• Voto en negro

La campaña revierte antigos prejuicios

Por Eduardo Montes-Bradley

Geoff fue jefe de una cuadrilla de eléctricos y su vida estuvo ligada al poderoso sindicato IBEW (Int´l  Brotherhood of Electrical Workers). Hoy pasa las horas viendo televisión en el trailer que instaló en el fondo de su casa para escapar de la plaga de nietos, yernos nueras y consuegros. Con varias pensiones en su haber el hombre se apaña a gusto, aunque por momentos reconoce que la situación es difícil y que ya no puede sacar su barco los domingos para ir de pesca porque el precio del gasoil se ha vuelto prohibitivo. Geoff dice que tampoco va con los amigos a cazar a los pantanos por la misma razón y que ahora le resulta más conveniente comprar patos de criadero y ejercitar su puntería con dardos de salón sobre un blanco descartable.

Día por medio Geoff ensaya el contrabajo y al menos una vez al mes asiste con su banda de sindicalistas jubilados: The Grasshoppers, a festivales de jazz al aire libre. En el tiempo que le queda libre corta el césped, hace changas como electricista en el barrio por las que cobra un valor simbólico, duerme siestas interminables debajo del flamboyán y lucha con la idea de que estas van a ser las primeras elecciones en las que muy a su pesar vote por un candidato republicano.

—Jamás lo hubiera soñado, de sólo pensarlo se me pone la piel de gallina y se me hiela los huesos. ¿Pero qué más puedo hacer? Se que estoy equivocado, se que no debería ser así, pero qué más da: yo no puedo votar por un negro por más que sea el candidato de mi partido.

Geoff nació en Maine y vivió en Kansas durante años antes de jubilarse a los pantanos de la Florida. El hombre viene de otro calendario y si bien nunca terminó de aceptar la integración forzada, al menos supo callarse y vivir con las reglas de juego. — Hubiera preferido mil veces a ella antes que a él (por Clinton sobre Obama). ¿Te parece mal lo que digo?

Hago lo que puedo por relativizar su actitud, después de todo nos son muchas las oportunidades que uno tiene de encontrarse con un racista culposo. Digo: Geoff no cree que Obama sea un negro de tal por cual sino que está genuinamente convencido de las incapacidades inherentes a su condición. No es lo mismo. Trato de contextualizar el prejuicio:

—No sé si está mal, pero es frecuente. En Argentina los taxistas odian a los peruanos que no pueden ni ver a los bolivianos. Ambos detestan a los paraguayos que aprendieron desde pequeños que los judíos tienen la culpa de todo menos de la contaminación del río que según los entrerrianos es culpa de los uruguayos. Los cuatro parecieran coincidir en que los chinos son sucios y amarretes aunque más honestos que los chilenos-carteristas, y menos peligrosos que los ambiciosos brasileros. Los brasileros, por su parte, ven con recelo a los venezolanos siempre dispuestos a sacarles ventajas a sus vecinos los colombianos, consabidos vagos y traficantes que estiman al ecuatoriano menos que a una guacamaya. Los ecuatorianos guardan escasa estima por los peruanos pero no más de lo que un mexicano de Chiapas por un guatemalteco en tránsito a los EE.UU a dónde por lo general llegan todos a reemplazar la mano de obra negra que pasó a integrar a las huestes de la pequeña burguesía.

La idea de que los latinoamericanos fuéramos igual o peor de racistas que los confederados demócratas del sur parece haber actuado como un bálsamo para sus culpas. Geoff me ofrece una cerveza y me invita a quedarme para  el noticiero de las seis. En la pantalla del televisor aparece Obama y una voz en off anuncia que el próximo jueves transmitirán en directo la ceremonia de la Convención Demócrata en la que el candidato aceptará oficialmente su nominación.

— Supongo que no hay más remedio, —aseguró el sindicalista. —Si los tiempos cambian porqué no habría de hacerlo yo. Hubiera sido bueno que ganara ella (Hillary).

— ¿Te queda la alternativa de votar en blanco?

— Cada uno vota con el color que puede. Por el momento hay que hacerse a  la idea de un Geoff Goodwind que va a votar por McCaine por no animarse a votar en negro.

por Eduardo Montes-Bradley