlo frecuentemente con causas perdidas y utopías rio-platenses que merecen mucha más consideración que el arbolito por el cual es capaz de demostrar aflicción.
Una leyenda gaucha (posiblemente originada en el imagi-nario de algún niño bien) dice:
“Un día Dios llamó a todos los árboles a su presencia, ordenándoles que pi-diesen alguna gracia, que les sería concedida. Todos, en su momento, fueron pi-diendo: vigor, belleza, frutos sabrosos, etc. Al llegar al ombú, dijo éste: —Quiero la más amplia y más densa de todas las sombras; quiero ser amigo de los caminantes, el símbolo de la hospitalidad, y que mi carne sea esponjosa y frágil para que se quiebre a la menor violencia.
— ¿Por qué? preguntó Dios, si todos quieren se fuertes…
—No deseo señor que mis gajos puedan servir, un día, para crucificar a un justo”.
Si dios existe, es probable que el diálogo haya tenido lugar. Pero lo cierto es que Freud está mucho más cerca de ser creíble y que éste hubiese interpretado la cosa de una manera muy distinta: El ombú, cobarde por naturaleza, trataría de impedir hasta las últi-mas consecuencias que su estructura se fortaleciera para evitar po-sibles luchas territoriales con otras especies que acabarían por de-rrotarlo. Además, pediría “la más amplia y más densa de todas las som-bras”, para poder ocultar sus pensamientos como lo hacen los hombres de las pampas. El ombú es débil y rencoroso por na-turaleza, su condición de afenimado vegetal “quiero ser amigo de los caminantes y que mi carne sea esponjosa y frágil para que se quiebre a la menor violencia” habla por sí sóla y no sdebe prestarse a falsas in-terpretaciones. Si el ombú no se asume habrá que tirarlo abajo.
28 de junio de 1998